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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El prisionero de Púbol

Los DÍAS, que desgraciadamente pueden ser últimos, en la vida de Dalí se están convirtiendo en un esperpento. Rodeado por algunos personajes cuyo menor defecto puede ser el de la torpeza, su decadencia y agonía se están convirtiendo en un asunto tenebroso. La sospecha de que algunos de estos personajes, familiares o no, tengan objetivos de herencia, o de poder sobre la obra legada, por encima de la voluntad del propio Dalí, o incluso de exclusivistas literarios del final de una biografía, entenebrecen más la cuestión del recluso de Púbol y del episodio del incendio que, afortunadamente, ha ocasionado su traslado a un hospital de Barcelona, donde, al fin, han existido garantías de atención médica, y ha dado la posibilidad de una investigación judicial a fondo que ojalá esclarezca todas las circunstancias de las que emana un misterio profundamente desagradable.Dalí no sólo es un artista cuyo valor material sobrepasa todo análisis crítico, sino un personaje del mundo, y no cabe ninguna duda de que ese personaje espectacular y brillante lo inventó él mismo. Ha sido dueño siempre de su destino -hasta el punto de lo posible en un ser humano- y ha creado sus frases, sus escenarios, sus atuendos, sus situaciones. Sea cual sea la reacción que cada uno pueda tener sobre sus opiniones acerca de lo divino y de lo humano, de la política y de las personas, no se puede negar su inefable personalidad literaria y artística, hasta el punto de que cuando el superrealismo derivó hacia una moderación grisácea o sucumbió a su propio agotamiento -dejando, eso sí, una riquísima corriente de herencias y una manera ya inevitable de ver el arte-, Salvador Dalí aparecía intacto, con la inocencia del primer día.

Esa condición de criatura de sí mismo y esa apariencia de libertad absoluta que dio siempre contrastan más con la sensación de manipulación que se le hace representar en estos días decisivos. Así, el extraño gorro de marioneta de guiñol con el que viajó en la camilla hasta el hospital parecía más colocado sobre su cabeza antes pensante y chispeante que uno de los disfraces de sí mismo que inventó durante su vida lúcida y un símbolo de que está movido ya por los hilos de los, que tiran otros; otros que a su vez se pelean en torno al que quieren hacer pelele.

No cabe duda de que Salvador Dalí, más allá o más acá de su personaje, tuvo siempre una noción bastante clara de la realidad económica, e incluso superlativa, de la obra que producía. Mantuvo siempre sus asuntos en regla: donaciones, legados, ventas o fundación no han sido nunca en él temas de alucinación, sino de razón. Mantenía él mismo que era su estirpe catalana, y la supuesta aptitud de esa estirpe para lo directamente material y para las operaciones de compra y, venta, la que le había dado esa capacidad, que habrá de trascender más allá de su muerte, en un "atado y bien atado" que parecía identificarle con la voluntad de Franco, al que no se sabe si admiró o del que se burló, o las dos cosas a la vez. Por tanto, toda confusión que se pueda arrojar a partir de ahora sobre su testamentaría, incluso sobre la espiritual, puede tener mucho que ver con la oscuridad de estos años de reclusión en Púbol.

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La investigación Judicial no debería esperar el día de examinar esa testamentaría: puede haber razones para que comience ahora mismo y determine qué ha podido hacerse con la voluntad de Dalí en estos tiempos, y si hay alguna torsión de ella. Dalí es, mucho más que un rico legatario: es un patrimonio de la cultura catalana, española y universal. No es preciso poner en duda los derechos que le asisten de transmitir sus bienes, ni los que puedan tener sus herederos, para reclamar una estricta limpieza. Lo que merece Dalí en sus últimos momentos es, por una parte, el derecho de todo hombre a llevar con dignidad su final; por otra, el respeto al personaje que él mismo inventó. Elaboró una,estética diferente con su misma vida; es una mezquindad destruirla.

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