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Réquiem por Carlos Quijano

Cuando Eduardo Galeano me telefoneó desde Calella para darme la noticia ("Murió Quijano") tuve, junto con el dolor, la sensación de que, con ese hecho infausto, concluía una época: para Uruguay, para la llamada "generación de Marcha", para la cultura de nuestro país, y también para cada uno de nosotros. Quizá valga la pena señalar, como un mero índice de esa repercusión, que todos los escritores uruguayos (Onetti, Gurméndez, Larreta, Alsina, Galeano, Peri Rossi, Marra y yo mismo), de muy distintas edades, que vivimos nuestro exilio en España, hemos estado largamente vinculados a Quijano y a Marcha.

Conocí personalmente a Carlos Quijano en 1945, cuando empecé a escribir en el semanario, y desde entonces seguí colaborando hasta que fue clausurado por la dictadura, en 1974. A esa altura, lo que le resultaba insoportable al Gobierno era que, pese al aluvión de amenazas, sanciones y censuras, Quijano y su equipo continuaran publicando su verdad y su denuncia. Todo el país esperaba ansiosamente el viernes, porque Marcha era algo así como el termómetro social, el diagnóstico comunitario. Y siempre lo había sido. A pesar de la gastada tipografía, de la pobre calidad del papel, de la escasez de avisadores, de su incorregible talante polémico, el semanario era una tribuna insoslayable y su repercusión excedía en mucho el ámbito nacional. Para varias promociones de periodistas y escritores fue una escuela insustituible.

Como señaló alguna vez Ángel Rama, "Quijano enseñó a pensar con claridad". Una de las consecuencias de esa lección fue que los colaboradores estables de Marcha discutíamos mucho con Quijano y frecuentemente entrábamos en contradicción con sus enfoques sobre el país o sobre política internacional. Pero ése era precisamente el gran atractivo de escribir allí: que fuera un hervidero cultural y político. ¿Quién de nosotros podrá olvidar esos jueves casi folklóricos, en que concurríamos a los vetustos, destartalados talleres de la imprenta Treinta y Tres a corregir nuestras galeradas y a armar y compaginar las secciones a nuestro cargo, a veces en medio de duras polémicas internas, siempre aderezadas por el humor y la confraternidad? Ahí Quijano era el centro natural, con sus comentarios agudos, el austero despliegue de su erudición y su inteligencia, y en ocasiones una inflexibilidad que no sabíamos si era firmeza o tozudez. Su anecdotario era infinito. Se había formado culturalmente en París: fue allí donde compartió un intenso período estudiantil con Miguel Angel Asturias y Haya de la Torre, de quienes sabía vida y milagros. Abogado, y posteriormente catedrático de Economía en la Universidad de Montevideo, su verdadera vocación fue, sin embargo, el periodismo, pero un periodismo que movía y conmovía ideas y profundizaba en la realidad nacional y latinoamericana. Independiente hasta la exageración, a pesar de su profesión de fe socialista en 1958, mantuvo hasta el final una empecinada libertad de juicio, algo que le trajo no pocos problemas con diversos sectores de la izquierda tradicional, que, sin embargo, siempre reconocieron su indeclinable honestidad, su coraje cívico, la transparencia de sus intenciones.

Fundada por Quijano en 1939, Marcha duró la friolera de 35 años, extendidos en cinco años más de Cuadernos de Marcha, publicados en el exilio mexicano. En el equipo inicial estuvieron Arturo Ardao (hoy exiliado en Venezuela) y Julio Castro (muerto en la tortura). Su primer secretario de redacción fue nada menos que Juan Carlos Onetti. En la redacción inicial también estuvieron Francisco Espínola, Arturo Despouey, Lauro Ayestarán. La sección literaria estuvo a cargo, en distintas épocas, de Onetti, Rodríguez Monegal, Ángel Rama, Carlos Ramela, Sarandy Cabrera, Arturo Sergio Visca, Mario Trajtenberg, Jorge Ruffinelli y yo mismo. En cine hubo sobre todo un binomio crítico inolvidable: Homero Alsina Thevenet y Hugo Alfaro. En teatro, Carlos Martínez Moreno. En música, Mauricio Müller. Fueron colaboradores permanentes: Zelmar Michelini y Héctor Rodríguez. Varios lustros después que Onetti, la secretaría de redacción fue ocupada por Eduardo Galeano. En el equipo más o menos estable de colaboradores participaron Mario Arregui, Mauricio Rosencof, Hiber Conteris, Carlos María Gutiérrez, Idea Vilariñó, Omar Prego, Enrique Amorim, Cristina Peri Rossi, Mílton Schinca, Gerardo Fernández, Manuel Flores Mora, Carlos Maggi, Alberto Methol, Washington Benavides, Silvia Lago, Jesualdo Sosa, Círce Maia, Manuel Arturo Claps y tantos otros. Ah, me olvidaba: el creador de avisos y suscripciones fue durante muchos años el notable poeta Juan Cunha. Entre los colaboradores latinoamericanos estaban Julio Cortázar, Marío Vargas Llosa, García, Márquez, Roa Bastos, Cardenal, César Fernández Moreno, Carlos Fuentes, Skarmeta, Bryce Echenique, Manuel Puig, etcétera.

El hecho de que la mayoría del equipo nacional haya sido víctima de la represión (desde el asesinato de Zelmar Michelini hasta la muerte en la tortura de Julio Castro; desde la incomunicación de Mauricio Rosencof y la prisión del propio Quijano, Onetti, Mercedes Rein, Alfaro, Nelson Marra e Hiber Conteris, hasta el exilio forzoso de decenas de colaboradores) es después de todo una señal inequívoca de la actitud coherente de un elenco que no transigió con la dictadura. Acaso el único integrante de Marcha que colaboró y sigue colaborando con los militares sea

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el crítico Arturo Sergio Visca, quien en compensación, y como razonable vigencia de la ley de la oferta y la demanda, ocupa hoy dos puestos oficiales: presidente de la Academia de Letras y director de la Biblioteca Nacional.

'Dialogar es transar'

Ya estaba yo exiliado en Buenos Aires cuando Quijano, poco después del cierre de Marcha, tuvo que salir inopinadamente de Uruguay. Y salió sin nada, con lo puesto. Cuando nos encontramos en un café de la calle de Lavalle, me contó que había escapado casi milagrosamente por el Norte, o sea, por la frontera con Brasil; de ahí había ido en autobús hasta una provincia argentina y, tras varias peripecias, había llegado por fin a Buenos Aires, donde no lo habían querido admitir en ningún hotel porque no tenía equipaje. Estaba muy agradecido a Michelini porque le había conseguido alojamiento en un hotelito regentado por uruguayos. En ese entonces Quijano ya tenía 74 años. Tras una vida intensa, comprometida, pródiga, él, que era toda una institución del Uruguay democrático, se salvaba por un pelo de un nuevo encarcelamiento e ingresaba en el exilio solo, fugitivo, casi como un delincuente. Era para llorar. También es para llorar que un hombre de esa dimensión haya muerto en el destierro, sin que él país entero le haya podido rendir en vida el homenaje que él habría, seguramente, rechazado, pero que merecía como pocos. Nuevo baldón para la dictadura, que incluso había ordenado retirar de las salas pública de la Biblioteca Nacional la colección íntegra de Marcha.

Hay que reconocer que era un desamor correspondido. A partir del golpe, Quijano fue tajante con los militares, y siempre se opuso a todo diálogo con ellos "Diálogo es palabra de ilustre prosapia. Implica la tolerancia, y no se concibe sin la entera libertad de las partes. No hay diálogo sin libertad" (Esto lo escribió en julio de 1983, en el número 22 de Cuadernos de Marcha). Y en el último número de la misma publicación, que me llegó sólo tres días antes de su muerte, se reafirmaba en lo dicho: "Dialogar es reconocerles una autoridad de la que carecen. Dialogar es transar. Hay que aguantar hasta que se caigan, sin dejar de acosarlos. Y caerán, sin duda. No tienen salida, y el tiempo trabaja contra ellos ( ... ) Dejémonos, pues, de imaginar conciliaciones imposibles y no olvidemos. Los pueblos que olvidan o ignoran la historia están condenados a repetirla".

Así era Quijano. Por algo su apellido es el mismo del Quijote. Con su semanario, de influencia continental, pudo haber ganado bastante dinero, siempre que hubiera abdicado de sus principios. Por el contrario, jamás hizo concesiones en su insobornable antiimperialismo, y en consecuencia no sólo no ganó, sino que perdió lo poco que tenía. Trabajar junto a él no era fácil ni cómodo, aunque siempre era estimulante. Era todo un carácter y, sin embargo, había en él un lado afectuoso, entrañable, justo, generoso. Por otra parte, todos teníamos una historia en común, con luchas y riesgos compartidos. Quizá por todo eso lo queríamos de veras, y en estos días, cuando nos fuimos pasando telefónicamente la noticia, más de un sufrido veterano se quedó en silencio, y luego dijo, asombrado de su propia reacción: "Es increíble, pero ¿sabés que estoy lagrimeando?"

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