Tarzán: de travestido a ecologista, pasando por el culturismo
Lo más divertido de la evolución de la iconografía tarzanesca -de la que hoy se emite una muestra, Tarzán de los monos- es que, sobre el papel, era imposible, pero en la práctica existió. Un modesto taparrabos y el corte de pelo son los elementos básicos del personaje y sus características se han ido modificando de acuerdo con las modas, ajenas a la supuesta intemporalidad de la estética del buen salvaje. El primer Tarzán -Elmo Lincoln- llevaba una cinta en la cabeza, ordenadora de la abundante pelambrera, y una gruesa piel de tigre con la que cubría su cuerpo. Con su rostro enharinado, mister Lincon -en una de sus películas acaba casándose con Jane- tenía mucho de oficinista travestido y dado al exhibicionismo. No era especialmente musculoso ni bien parecido -la papada era excesiva a todas luces-, sugiriéndonos a un reprimido que aprovecha un baile de disfraces para lucir el palmito. La sensación se acentúa cuando vemos a Frank Merrill, el Tarzán lanzado por la Universal en 1928, de corte valentinesco.
Es el fallecido Johnny Weismuller quien impone el prototipo. De entrada, reduce las dimensiones del traje, que pasa a ser de cuero curtido y a dejar el ombligo al aire. El pelo, aunque más largo de lo habitual, se ordena en torno a una patilla bien recortada. Dado su origen como atleta olímpico, Weismuller aparece en la publicidad de la Metro emulando al discóbolo de Mirón. Así pues, la Arcadia de Edgar Rice Burroughs, aunque fuera africana, se filtra a través de la civilización griega clásica y del kitsch olímpico.
Tampoco hay que olvidar que Weismuller es el primer Tarzán sonoro. Eso, para un personaje que apenas habla, es importante y confiere a su aullido unas dimensiones míticas, sobre todo en medio de una invasión de actores de teatro convertidos en chariatanes debido al sarampión vitaphono. El grito de Weismuller es el más acabado símbolo de la naturaleza incontaminada.
Hasta llegar a Greystoke, el mensaje tarzanesco ha sido siempre infantiloide, de un romanticismo descafeinado, en el que pesa mucho más la vertiente exhibicionista que cualquier especulación sobre la naturaleza. Nuestro héroe nunca ha sido negro, entre otras cosas porque en casi todos los filmes se ha conservado su cuna aristocrática, como lo prueba el que hasta Mike Henry -cuando las publicaciones gay ya son moneda corriente- tampoco tuvieranunca pelo en el pecho.
Los torsos lampiños y los antecedentes olímpicos -tairibién Norman Brix y Buster Cilabbe procedían del mundo del deporte- se completan con unos pectorales cada vez más desarrollados, al igual que los bíceps, y unos cortes de pelo que admiten incluso un tupé a lo Elvis. Lex Barker y sobre todo Gordon Scott y Mike Henry acercan la imagen del rey de los monos a la de un asiduo de los gimnasios, a la de un culturista fanático.
La selva, que empezó siendo un paisaje alucinado, con enormes precipicios de cartón piedra, también siguió la marcha del personaje hacia un progresivo realismo, realismo no tanto de la ficción como del propio lugar. Así, los atléticos tarzanes de la última época habían llegado a redarse en las playas del Delta del Ebro o en Rioleón Safari. Toda esa degradación del mito también tuvo sus grandes momentos estrictamente cinematográficos. Sí hubiera que elegir un par, los mejores los proporciona Lex Barker.
Lambert Wilson, el ligeramente estrábico Tarzán de Greystoke, renueva la tradición al prescindir de los músculos, tener relaciones apasionadas con Jane y situarse en unos decorados que, aunque reales, han sido tratados pictóricamente, buscando ciertos efectos que sugieran estudio. La crisis de identidad del protagonista se resuelve en el Museo Británico, cuando identifica a un simio como su auténtico padre. Son dos mundos contrapuestos y él elige volver a la selva. Si se lo pidieran, el descendiente de los Greystoke se declararía antinuclear, pacifista y partidario de las energías dulces.
Tarzán de los monos, con la que se inicia el ciclo dedicado al personaje, se emite hoy a las 16.00 por la segunda cadena.
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