El redescubrimiento de 'Las meninas'
En cuanto me ha sido posible he hecho una visita reverente -y apasionada- a Las meninas, redescubiertas gracias a una impecable restauración. Tanto se había discutido la operación limpieza cuando ésta se iniciaba, que aún me cabía cierto temor al llegar, trémulo, hasta la sala de Ariadna, apenas abierto el museo y antes de que las riadas de foráneos, japoneses sobre todo, lo invadieran de extremo a extremo. Mi emoción ante el gran cuadro me ha dejado sin aliento durante unos instantes; y ha venido a mi mente la frase que le oí más de una vez en Barcelona, hace ya muchos años, a mi admirado amigo José Milicua -uno de los máximos conocedores de la pintura española del siglo XVll-: "Nos quedaremos deslumbrados el día en que pueda hacerse una buena restauración de Las meninas". Diríase, en efecto, que le hubiera sido retirada al lienzo una lámina opaca de cristal superpuesto; o que se le liberó de una inmensa y polvorienta tela de araña (a esa opacidad contribuía, en los últimos años, el desdichado revoco, en un feo color lacre, de la sala en que transitoriamente se hallaba instalado el cuadro). El efecto es, ahora -como en el caso de La Ronda, de Rembrandt, hace algún tiempo-, el de una "renovación de la mañana" dentro de la estancia holgada y recoleta del viejo alcázar donde Velázquez plantó su caballete -en una fecha tan memorable como la del descubrimiento de América o la de la invención de la imprenta- para pintar a Ia familia" (La familia fue el nombre primitivo de este cuadro, que durante mucho tiempo ornó el gabinete de trabajo de Felipe IV en el ancestral palacio de los Austrias).Siempre he amado apasionadamente la pintura, que quizá haya sido mi verdadera y frustrada vocación: una de las grandes frustraciones de mi vida. Pero en la contemplación de Las meninas se sobrepone al placer estético algo que, por encima de todo, me fascina desde mi punto de vista de historiador -la otra vocación, esta sí lograda, que ha presidido mi existencia-. Alguna vez escribí que, en la búsqueda de una historia íntegra -la que nos permita captar el mundo de ideales, de creencias, de pasiones, en que se manifestó el espíritu humano en una época y en un ámbito geográfico determinados- caben caminos muy diversos de los trazaclos para las ciencias llamadas exactas: por ejemplo, aquellos que brinda el mensaje vivo de las creaciones culturales -arte, literatura, rnúsica- llegando a nosotros desde el fondo remoto de los siglos, y que nos pone en contacto, a través de una misteriosa emoción estética compartida por encima del tiempo, con la vertiente inefable, pero absolutamente real, de otros hombres y de otras épocas. En el caso de Las meninas el hecho resulta más evidente aún, porque cabría decir que Velázquez ha sido capaz de fijar, dejando vivas sus resonancias hasta el fin de los siglos, un momento concreto en un ámbito excepcional. Ya dijo Justi, comentando esta cumbre de la pintura universal, que es "corno un espejo mágico que devora los siglos, un telescopio para ver lo remoto en el tiempo, y nos descubre la vida de los habitantes del viejo palacio de manera espectral...". Y añadió, con acierto, que en el cuadro de Velázquez "el ideal del historiador toma cuerpo curiosamente...".
Todo el encanto de un lejanísimo ayer, irremisiblemente ido, reverdece aquí, como en una recuperación milagrosa del pasado. ¿Dónde radica esa sugestión extraña que nos induce a penetrar en el salón palatino, o a alcanzar la escalera que se vislumbra en el rectángulo fuertemente iluminado de la puerta del fondo? Sabemos -se ha repetido como un tópico- que Velázquez es el único artista que acertó apintar la atmósfera.
La sensación de aire dentro del lienzo es ya una incitación a respirarlo, escapando al amontonamiento de cuerpos y de rumores en que nos hallamos fundidos, entre los visitantes del museo. Pero hay más; hay, sobre todo, ese cruce de puntos de mira ideado por Velázquez: los lindos ojos de la infanta, que nos sitúan, desazonándonos, en el lugar exacto que ocupan sus padres, reflejados en el espejo del fondo; como invitándonos a cruzar la estancia para comprobar que las imágenes captadas por el turbio azogue no son las nuestras; a llegar hasta el muro frontero para retornar luego, respetuosamente, e inclinarnos, tras la princesita y sus meninas, ante los monarcas que, sin duda, deben de estar ahí, donde nosotros estábamos.
Los grandes, artistas de la escuela de Madrid -los discípulos de Velázquez- nos legaron, con el trasunto exacto de los Austrias españoles en su fase crepuscular, una maravillosa reconstrucción de su mundo, o de su circunstancia ambiental. Varias veces he sentido análoga emoción a la que ahora se me renueva ante Las meninas restauradas: por ejemplo, contemplando el maravilloso retrato de Carlos II con el hábito del toisón, pintado por Carreño -de la colección Harrach, de Viena, y que se expuso en el Prado hace pocos años-; y en el museo de Munich, ante la imagen de la Reina Viuda, Mariana de Austria, obra de Claudio Coello. En uno y otro cuadro, las augustas figuras resultan inseparables de su entorno. También en el retrato de Carlos II -como en el que guarda el museo del Prado, pintado éste cuando el enfermizo monarca superaba dificilmente su delicada adolescencia- hay un juego de espejos: nos hallamos en uno de los salones más ricos del alcázar; más rico por la acumulación de obras de arte que por los materiales de su propia arquitectura. También aquí experimentamos una sensación mágica, un extraño deseo de penetrar en la atmósfera, enrarecida y sombría, de la sala que se refleja en las lunas enmarcadas por espléndidas águilas de bronce dorado. En el retrato de doña Marlana -como en otros de esta misma reina: el que Velázquez le pintó, poco después de sus bódas; el de Carreño, ya con tocas de viuda,también en la colección Harrach- el punto de referencia es un reloj: la obsesión del tiempo parece un testimonio de cuanto hay de relativo en las grandezas de la vida terrena; un símbolo de la pugna contra lo irremediable (doña Mariana, por la época en que Claudio Coello hizo su soberbio retrato de Munich, padecía ya el cáncer de pecho que acabaría con ella; el pudor hizo que ocultara su existencia hasta las mismas visperas de su muerte).
Si la misión del historiador no es una toma de posiciones, sino una toma de contacto con el pasado, la galería iconográfica de la escuela madrileña, pero sobre todo la obra maestra de Velázquez, puede resultar más valiosa que un archivo. Todo cuanto significó aquel crepúsculo dinástico, enmarcado en una pompa llena de dignidad -pero sin el pagano endiosamiento de Versalles: he ahí la Adoración del Santísimo Sacramento, otra cumbre de la pintura cortesana de nuestro siglo XVII, pintada también por Claudio Coello para El Escorial-, se nos aparece en estos cuadros, atenido siempre a la relatividad de lo temporal frente a lo eterno -realidad y reflejo, vida y sueño, como en el teatro de Calderón o en el desconcertante cambio de perspectivas de Las meninas- Esa luz -ahora más nítida, más real- que baña la figura gentil de la infanta Margarita ¿fue, para los que la percibieron en su día, trasunto de una mañana radiante o esplendor inmediato del crepúsculo? ¿Era nuncio del final de un gran día, o comienzo prometedor para la trayectoria vital de la propia infanta, resplandeciente como una joya en el centro del iricomparable cuadro? Todavía, en la esperanza, cabría la pregunta para los menguados epígonos del gran César vencedor en Mühlberg. Esa infinita melancolía de lo que pudo ser y no fue, de la ceniza que no alumbrará ya el fuego, es, sin duda, uno de los encantos inefables que Las meninas encierra para el espectador, situado en el escepticismo y el dolor de una perspectiva ancestral, al cabo de un largo tramo histórico irreversible.
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