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Tribuna:El asno de Buridán
Tribuna
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Escritores, personajes y fantasmas

De vez en cuando se nos muere a todos un personaje literario. No estoy queriendo decir que con la muerte del escritor desaparezca el personaje -o el fantasma- que acabó por suplantarlo en vida, por chuparle la propia sangre de su vida. Eso es obvio -y a las veces también inútil, o incluso inútil- porque algunos personajes literarios cuentan con la fuerza bastante que les lleva a reaparecer y reproducirse en un segundo o en un tercer autor. Pero de vez en cuando, digo, también se nos muere un personaje literario al revés: un títere o un pobre cristobita huérfano de toda trascendencia y fama y devorado por el hombre que le dio sostén pero le negó el soporte de la fábula. Hemingway sería un oportuno ejemplo que, sin embargo, queda invalidado por su evidente éxito como autor. Repárese en que los personajes literarios que se nos mueren arropados por la timidez y el silencio no dispusieron jamás de esas suculentas ocasiones; quiero decir que nunca salió a la luz su novela madre.Pudiera sospecharse de la viabilidad esencial del personaje (literario, por supuesto) que se hurta a la herramienta literaria, pero eso no sería sino un aspecto más de la eterna discusión que anima a los filósofos del conocimiento y a los profesores de estética acerca de las relaciones existentes entre la obra de arte y quien la contempla. Los ingleses lo han expresado con una frase coloquial: beauty is in the eye of beholder. Pero si la belleza literaria está en la mente del lector, ¿qué decir de esos personajes que nunca pudieron ser leídos y, en consecuencia, recreados en la mente de nadie? ¿Tienen que ser condenados al cielo platónico en el que se apelotonan, con dolorosa seguridad, todos los personajes posibles en tanto que imaginables?

Alguna vez el personaje literario desaparece rizando su complejo rizo y nos sorprende con una dramática y heridora mueca final. En Barcelona acaba de morir un viejo anarquista, un hombre que vivió una vida llena de episodios que hubieran sido capaces de asignarle, sin rubor alguno, el papel de brillante y sólido héroe literario. Al revolver sus cajones y sus estanterías aparecieron los originales de los 100 libros que acertó a escribir, pero que nunca jamás se publicaron. El círculo de la paradoja queda así férreamente cerrado y metafísicamente sellado.

En pura teoría, la circunstancia de un personaje ideal en tanto que inédito alcanza lo mismo a los héroes jamás descritos en obra alguna como a los que luego fueron condenados a dormir bajo llave. La única diferencia que pudiera establecerse, la marca el posible desprecio a la voluntad del escritor vergonzante o el quiebro hecho al destino cruel. Un manuscrito siempre puede llegar a publicarse y el talante de la diferencia no debe ponerse en duda, al menos desde que conocemos la biografía de Kafka. Pero se me antoja un tanto artificial el sostener que la condición literaria de Gregorio Samsa, por ejemplo, aparece cuando el editor distribuye el libro. Gregorio Samsa es un personaje literario cuando despierta en su cama una mañana, después de un sueño intranquilo y convertido en un monstruoso insecto. Así lo quiso el autor, quien, según resulta tópico, también pidió que su obra inédita se destruyera.

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La existencia de un personaje literario es ciertamente ambigua y paradójica mientras no aparezcan los lectores capaces de ejercer el papel de notario. Pero tampoco resulta obvio el alcance de lo que se pide, porque ni basta un único lector para conceder categoría de existencia en tales términos al personaje, ni existe tampoco un número mínimo a partir del cual pueda ya hablarse de presencia literaria. Es fácil reconocer la dificultad de tales planteamientos; los matemáticos acabaron renunciando a pensar así las leyes de los números y se sacaron de la manga, quizá para disimular el trance dificil, el cálculo infinitesimal. Pero nada de eso nos ahorra ahora penalidades, porque la teoría del límite apenas puede aplicarse al fenómeno de las relaciones existentes entre el lector y la obra literaria.

Gracias a tales paradojas, puede reivindicarse el papel de autor maldito bajo la simple palabra de honor y sin necesidad de haber publicado ni una sola línea. En tiempos del general Franco Bahamonde fueron legión quienes aseguraban estar amordazados por la censura, pero la desaparición del general y de las suertes censorias todavía no han logrado, a lo que parece, que salgan a la pública luz esos prometidos y aherrojados talentos. Pero tampoco cabría negar sin más ni más el que hubieran podido morirse muchos personajes literarios en esos 40 años sin mayor noticia, y la sospecha de la duda permite la aparición de la picarersca.

En el Ateneo de Madrid, hace bien pocos años y, claro es, ya en democracia, los escritores inéditos exigieron una vocalía que los representase en la junta. Antes de escandalizarse, quizá conviniera recordar que la picaresca es, en si misma y sin lugar a dudas, una de las más sólidas y tradicionales esquinas literarias españolas.

© Camilo José Cela, 1984.

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