Llopart, palabras, medallas y silencio
El conserje del Parque Nacional del Teide, en Tenerife, tenía un presentimiento, pero no quería revelarlo, sobre el destino de Llopart en los Juegos Olímpicos; lo veía desde la mañana recorriendo el asfalto para respirar, con los codos alzados, como un pato del Támesis, el aire más alto de España, y después lo escuchaba regresar, sin estruendo, al lugar del reposo. Lo miraba mientras pedía un cubalibre en la barra del bar y lo vislumbraba cuando se alejaba, veloz, hacia el teléfono, a cumplir la media hora cotidiana que el atleta concede a la expansión libre del sentimiento. A la misma hora, cada día, como un autómata animado saltaba Llopart de su asiento en el comedor o de su lugar de televidente; nadie había escuchado el timbre y era probable, incluso, que no hubiera sonado el teléfono, pero él poseía el sexto sentido de los solitarios y acudía con sus codos de pato salvaje a acodarse sobre la mesa de la recepción y a recibir con risas las buenas nuevas que le llegaban en catalán.Los turistas cultos en la historia actual del atletismo se interesaban por él, y él les contaba en algunos idiomas que conoce largas historias sobre las condiciones de su entrenamiento; fabricaba una especie de estrategia elegante y nunca hablaba mal de sus colegas; sí de la administración del deporte, que mantiene a los atletas con subvenciones de miseria y en condiciones que garantizan su pobreza económica cuando ya resulten inservibles para correr, levantar pesas o luchar con sus prójimos del mundo. Él mismo, decía, ha perdido todas las posibilidades de escalar escalafones en su viejo trabajo de administrativo municipal, y se hallará, cuando termine de correr, con medallas o sin ellas, en el sitio que abandonó, ni un peldaño más.
Es un hombre flaco y locuaz que debe hablar consigo mismo mientras corre, pero que cuando se halla en sociedad habla, como un torrente, con los que le rodean, como hace el mimo Marcel Marceau cuando sale del escenario: los que han de andar mudos son incontenibles fuera del teatro de su trabajo principal. Y así, si se le veía con una cerveza entre las manos, explicaba el atleta las diversas teorías descubiertas por los alemanes para difundir mejor ese alcohol rubio, y si se le descubría ante sus cinco albaricoques diarios era capaz de subrayar de modo interminable las virtudes que fruta de tal naturaleza tiene a la hora de embadurnar de velocidad los músculos de los atletas de su condición.
En la falda del Teide, antes y después de sus 45 kilómetros solitarios, Llopart parecía Kim de la India, amigo de todo el mundo, como un ser seráfico que después del esfuerzo se distendía entre las violetas de Las Cañadas, oliendo la retama y hablando, hablando, hablando, salvando Qon la palabra la tremenda soledad del corredor que sabe que su propia carrera le dejará atrás, cargado de medallas y de silencio. El conserje del Teide le verá llegar como si lo hubiera soñado.
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