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Incierto futuro del industrial jerezano

Ruiz-Mateos: "La cárcel me ha enseñado mucha humanidad"

ENVIADO ESPECIALPor primera vez, el ex todopoderoso Ruiz-Mateos reconoció ayer, con inusual humildad, que había cometido algunos errores y que había aprendido mucho en la cárcel, "sobre todo humanidad, mucha humanidad". Sigue siendo combativo, pero más cauteloso y desconfiado que antes. A veces, cuando se victimiza, parece un pájaro enjaulado y herido en un ala. Duro e infatigable para comprar y vender empresas, pero frágil para andar solo por la vida -acostumbrado durante 20 años a vivir en algodones y durante tres meses a sobrevivir entre espinas-, el ex preso-presidente había recuperado ayer parte de su buen humor y, como andaluz de postín, volvió a manejar los piropos mejor que los balances.

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Relajado en un sillón de la lujosa suite, cerrando nerviosamente las pestañas, pero con la mirada perdida en el horizonte del viejo Francfort, reconstruido piedra a piedra desde la nada, Ruiz-Mateos hizo memoria sobre sus experiencias de cárcel. Como buen vendedor, trata de ser convincente. Pero ahora destila un sentimiento nuevo, desconocido, de modestia. La cárcel parece haberle ablandado ciertas actitudes y ha revolucionado su perspectiva ante grupos sociales marginados que nunca habla conocido de cerca con anterioridad a su cautiverio en la prisión más dura de la República Federal de Alemania. Habla a chorros, sin parar, como si hubiera estado cargando sus pilas durante, 90 días y 90 noches, y más parece ahora un misionero que un comerciante.

He aquí sus primeras declaraciones a tumba abierta, aún con ojeras, al día siguiente de su liberación:

'¡Qué inteligente es usted!', me decía un preso colombiano listísimo de la octava galería, 'por haber preparado todo este montaje de la cárcel, ya que cuando usted salga de aquí habrá tenido un respaldó de la justicia alemana para rehabilitarle internacionalmente'. Algunos compañeros que no podían creer al principio que yo fuera Ruiz-Mateos llegaron a pensar que me dejé detener a propósito como parte de un montaje. Con el paso del tiempo, cuando compartieron mis sufrimientos y mi desesperación, se dieron cuenta de que, yo era víctima de una persecución muy especial".

"¿Por qué me detuvieron tan fácilmente en Francfurt? Yo vine aquí muy confiado, como había hecho sin problemas otras dos veces. Me dijeron que podía viajar por todo el mundo, y yo tenía que salir de Londres antes del 4 de marzo de este año, fecha en que caducaba mi permiso de residencia, concedido sólo por un año. Para pedir nueva residencia en el Reino Unido tenía que salir del país. Así pues, me fui a Jamaica. ¿Por qué? Se trata de una ex colonia británica, sin convenio de extradición con España y con vuelo directo a Londres, y desde allí pensaba pedir el permiso que necesitaba para seguir viviendo en mi casa de Londres. En Jamaica recibí la visita de mis mejores amigos. Por cierto, debo decirle que yo nunca he habitado en el hotel Sutton Place de Kingston, como publicaron algunos medios de información, sino en otro hotel y de otra ciudad, en Port Royal. Pero si tuviera que dedicarme a desmentir ahora la campaña ininterrumpida de calumnias vertidas contra mí en este último año, y medio, no me quedaría tiempo para trabajar".

"Viajé, como le decía, a Florida y a Nueva York. A mí me encanta. Estados Unidos, y me hubiera gustado instalarme allí, pero mi familia prefiere Europa. No recuerdo muy bien las fechas de aquellos viajes. Se ve que la cárcel te rompe la memoria, y me pasan cosas extrañas"

"A veces, cuando los carceleros echaban el cerrojo tan hermético de la gruesa puerta de hierro de mi celda, con un ruido infernal, un golpe metálico, fuerte, seco y espantoso, como de una caja fuerte, me quedaba comprimido en aquel nicho y temía perder la noción de las cosas".

"¡Qué curiosa es nuestra mente y qué capacidad tiene para defenderse del sufrimiento más atroz! Un día vino a interrogarme un funcionario, creo que de emigración, para cumplimentar unos papeles relativos a mi petición de asilo político en Alemania. Me preguntó mi domicilio, y cuando fui a responder había olvidado el nombre de mi calle en Madrid. Alondra, calle d e la Alondra. Ahora sí, pero en aquel momento no pude recordarlo. Le dije que tenía 13 hijos, y enumeré los nombres de todos, menos de uno. Tenía su imagen clavada en mi mente, como si lo estuviera viendo, pero no recordaba su nombre. Aquel funcionario pensaría: ¿Qué clase de padre es éste, que no recuerda ni siquiera el nombre de uno de sus hijos?'. El encierro en aquel nicho, tantas horas seguidas, algunas veces más de 23 horas sin salir al patio, te destroza la memoria".

"Lo he pasado muy mal, sobre todo por la sorpresa y porque no acababa de comprender por qué me encontraba yo allí dentro, en condiciones tan duras, cuando tantos otros colegas míos que han hecho lo mismo que yo no sufren persecución alguna".

"Como le decía, cuando llegue a Francfort (el pasado 25 de abril) pasé la aduana sin problemas con mi pasaporte español e inmediatamente unos policías me pidieron que les acompañara. Había entre ellos un policía que trataba de hablarme chapurreando el español con acento alemán. Cuando encontraron mi pasaporte diplomático panameño -que me había entregado un, amigo en Londres y que no he usado-, aquel policía exclamó, en perfecto español: '¡Esto ya es otra cosa!'".

"Debo decir que, efectivamente, llevaba una pistola en mi maleta, pero acompañada de su correspondiente permiso de la Guardia Civil. El jefe de seguridad de Rumasa me aconsejó que viajara ,siempre con ella, como hacen muchos empresarios en todo el mundo por temor a un secuestro. Yo no sé disparar, y si hubiera tenido que usarla alguna vez, habría hecho el mayor ridículo de mi vida".

"Hacia las diez de la mañana de aquel 25 de abril me llevaron desde el aeropuerto a una celda común de una comisaría de Francfort, donde había seis o siete jóvenes muy nerviosos y descompuestos, con aspecto de haber tenido problemas con drogas. Me hicieron las típicas fotos de perfil y de frente y me tomaron cientos de huellas, todo ello muy técnico y organizado. Por la tarde, después de identificarme ante un juez, me trasladaron en un coche celular a la prisión".

"Yo iba sorprendido y desorientado. Pensaba que era cosa de pocos días, pero la realidad me fue golpeando cada vez más fuerte, y la imaginación me creaba fantasmas a medida que se prolongaba el encierro en aquel nicho. Lo peor era la claustrofobia, la desesperanza, y al fin te hundías, te derrumbabas en la depresión. Horas y horas tumbado en aquel camastro, y otra vez a empezar. Los compañeros ayudan mucho en esos momentos de hundimiento psicológico. Unas veces me animaban ellos a mí y otras lo hacía yo con ellos".

"¿Mi primer día de cárcel?. ¡Qué sorpresa me llevé! Al descender del furgón celular me recibieron dos gigantes, dos guardias alemanes enormes, y me ordenaron en alemán y a gritos que me desnudara completamente. Como yo no entendía ni una palabra, me gritaban cada vez más, como si yo fuera sordo o tonto. Al fin, con señas y medio en inglés, me dijeron algo que sonaba a strip tease. Te despojan de todo: ropas, dinero, etcétera".

"Me dieron un petate con una manta y un uniforme gris y otro azul. Les obedecía por intuición, ya que no entendí ni uno solo de sus gritos en alemán. Hablaban en alemán a presos de 40 nacionalidades. Aquella noche dormí solo. Al segundo día me hicieron el reconocimiento médico, me pusieron no sé cuántas vacunas ni de qué clase y me enviaron a la planta tercera. Los reclusos teníamos derecho a celdas individuales, si las había libres, pero aquella noche me encerraron en una doble con un preso iraní acusado de trafico de drogas, de quien me dijeron que había intentado suicidarse y que no convenía que estuviera solo".

"El iraní no sólo hablaba bastante bien español, sino que había vivido en España y conocía toda la historia de Rumasa. No podía creer que yo fuera el mismo Ruiz-Mateos que él veía en los periódicos y revistas. 'No es posible que yo esté en la misma celda que Ruiz-Mateos', decía continuamente. Es un hombre muy agradable, y cuando al día siguiente me cambiaron a otra celda de la quinta galería, el iraní intentó convencer al guardia para que me dejara con él".

"Al tercer día, la quinta planta, llena de italianos, españoles y latinoamericanos, ya era otra cosa. Me sentí como en familia durante la hora de paseo, en contraste con la soledad tremenda de la celda sin luz ni ventana. En la quinta estaban al día en todo lo de Rumasa y me daban consejos sobre lo que debía hacer. Todos estaban conmigo en que aquello que hicieron con Rumasa fue un crimen".

"Nunca sabíamos a qué hora podíamos salir de paseo. Cada día variaba. Nos avisaban por los altavoces. En la quinta galería había un español de mi edad, de unos 50 años, muy listo y que se llama José Luis, con el que conversaba muy a gusto, porque tenía un gran sentido común. Veíamos el patio al aire libre sólo dos horas por semana, si no llovía. La hora libre la pasábamos en un patio interior cubierto, donde apenas entraba la luz del día. Pasé un mes encerrado en la quinta galería, y de allí me trasladaron, ya como veterano, a la octava planta, donde había un pequeño taller. Había también dos salitas para lectura y para juegos y una biblioteca. Te daban tres libros por semana, pero casi nunca los que pedías. Me llegaron de fuera tres libros de humor, de Vizcaíno Casas, de Roberto Rodríguez y de Álvaro de Laiglesia, pero he de reconocer que yo no tenía muchas ganas de reír allí dentro. He leído muchas novelas de todo tipo, así como revistas y periódicos atrasados. En Rumasa sólo leía balances e informes técnicos. Aquí también leía, naturalmente, el Nuevo Testamento, y ello me reconfortaba. Me aconsejaron que leyera el Libro de Job, pero allí no tenían la Biblia en español. También he leído Human scale, sobre los riesgos de las grandes organizaciones".

"Yo tenía unos 300 marcos en el bolsillo al ser detenido, y me los abonaron en mi cuenta de la cárcel. Podía comprar comida por valor de 75 marcos a la semana, como límite máximo. En el supermercado compraba galletas, chorizo -es decir, salchichas alemanas-, queso, yogur, mermelada y tabaco. ¿Fumar? No, yo no fumo. Era para los compañeros fumadores que no tenían ni un duro".

"En realidad, la comida de la galería la compartíamos entre los 80 presos de aquella pequeña comunidad. Uno de Nepal sólo quería naranjas. Lo compartíamos todo, y nuestras relaciones, quizá por la dureza del aislamiento, eran muy estrechas y solidarias, Lo mejor de la octava galería era el taller de mecánica. Hablé con el director de la cárcel y le rogué que me dejara trabajar con los veteranos. Fue un desahogo extraordinario, porque pasaba siete horas en aquel pequeño taller remachando unos clavos especiales para una fábrica".

"Te pagan a destajo, pero es una miseria. Algunos trabajaban incluso durante la hora de paseo, para poder enviar algunos marcos a sus familias, en países lejanos. Era terrible y lastimoso verles remachar aquellos clavos con tal destreza por tan poco dinero. El que más cobraba era un experto. Ganaba unos 200 marcos al mes, y enviaba la mitad (unas 5.000 pesetas) a su familia en Colombia".

"Al principio yo hacía bastante el ridículo con mis martillazos. Tenía los dedos llenos de heridas y esparadrapos, pero luego fui cogiendo cierta maestría. Por cada cesta qué llenabas con 3.500 clavos te daban un papelito de abono en tu cuenta por cinco marcos, unas 250 pesetas. La cárcel funciona al milímetro y al minuto, como una empresa perfecta, como un reloj. Todo era disciplina y orden. No falla nada de lo que sea rutinario. Lo demás, todo lo que salga de la rutina, está terminantemente prohibido. Los compañeros que trabajaban por necesidad hacían bromas con mi exiguo salario. Allí se podía hablar y había compañerismo. El policía jefe del taller era además muy querido por todos".

"Al comenzar el tercer mes de encierro me nombraron pinche de la octava galería, cargo que compartía con otros cuatro presos alemanes, y era algo así como obrero de la casa para tareas de limpieza y reparto de agua y comida por las celdas. Me llevé una gran alegría con este nombramiento, porque después de un mes de aislamiento total y otro mes de siete horas de taller, como pinche de limpieza podía pasar todo el día fuera de mi celda, de 6.30 horas a 16.30, barriendo y fregando los pasillos. Limpiar la cárcel fue una liberación. Incluso he desarrollado estos músculos del brazo más fuertes que antes, de tanto mover la fregona. Servía agua caliente tres veces al día, y fui amonestado y regañado varias veces por los guardias debido a mi falta de destreza. Hasta lo más simple exige, desde luego, cierto entrenamiento. Pero al poco tiempo aprendí a verter el agua en los cazos".

"Cuando iba repartiendo la comida y veía abrir y cerrar las puertas de hierro de cada celda, con aquellos jóvenes encerrados y destrozados por el aislamiento, se me partía el alma. El cerrojo de las puertas tiene un sonido de pesadilla. Y quedabas dentro de aquella caja fuerte de ocho metros, caminando sin cesar como los animales del zoológico. Allí dentro daba yo 80 pasos por minuto, 500 pasos cada hora, 2.500 pasos durante las tres horas que solía pasear en mi celda. Cada vez que cambiaba de celda tenía que limpiar también las paredes, llenas de pornografía".

"He repartido muchas estampas que me enviaban de España gentes desconocidas. Los presos colocaban las estampas de la Virgen en el mejor sitio de la pared, siempre en lugar preferente, aunque rodeada, a cierta distancia, de innumerables fotos pornográficas. Mi altarcillo estaba compuesto por una estampa de la Virgen del Perpetuo Socorro, patrona de Rumasa, que me envió mi hermano Alfonso, un recorte de periódico con una foto de mi familia durante la boda de mi hija Socorro en Londres, otra estampa del Corazón de Jesús (que lleva la frase escrita: 'Amigo que nunca falla') y una imagen de Cristo en la cruz".

"Yo les repartía las estampas de la Virgen diciéndoles que ella era la mejor abogada que podían tener para sus pleitos. Al final he llenado la cárcel de máxima seguridad de Francfort de estampas de la Virgen de la Macarena, de las Angustias, de la Victoria, de María Auxiliadora... Ellos, aunque fueran descreídos -muchos sólo iban a misa el domingo para poder tener un rato libre y hablar con los demás-, me agradecían el detalle y colocaban la estampa en sus paredes. Incluso uno de ellos se la prendió en el uniforme con un imperdible".

"Los compañeros nunca me han presionado en nada y en ningún sentido. El trato fue siempre excelente, y he descubierto entre ellos la bondad, la fortaleza y otras virtudes enormes de la humanidad. Uno había pasado 20 años en una cárcel de Colombia por razones políticas, y aquí entró por llevar un sobre de droga. Yo le decía: 'Si tú negociaras todos tus sufrimientos con Dios, serías un santo'. Allí he descubierto valores extraordinarios, el pater Renato, un jesuita mexicano buenísimo, me ayudó mucho, aunque acudía cuando podía".

"La fe es lo único que me ha salvado de caer en la depresión y derrumbarme del todo. Los compañeros también me ayudaron a sobrevivir. Formábamos una familia, y les he tomado cariño. Cuando sacaban a alguno de los nuestros de la octava galería y lo trasladaban a otra prisión lo sentíamos de verdad. Nos daba pena y nostalgia, porque vivíamos muy intensamente unidos. En la cárcel he aprendido, desde luego, mucha, muchísima humanidad".

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