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Militarismo y política

Las actitudes militaristas según el autor de este traba o, se pueden dividir en tres: la que alienta la intervención de los militares en la política, la que defiende la autonomía de la institución militar frente al poder civil y la que considera al ejército como la reserva moral del país. Ante este panorama, la solución habrá que buscarla, en su opinión, por otro camino: despolitizando al ejército y politizando a los militares como ciudadanos.

Cuando Karl Liebknecht, en los primeros años del siglo, incitaba a los jóvenes alemanes a combatir el "Moloch del militarismo" hasta la última gota de su sangre, parecía intuir la inutilidad de su esfuerzo. A la caída del imperio, la república que le sustituye aplasta la revolución con los cuerpos francos mandados por oficiales del ejército, y éste, a partir de entonces, ejerce una presión constante sobre el poder civil. La muerte de Liebknecht, en 1919, simboliza así no sólo el triunfo de la contrarrevolución en Alemania, sino el inicio de la corriente de militarismo que va a extenderse por el mundo después de la primera guerra mundial. Consolidada la democracia, después de 1945, en los países desarrollados de Occidente, el militarismo persiste, sin embargo, desprendido de sus connotaciories bélicas e imperialistas, en las actitudes de ciertos estratos de la sociedad y de no pocos miembros de las fuerzas armadas.Estas actitudes pueden resumirse en tres: la que alienta la intervención de los militares en la política, la que defiende la autonomía de la institución militar respecto al poder civil y la que considera al ejército como la reserva moral del país.

La primera de ellas comprende un amplio juego de presiones sobre el Estado, que van desde las declaraciones públicas hasta la acción armada directa. Y tiene tres orígenes básicos: la deformación ideológica de unos y la ambición personal de otros, por parte militar; y la instrumentalización de los militares con fines políticos partidistas, por parte civil. Este afán intervencionista no puede identificarse ni con los militares en general ni con el ejército como institución, pero no puede negarse en los propios protagonistas, por patriótico que sea el impulso que les lleva a actuar. Lo contrario sería traspasar la responsabilidad exclusiva de todo intento golpista a la trama civil, como si ésta fuese capaz de rebajar el papel de los actores decisivos al de meros instrumentos.

La segunda de estas actitudes defiende la autonomía militar respecto al poder civil. Se acepta -con reservas- la supremacía formal de éste, pero no se quiere depender de él. Esta concepción de Estado dentro del Estado es compartida por buen número de militares y forma parte, en cierto modo, del subconsciente colectivo.

Entre sus defensores están los militares más críticos en relación con el proceso político -en cuanto que lo asocian con el caos, la desorganización, los desórdenes públicos y la inseguridad ciudadana- y, en consecuencia, los más proclives a trasponer los modos y los valores de los ejércitos al resto de la sociedad.

La pretensión de autonomía sólo pueden sostenerla quienes creen que el poder no sale de las urnas, sino de los fusiles. Y mantener que la disciplina y la obediencia pueden integrar una sociedad es cerrar los ojos a. las realidades sociales de nuestro tiempo. Además, la contradicción es evidente: de una parte, se quiere una institución militar autónoma. y separada; de otra, se tiende a ejemplarizar, a poner orden, a militarizar en cierto modo la sociedad civil.

La última actitud del militarismo se expresa resaltando los valores morales de las fuerzas armadas frente a la desesperanza y el escepticismo de nuestra época. El espíritu de sacrificio, -la abnegación, el. compañerismo -todos para cada uno, cada uno para los demás- se confrontan con la actitud de insolidaridad y de egoísmo -cada cual para sí- hoy generalizada. De ahí a deducir que el ejército es también depositario de los valores permanentes -Dios, patria, familia, moral- sólo hay un paso. El amor a la patria, la defensa de su unidad, el rechazo a las fuerzas centrífugas, virtudes indudables del militar, aparecen entonces como patrimonio casi exclusivo de la institución. Este discurso, que transforma en tutela moral sobre el Estado la misión que las leyes confieren a las fuerzas armadas, encubre bajo el mito del apoliticismo la forma más sutil de intervención en la política.

Que el patriotismo no es una exclusiva de los militares lo demuestra, sin ir más lejos, la corta historia de la transición. Las Fuerzas Armadas españolas tuvieron, sin duda, el gesto de asumir, "en consideración a intereses nacionales de orden superior", la legalización del Partido Comunista de España y soportan todos los días con abnegación y disciplina los ataques del terrorismo. Pero patriotas fueron también los miembros de las Cortes al aprobar la ley para la Reforma Política, que conllevaba su propia extinción; y las fuerzas políticas, a través de sus representantes en la Comisión Constitucional, al renunciar a tantas reivindicaciones para llegar al consenso en favor de todos los españoles. La izquierda, en fin, contribuyó con su patriotismo a la reconciliación nacional al aceptar la bandera bicolor y la Monarquía y al defender en todo momento la democracia como la única forma de convivencia civilizada. De otra parte, el apoliticismo, tan reiteradamente proclamado, es un defecto, una carencia, si se da en el individuo, y ha sido un mito, al menos hasta ahora, a nivel institucional.

Cuando el Ejército se politiza

Respecto a la institución, la historia demuestra que la intervención de los militares en la política siempre provoca la politización, del ejército, cosa que se acepta para el militarismo liberal del siglo XIX o para el 25 de abril portugués, aunque se niega para el régimen surgido de la guerra civil. En un régimen democrático, por tanto, hay que despolitizar el estamento, es decir, eliminar su militarismo residual, su vocación de pronunciarse, de inmiscuirse en cuestiones políticas, y politizar a los milita res como hay que politizar a la entera sociedad civil. El hombre de la calle queda espantado e indefenso ante el lenguaje emocional del militar. El discurso que genera la voluntad -nuestra nueva legitimidad-. se llena-de receloante el discurso que genera la pasión. Hacer de ambos discursos uno solo -el de la voluntad como razón- es construir la verdadera unidad de la patria: una sola sociedad de hombre libres, más justa, tolerante, progresista y moderna, en la que la conciencia unitaria nazca de la solidaridad y no esté reñida con lo plural y diferente. Unir dos mundos tan dispares -la jerarquía y la disciplina frente a la libertad y la protesta- parece imposible.

Y sin embargo, esa única sociedad razonable ya está ahí, en las áspiraclones de la mayoría de la población, y sólo necesita para realizarse el salto desde la indiferencia y el egoísmo a la esperanza y la ilusión colectivas. Unas fuerzas armadas -que se sientan realmente parte de esa única sociedad pluralista -se integrarán por entero en el proceso de cambio y servirán de testimonio y ejemplo en la labor transformadora: retomarán sus viejos valores para contagiar al pueblo, en un discurso acorde con la voluntad general, su fe renovada en el futuro y su entusiasmo. Ése será el final del pleito histórico y del mutuo recelo entre militares y civiles.

Anselmo Santos es licenciado en Ciencias Políticas y capitán de Artillería.

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