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Tribuna
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Albricias filosóficas

Estamos de enhorabuena: las noticias que nos llegan del ombligo del país no pueden ser más envanecedoras y exaltantes. Madrid no sería tan sólo el núcleo irradiante de la posmodernidad, tras desbancar así a metrópolis tan encumbradas como Nueva York o París, sino también -agárrese aquí el lector y abróchese el cinturón de seguridad como al cruzar en avión una zona de turbulencias- una de las luminarias del pensamiento filosófico actual, con una concentración de filósofos por metro cuadrado netamente superior a la de las demás ciudades del planeta. Pujante, lozana, arrolladora, nuestra filosofía ha irrumpido en las Cortes y los aledaños del Gobierno, ha tomado victoriosamente al asalto la alcaldía de la capital: ¡hazañas realmente inauditas que hacen crujir de dientes y temblar de envidia a los mismísimos alemanes!Tras la floración de artículos filosóficos, comentarios políticos filosóficos, reflexiones de actualidad filosóficas, críticas de cine filosóficas y un largo etcétera asistimos pasmados a la proliferación irresistible de nuevos géneros. Una exégesis de las corridas de toros: ifilosofía! Disquisiciones sobre fútbol y Mercado Común: ¡filosofía! Glosas acerca de la esencialidad nacional catalana: ¡filosofía! Un discurso sobre feminismo y sociedad patriarcal: ¡filosofía! Palabras improvisadas en mítines ecologistas o contra la OTAN: ¡filosofía! La letra de un himno no sé si autonómico o pre-autonómico: ¡filosofía! Un bando municipal en verso o en prosa: ¡pura y trascendente creación filosófica!

Mientras los escasos filósofos alemanes o franceses pierden, o perdían, un tiempo precioso escribiendo durante años libros abstrusos e incomprensibles al común de los mortales, nuestros paisanos parecen haber renunciado, salvo unos pocos casos incorregibles y aislados, a tan farragosa experiencia. Periodismo, tribunas, mesas redondas, espacios televisivos, consienten una producción filosófica más asequible y amena, en la que el chispazo reflexivo se convierte en representación. Más que émulos de Sartre o Foucault -quienes, al bajar a la calle a defender cáusas políticas o humanitarias, habían escrito ya obras tan difíciles y poco leídas como El ser y la nada y Las palabras y las cosas-, el grupo más granado y visible de los pensadores hispanos en boga tiene todas las trazas de serlo de ese inefable Bernard-Henry Lévy, cuyas apariciones en la platea musical de Bayreuth, vestido de frac rosa y con una cabellera más larga, abundante y sedosa que la de la propia George Sand, inauguraron un nuevo estilo filosófico, a la vez llano y espectacular. El hecho es, en verdad, incontrovertible y revolucionario: nuestros filósofos han dado, si no con el secreto de la piedra filosofal, al menos con la facultad atribuida al legendario Midas. Desde las lucubraciones etéreas sobre la utopía hasta los consejos edilicios sobre el destape veraniego y el aconsejable recato, cuanto rozan se trueca inmediatamente en filosofía.

Antes de emitir un juicio definitivo sobre un panorama tan extraordinario -único tal vez en la historia universal-, el deslumbrado pero profano lector decide acudir a la experiencia en la materia de don Marcelino Menéndez Pelayo, a cuya pasión polémica y curiosidad insaciable debe el conocimiento de bastantes autores non sanctos que sin él habrían permanecido quizá enterrados por lustros en el panteón en el que se suele meter en España todo lo innovador y profundo. Aun prevenido como está contra su sectarismo y animadversión a la taifa de pensadores que hace poco más de un siglo campaban en la Península -desdichadamente, sin dejar huella alguna en la evolución del pensamiento europeo-, un pasaje de la Historia de los heterodoxos referente a ellos le llena de sorpresa y consternación: "Todo esto, si se lee fuera de España, parecerá increíble. Sólo aquí, donde todo se extrema y acaba por convertirse en mojiganga, son posibles tales cenáculos. En otras partes, en Alemania, pongo por caso, nadie toma el oficio de metarisico en todos los momentos y ocupaciones de su vida... En España, no; el filósofo tiene que ser un ente raro que se presente a las absortas multitudes con aquel aparato de clámide purpúrea y chinelas argénteas con que deslumbraba Empédocles a los siracusanos".

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Mortificado por el descubrimiento y sus anchas tragaderas respecto a la boyante filosofia nacional, el mustio lector dice, no obstante, para su coleto que, de igual modo que el hábito no hace al monje, la conducta y talante del pensador no determinan el contenido de su obra escrita: que ésta, y sólo ésta, cuenta, independientemente de cuantas circunstancias afeen y puedan ensombrecer su conocimiento cabal de la misma. Con una mezcla de esperanza y cautela escogerá los textos de dos filósofos escénicos que casualmente tiene a mano, confiando hallar en ellos esa decantación de la palabra, concisión energética, sustancialidad hacia las que convergen, por vías y experiencias diferentes, el místico, el poeta y el sabio: si no elverbo fecundo de un Heidegger, la bella densidad expresiva de García Bacca, de María Zambrano. Decepción cruel: las páginas en las que ávidamente cala, en vez de introducirle al rigor de la ética, le catapultan a una prosa envarada y yerta, maltratada sin ton ni son, sometida al descoyuntamiento de un auténtico potro de tortura. Otra novedad: la liga de un pensamiento leve, por lo inconsistente, y un estilo trabajoso y plúmbeo producen una aleación amazacotada, absolutamente indigesta, regüeldo de una retórica ya fiambre sobre minorías y marginales. Desalentado; nuestro hombre recurrirá en vano a la expresión deslavazada e ideas rancias de otro vistoso gurú de la tribu: ¡lo mismo, exac-tamente lo mismo! Un puñado de artículos de circunstancias, mal amañados y peor vestidos, le sumergen todavía en la confusión. Esta filosofía de trapillo, se pregunta, ¿ha sido trasladada a otros idiomas? Breve pausa silenciosa, seguida de nuevas dudas: ¿es realmente traducible? Y aún: ¿merece la pena restablecer en su versión original ¡o que es a todas luces un texto mal traducido? Corroído por la inquietud, el cándido lector no cesa de interrogarse: la representación y ajetreo continuos, ¿favorecen el brote de un pensamiento propio? El prurito no de conocer, sino de ser conocido, ¿incide beneficiosamente en el desarrollo de un designio o proyecto filosóficos? Resbalando por la pendiente y sin saber ya adónde va a parar, ¿puede calificarse de filosofía una mera opinión, sandia o inteligente, sobre temas de actualidad? La senilidad demagógica, arribismo, ansias de lucimiento, voluntad de trepar, afán de apuntarse a todas, ¿son manifestaciones de una profunda sabiduría creadora o más bien atavismos del pertinaz homo ibéricus? En el trance angustioso de acostarse a la burlona descripción de don Marcelino y compartir sus apreciaciones crueles, el desdichado lector preferirá refugiarse en Larra y admitir melancólicamente en sus adentros que para España "no pasan días".

Si, como dijo un clásico, "la razón es un jinete ligero y fácil de descabalgar", nuestro maltrecho caballero llega a la conclusión de que, para bien de todos, habría que deslindar los campos: separar al periodismo de la filosofía, la representación de la filosofía, la mojiganga de la filosofía. Llamar divulgación a la divulgación, diletantismo al diletantismo, traducción a la traducción, filosofía a la filosofía. Sólo así, acotando su terreno y descarnavalizándola, conforme hace un puñado de pensadores dignos de admiración y respeto, podremos desembarazarnos de ilusiones e ínfulas, eludir los trampantojos ingenuos o provincianos, arrinconar las modas del prêt-à-penser y dejar de confundir, en fin, metafísica y patafísica y a don Martin Heidegger con don Tancredo.

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