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Libertad, ¿para qué?; libertad, ¿de qué?

El documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe no refleja todavía el pensamiento del Vaticano sobre el profundo tema de la libertad cristiana y de la liberación, lo que se hará en un documento posterior; pero lo que ya está escrito viene dando mucho que pensar.Esta diversidad de tomas de posición en problemas de fe importantes o menos importantes es algo que pertenece a la vida de la Iglesia. El que Jesús, su fundador, haya puesto a su cabeza una autoridad para "preservar la pureza de la fe" toma entonces todo su sentido, porque, aun cuando se trata de un camino único -Cristo-, es un itinerario que se puede seguir -aparte de las desviaciones, herejías- válidamente, rectamente, de muchas maneras. Es una cabeza que no debe ser, que no es un obstáculo para el ecumenismo. El peligro no reside en las innovaciones -porque la tradición, si no se renueva, es letra muerta-, sino en la tentación de creer y querer imponer cada renovación como el camino verdadero -ortodoxo-, negando o criticando los demás como periclitados. Es indudable que la teología de la liberación está buscando, pidiendo, llamando por algo que en la vida de la Iglesia quizá no está suficientemente cubierto, atendido por ella. Los problemas de miseria, de marginación, de desigualdad económica, de explotación y, en una palabra, de injusticia en una gran parte de lo que se llama el Tercer Mundo, tanto en Centroamérica y Suramérica como en África y en otros continentes, están -como la sangre de Abel- clamando al cielo. Las dificultades para cambiar ese estatus injusto, venciendo tanto la pasividad de los que lo sufren como la resistencia de los grupos o clases beneficiarias del mismo, son inmensas.

La reacción de los pastores de la Iglesia católica y de otras iglesias que viven esas vidas es muy lógica, o mejor, muy humana. La teología de la dignidad del hombre, propia de Pablo VI, propia del Concilio Vaticano II y, en definitiva, de la Iglesia desde su fundación -"Ya no hay griegos o judíos, hombre o mujer, libres o esclavos"- es puro cristianismo; pero el hambre, la miseria, la degradación, ¿cómo incorporarlos a esa dignidad?

Que los pobres tienen una situación de privilegio en la predicación de la "buena nueva" es indudable. La pobreza es algo consustancial a la fe; esto lo dice el documento vaticano: "En su significación positiva, la Iglesia de los pobres significa la preferencia, no exclusiva, dada a los pobres según todas las formas de miseria humana, ya que ellos son los preferidos de Dios". Se trata de la pobreza forzada, impuesta, de la pobreza injusta. La pobreza de espíritu es otra cosa; es de la que se dice que no se puede servir a dos señores: hay que elegir entre poner el corazón en Dios o en las riquezas. El rico es el despiadado Epulón, no el que comparte su riqueza, de alguna manera, con los demás.

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No atesorar, no poner la confianza en la riqueza, es puro cristianismo. Millares y millares de cristianos y de gentes de espíritu han renunciado a las cosas y han hecho de la pobrezca la "hermana pobreza"; una pobreza.voluntaria, por supuesto; no involuntaria, no codiciosa de la riqueza ajena. Esto es sabido, pero también es sabido que la civilización cristiana, que ha exaltado a la pobreza y a los pobres, ha inundado al propio tiempo de cosas y de tesoros una buena parte de la superficie que ha ocupado y ocupa el planeta. ¿Que esto es contradictorio? Ciertamente, lo es para eso es cristiana, porque el signo del cristianismo es la contradicción, la encrucijada, la cruz. El cristianismo está también suspendido entre el cielo y la tierra; tiene que asumir todas las contradicciones, y entre ellas, la de la pobreza y la de la riqueza. El cristiano tiene que ser pobre y rico, sabio e ignorante, débil y esforzado, sencillo y astuto, activo y contemplativo, solitario y sociable; como tiene que poner paz y poner guerra, vivir.en la oscuridad y vivir en el candelero; como tiene finalmente que saberse polvo, vanidad de vanidades, y nada menos que hijo de Dios. La pobreza de Jesús fue radical -no tuvo dónde reposar la cabeza-, pero le acusaron sus enemigos de borracho y comilón porque comía y bebía con publicanos y pecadores, una infamia que no hubieran. podido decir de Juan Bautista. Lo escandaloso es que ahora una parte muy extensa del área cristiana, especialmente católica -los latinoamericanos serán el 50% de la población católica el año 2000-, es la tierra de los pobres, los desheredados, los marginados.

Pablo VI, en el credo del pueblo de Dios, expresamente esta aparente contradic ción: "Confesamos que el reino

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de Dios, iniciado aquí abajo en la Iglesia de Cristo, no es de este mundo, cuya figura pasa, y que su crecimiento propio no puede confundirse con el progreso de la civilización, de la ciencia o de la técnica humana, sino que consiste en conocer cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en esperar cada vez con más fuerza los bienes eternos, en corresponder cada vez más ardientemente al amor de Dios... Es este mismo amor el que impulsa a la Iglesia a preocuparse constantemente del verdadero bien temporal de los hombres, sin cesar de recordar a sus hijos que ellos no tienen una morada permanente en este mundo: los alienta también, en conformidad con su ciudad terrenal, a promover la justicia, la paz y la fraternidad entre los hombres; a prodigar ayuda a sus hermanos, en particular a los más pobres y desgraciados".

Esta relación -intercomunicación- cielo y tierra es la clave de todo. No sólo de pan vive el hombre, pero también de pan -"tuve hambre y me disteis de comer"- Se pide que el reino de los cielos venga a la tierra; se pide que se haga la voluntad de Dios en el cielo y en la tierra; se dice que no sólo los cielos, sino también la tierra están llenos de la gloria de Dios. Y, finalmente, el Hijo de Dios se encarna, en carne humana -terrenal- y es, Dios y polvo, tierra. Siempre la tierra está presente; la espiritualidad descarnada no es cristiana. El hombre -todo hombre- está llamado a otra vida, pero no está exento en esta vida terremad de hacer todo lo necesario para perfeccionarla, y sobre todo para implantar, en la medida, de lo humano, la justicia; y si es la verdaderá, todo lo demás se le dará por añadidura. El Concilio Yaticano II ha sido en esto categórico.

El documento del Vaticano cuando habla de la liberación insiste constantemente en que ésta es esencialmente la liberacióndel pecado. La teología de la líberación clama también por la liberación que viene de la justicia social; pero la injusticia, o es un pecado o no es nada. Si se habla de salario, la apropiación por el dador de trabajo, sea cualquiera su nombre, de una parte injusta de la plusvalía que pueda producir el trabajador con su trabajo, está cometiendo sencillamente un robo contra el mandamiento de no robar; si se habla de las estructuras injustas es evidente -como dice el documento vaticano- que las estructuras las hace el hombre, aunque también lo es que las estructuras, unavez hechas, hacen, ahorman al hombre. Pero la verdad definitiva. es que mientras no se cambie la estructura íntima del hombre mismo,el cambiar las estructuras externas, por sí, no cambia nada, no hace al hombre ni mejor ni peor, como no lo hace -como dice Pablo VI- mejor ni peor el progreso de las técnicas y los medios puramente materiales. Pero terrenalmente el hombre tiene el dominio del mundo porque lo ha recibido, y tiene por ello que per feccionarse como ser humano, porque él no forma parte de la escala zoológica -sino que es un ser aparte, hecho -al menos para los cristianos- a imagen y, semejanza de Dios, o en todo caso un ser moral. Perfeccionarse él y perfeccionar las cosas de este mundo: éste es el hombre verdadero.

El éxodo no es sólo la liberación de un poder político. Pueblos cautivos los había en tiempos de la cautividad del pueblo de Israel, en Egipto; lo eran de Roma en tiempos de Jesús todos los pueblos de la cuenca del Mediterráneo y del Próximo Oriente, como los hay ahora, como los habrá quizá siempre. La liberación del pueblo de Israel no es una liberación política: es la liberación del pueblo elegido, del pueblo de la alianza originaria con Abraham, que se iba a formalizar en el desierto del Sinaí; del pueblo al que se había prometido con carácter exclusivo el Mesías, el libertador. En esto no se puede admitir ningún equívoco.

Es verdad que a la praxis hay que darla más consideración de la que se la da, en una visión puramente piadosa de las cosas; pero en el principio no está la praxis,-sino el Verbo, es decir, la Palabra. Se dice, y es verdad, que ¡a fe sin obras es fe muerta; pero la fe nace de que Abraham creyó en la palabra de Dios; luego la puso en práctica saliendo de su tierra y de su parentela, pero fue y es siempre primero la Palabra, y sin ella no se ha hecho nada de cuando ha sido hecho.

Cuando el documento vaticano rechaza el marxismo, si no en bloque -porque tiene, evidentemente, muchas lecturas- sí sus conceptos de lucha de clases, de violencia, de materialismo ateo, de llamar "explotación del hombre por el hombre" todo sistema económico que no sea socialista-comunista, no hace más que cumplir con su deber. El problema es contestar a esa terrible pregunta de "libertad, ¿para qué?", que tanto escandaliza a los liberales puros. Pero la realidad es que esa pregunta está llena de sentido; no el que le daba el que la formuló -Lenin-, sino el sentido profundo que tiene en sí misma. "Libertad, ¿para qué?" está intimamente relacionada-con otra pregunta que se hizo otro hombre no menos irreligioso que el primero: "¿Qué es la verdad?". A estas dos preguntas tan compenetradas es a las que tendrá que contestar el documento de fondo que prepara la Congregación para la Doctrina de la Fe. Es una doble pregunta teológica, profundamente teológica. La verdad hace libre al hombre en el espíritu. ¿De qué ha liberado.Cristo al hombre? Toda teología tiene también viarias lecturas, pero lo que no parece que deba haber son teologías regionales: una europea occidental y otra del Tercer Mundo. La contestación tiene que servir para todos los cristianos, para todos los hombres, para la, condición humana en general, arrancando sin duda, de lo más humilde, lo más pobre: de la sabiduría; no de los sabiondos y letrados, sino de los ingenuos, pero no quedándose en ella.

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