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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Contra la tortura

UNA VEZ más se clama contra la tortura, y se denuncia, como ha ocurrido, en las jornadas del Grupo de Abogados Jóvenes recientemente celebradas, la persistencia de su práctica en España. Las ideas nuevas que tienden a reducir el poder absoluto y las razones y relaciones de fuerza de los antiguos regímenes no se abren paso fácilmente: pasan a los grandes textos y a una superficie moral de las sociedades, pero no eliminan en la práctica muchos de los residuos de un pasado aún muy próximo. Lo que denuncia el Grupo de Abogados Jóvenes es que la ominosidad de la tortura sigue agazapada en las leyes y que la dificultad de obtener denuncias, pruebas, admisión de esas pruebas y castigos suficientes para los culpables no corresponde a la expansión moral que pide la abolición de la misma.Como idea nueva, la abolición de la tortura en Europa es de finales del siglo XVIII - con el auge de la Ilustración-, comienza a entrar en los códigos durante el siglo XIX; pero hasta mediado el XX, en que se industrializa la tortura haciéndola extensiva a las masas -como ocurrió en Alemania y en la Unión Soviética-, no se produce la gran revulsión. Aun así, la denuncia de la tortura de masas en esos casos fue hecha desde fuera, por otros países, y probablemente el mayor paso histórico es muy reciente: cuando se hace desde dentro mismo de las sociedades que aún la practicaban, como en la Francia de la guerra de Argelia y en los Estados Unidos de la de Vietnam, o las denuncias colectivas de los intelectuales españoles, que fueron reprimidos a su vez por las listas negras de Fraga. Ayer mismo. Y hoy, para muchos países de África, Asia y América, sin distinción de regímenes, de ideologías o de códigos suficientemente explícitos en su erradicación.

La repugnancia creciente de la sociedad ante la idea de la tortura no es un paso inútil: se lucha contra milenios en los que era privilegio de reyes, obispos y magistrados; reconocida como necesaria por los códigos -la peine forte et dure, según la fórmula escrita-, y ejercida por funcionarios estimados y bien recompensados; milenios y hábitos que pesan demasiado todavía y que hasta desprenden una fórmula moral que encuentra- no pocos adeptos: la de que arrancar una confesión o forzar una delación puede salvar vidas de inocentes y prevenir la comisión de delitos graves, y, en ocasiones, la pretendida condición infrahumana del torturado (la palabra ya la utilizaron los alemanes, y sabemos contra qué inocentes: los untermenschen).

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El Grupo de Abogados Jóvenes sale al paso de esa moral, aun aberrante, señalando en algunas de sus ponencias que una parte de las que se practican vergonzantemente en España -en mayor número aún contra detenidos acusados de delitos comunes- ni siquiera pretenden arrancar confesiones, sino que forman parte de la técnica de destrozar la personalidad del detenido: si no era un infrahombre acabará pareciéndolo. Hay incluso un componente sadomasoquista en el torturador que aparece como independiente de su función o de su trabajo, y de las órdenes recibidas, como descarga de sus resentimientos sociales o de sus fracasos individuales, acrecentado por el conocimiento de su condición que le rebaja de los niveles éticos proclamados, y que desgraciadamente se extiende a sectores de la sociedad bastante amplios: los niños maltratados, las mujeres golpeadas o los fascismos de empresa y de aula... O, como caso del día, el del teniente que destrozó de un puntapié el bazo de un recluta que hacía mal la instrucción. Es indudable que la extensión de esa repugnancia social ante la tortura y de su condena pública juegan un papel primordial en la depuración de la sociedad de este abuso de la fuerza contra el indefenso, como consecuencia de lo cual los progresos en la lucha para la erradicación de esa vergonzosa práctica han sido considerables. Pero es, sobre todo, imprescindible para ganar esa batalla el constante refuerzo de la acción de la ley contra esos abusos criminales, sin ninguna reserva ni ninguna concesión hipócritamente cómplice con una práctica que rebaja al ser humano que la practica y destruye a la víctima que la sufre.

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