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Peter Smith, un anacronismo con futuro

Peter Smith tiene algo en común con David Niven. Los dos encarnan la perfecta imagen del gentleman británico. La diferencia estriba en que el actor interpretaba un tipo y Peter Alexander Rupert Smith, sexto barón de Carrington, título creado en 1797, es el actor de sí mismo.El nuevo secretario general de la OTAN es tan perfecto en la reservada exhibición de sus credenciales que en buena lógica debería ser una imitación. Estudios en Eton, academia militar de Sandhurst, servicio distinguido en la segunda guerra, que concluyó con la military cross como recordatorio; ministro de Agricultura a los 32 años con Churchill, en 1951; comisionado en Australia, ministro de Defensa y de Asuntos Exteriores con Edward Heath, de 1970 a 1975, con la llegada de la inflamable señora Thatcher. Tras algunas vacilaciones, la primera ministra se resignó a mantenerle en el puesto, pese a que su conservadurismo social de la estirpe de Harold MacMillan no podía agradar al monetarismo de clase media de la dama.

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En la Secretaría del Foreign Office, que abandonó en 1982 con el arte del que sabe dimitir -por no haber prevenido la invasión de las Malvinas-, Carrington parecía un anacronismo entre sus compañeros de Gabinete. Deferente pero nunca íntimo, cortés pero no blando, Carrington conoce el secreto de la buena educación desdeñosa, en cuyo nombre dice de la primera ministra que es "una dama notablemente simpática", dejándole a uno siempre en la duda de si sus palabras son un elogio. Es fama que en las reuniones de Downing Street el único ministro que osaba interrumpir a la dama de hierro era Peter Smith, y que en ocasiones cruciales, como en la negociación qué llevó a la independencia de Zimbabue en 1980, fue capaz de sumergir con su impecable profesionalidad los instintos más conservadores de Margaret Thatcher.

Esa profesionalidad está hecha del pudor blindado de quien perece por hacer figura de amateur. Al abandonar el Foreign Office aceptó la presidencia de la General Electric Company lamentándose con estudiada ingenuidad de que "las ciencias se inventaran después de que yo abandonase el colegio".

Ante currículo tan invulnerable habría que preguntarse por qué Carrington no ha aspirado nunca a la jefatura del Gobierno. Lo cierto es que sólo es Peter Smith por coquetería; que el personaje tiene de lord Carrington todo lo que aparenta; que, como miembro de los lores, no puede ocupar escaño en los Comunes y, por tanto, tampoco ser primer ministro. Pudo en su momento haber renunciado a la distinción nobiliaria y optar al puesto de premier, pero no habiéndolo hecho ya a sus 64 años, hay que darle crédito cuando dice que "no cabe imaginar ocupación más desagradable".

Con una perspectiva muy del diecinueve inglés, la tercera gran C de la política exterior británica, tras Castlereagh y Canning, lord Carrington contempla su negocio en perspectiva: "Moscú es un Bizancio en decadencia, pero en un decaimiento que tardará décadas y no años en producirse". Profesionales así son de los que convierten el anacronismo en una apuesta del futuro.

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