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Tribuna:Prosas testamentarias
Tribuna
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Carta a un idóneo

Recién nombrado profesor de Basilea, el joven Nietzsche escribió a su más fraternal amigo una tarjeta postal, que decía así: "Desde ayer, el llamado Onos (en griego, asno; era el apodo de Nietzsche en Pforta, la escuela donde estudió) ha ingresado en el sacro estamento del profesorado. ¡Vivan la libre Suiza, la música de Wagner y nuestra amistad!". Es bien seguro que usted, mi estimado idóneo, no habrá enviado a nadie una misiva redactada en términos semejantes; están lejos los tiempos, ay, en que el acceso a la docencia universitaria podía ser celebrado con tan exultante estado de ánimo. Pero también lo es que el reconocimiento oficial de su idoneidad para enseñar en la Universidad, y el poder hacerlo sin sobresalto hasta la hora de la jubilación alguna alegría habrá traído a su alma y algo en ella será comparable al sentimiento que el bigotudo germano tan ardorosamente declaró. Pues bien, de ese algo quiero hablarle en la carta abierta que le dirijo.Tan bien como yo sabe usted que nuestra Universidad dista mucho de ser lo que debe y puede ser. La historia es harto conocida. La guerra civil y sus secuelas infligieron un terrible tajo a nuestra enseñanza superior, y hasta parecieron amenazar de muerte, la progresiva mejora que desde los últimos años del siglo XIX en ella venía produciéndose. No fue así. Contra viento y marea -aislamiento de España, merma de la libertad intelectual, estrecho doctrinarismo de ciertos universitarios, escasez de recursos materiales-, la obra conjunta de algunos de los docentes que aquí siguieron y de varios jóvenes dispuestos a trabajar en serio permitía, hacia 1960, esperar que, una vez desaparecidos de nuestro país los obstáculos tradicionales del franquismo, un par de decenios más tarde podría lograr claro nivel europeo, repetiré la tópica expresión, nuestra deficiente vida universitaria. Los hechos, sin embargo, no correspondieron a las esperanzas. Por un lado, la inconmovible pervivencia de tales obstáculos; bien elocuentemente la hicieron ver las expulsiones de 1965. Por otro, la masificación del alumnado, tan rápida entre 1960 y 1970. Para bien, en cuanto que expresaba un notable ascenso en el nivel de vida de amplias zonas de la población; para mal, porque nuestra Universidad no podía afrontarla con buen éxito, la masificación se produjo, con las perturbadoras consecuencias que la reciente idoneidad de ustedes puede empezar,a corregir. Que sea así o que así no sea depende en buena medida de lo que a partir de ahora hagamos todos los docentes, desde los que dentro de poco se apunten como profesores eméritos hasta los que, como ustedes, oficial y definitivamente acaban de ingresar en el sacro estamento del profesorado.

Sabido y archisabido es que la misión del docente universitario comprende tres básicas actividades: enseñar, investigar y formar. A partir del próximo octubre ellas van a ser, mucho más gravemente que hasta ahora, el cotidiano deber de ustedes. Y aquí entra mi personal reflexión. La alegría de que antes le hablé procede, en primer término, del público reconocimiento. de su derecho a ejercitarlas. Derecho, gran palabra. Pero, ¿puede ser lícita la posesión de un derecho a sin la correspondiente obligación de un deber de? No es preciso ser Kant para dar una respuesta negativa. Menos aún en el caso,de aquellos en quienes el deber consiste, incluso profesionalmente, en inventarse deberes.

Enseñar: comunicar a otro y convivir con otro algo de lo que se sabe. Convivir, sí; sentir que a uno se le alegran las pajarillas en el curso de una lección o de un seminario cuando en los ojos de los que le escuchan ve brillar, súbita, la chispita que en la mirada del hombre pone siempre el descubrimiento y la posesión de una verdad antes no conocida. ¡Quien no procure suscitar esta experiericia y no sepa íntimamente degustarla, ese será un ganapán de la enseñanza, no un verdadero aspirante a maestro. En Gazpacho andaluz, delicioso sainetillo de Arniches, dice a la protagonista su profesor de guitarra, al oírse llamar maestro: "Maestro, no, niña; profesó. Entérate bien: el maestro, enseña; el profesó, incurca". No, amigo guitarrista, no. En lo que tiene de maestro, el docente enseña a conocer y poseer nuevas verdades; en lo que de profesor tiene, inculca en la mente del alumno las verdades que le ha hecho descubrir. Al Sócrates barbián se le encandila el sentido cuando en la palestra le presentan al joven Cármides, ocasional guapetón de la muchachada ateniense; pero el Sócrates que real y definitivamente vale, el entero y verdadero, el que todavía sigue suscitando admiración y comentario es el que ante Fedro, ante Teeteto y ante Alcibíades y Erixímaco vive e irradia la experiencia de comunicarles y convivir con ellos la perplejidad intelectual o la verdad que ha descubierto.

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Para lo cual, cuidado, no hace falta ser Sócrates; basta con saber más que aquel a quien se enseña, saber bien lo que se sabe y saber decirlo de modo que los oyentes -tal es mi fórmulapuedan entenderlo poniendo a su inteligencia de puntillas. La virtud, por esta vez, en el centro: ni elevar tanto el nivel de lo que se dice, que ni con esfuerzo pueda el oyente entenderlo, ni dar a éste la impresión de ser cosa obvia por él oída. Moverse entre estos dos escollos y hacerlo con claridad y corrección será siempre la regla de oro del enseñante. Todo lo demás -elegancia en la expresión, arte para despertar la intriga o el suspense, etcéteraes puro aderezo, cosa accesoria. "Quien no sea capaz de hablar a los bancos, que no se meta a profesor", decía un teatral universitario aragonés. Se quedaba corto: quien no sea capaz de que se le abran los ojos a los bancos debería haber dicho. A los bancos de las aulas, claro está, no a los bancos de los banqueros, que éstos tienen los ojos bien abiertos sin necesidad de profesor.

Investigar: incrementar lo que se sabe con una verdad nueva, por mínima que sea. Docenas de veces he repetido yo la tipología de la difusión social del saber que estableció Schleiermacher: "Tres niveles, la escuela, la universidad y la academia. La escuela enseña y no investiga; la universidad ensena e investiga; la academia no enseña ni investiga, pero reúne a los investigadores para que éstos se comuniquen entre sí sus hallazgos y sus ideas". Ideal hermoso y para algunos -los españoles entre ellos- más bien remoto; pero en ningún caso inalcanzable.

Nadie diga, por favor, que con los medios de que dispone no puede investigar, o que, para lo poco que él puede hacer no vale la pena intentarlo. Los medios que nuestra Universidad ofrece al aspirante a investigador son escasos, y oportuna e importunamente hay que pedir su progresivo incremento. Muy cierto. Pero algo o mucho es posible hacer con esos medios si de veras se quiere utilizarlos. Con ellos y con los requisitos que subjetivarnente exige la investigación -cierto talento, información acerca de lo que sobre el tema se sabe, hábito de moverse en la frontera entre lo que ya se sabe y lo que aún no se conoce; voluntad de hacer algo dentro de lo todavía no conocido- bastará para movilizar con fruto los recursos de que objetivamente se dispone. Lea usted en Recuerdos de mi vida, de Cajal, la historia de Victorino, modesto profesor que nuestro gran sabio conoció en una cafeteril tertulia barcelonesa y supo conducir hacia la senda de la investigación.

Matizaré mi exigencia. Para ser un buen docente universitario basta con saber moverse -sin mengua, por supuesto, de enseñar correctamente lo elemental- en esa sugestiva frontera a que acabo de referirme. Ilustraré mi tesis con un ejemplo. Como estudiante de química, fui yo alumno de un matemático cuyo nombre no pasará a las historias de la ciencia. En cambio, procuraba enterarse de lo que entonces estaban haciendo los pioneros de la física, y doy fe de no haber conocido profesor más meritorio y eficaz. ¿Qué idóneo -qué verdadero idóneo- no será capaz de hacer otro tanto?

Tercera de las actividades básicas del docente universitario: formar, colaborar desde su parcela a que de la Universidad salgan mentes y conductas lúcidamente instaladas en el nivel de su tiempo. Grave y compleja tarea; tan grave y compleja, que me conformo con brindarla a la meditación de cuantos universitarios quieran tomar en serio su oficio.

¿Qué es todo esto? ¿Pura música celestial? ¿Moralina académica para uso de profesores jubilados o para tema de discusión en coloquios retóricos? Pobre Universidad española si son éstos los juicios que entre ustedes prevalecen. Formulados o no como yo lo he hecho, esos tres deberes han sido el nervio ético de la univeridad mejor: la alemana, la francesa y la inglesa del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX; la española, lo mejor de la española, entre 1880 y 1930. Si entre el actual reconocimiento de la idoneidad de ustedes y el orto del siglo XXI no logramos entre todos que de nuevo sea así, si no somos capaces de vivir universitariamente inventándonos deberes, la gran consigna ética del mejor Ortega y el mejor Marañón, mucho me temo que la Universidad puede en ser repetitorio de saberes consabidos y expendeduría de títulos profesionales. Ánimo, compañero idóneo. De ustedes y de nosotros depende que no sea así.

Nota. Después de haber escrito mi artículo precedente -Idóneos y jubilados- he leído que un decreto del Ministerio de Educación y Ciencia crea la situación de profesor emérito y autoriza la posible contratación de los que deseen serlo. En nombre de los jubilados, gracias.

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