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De las penas y la pesadumbre

Estamos tan angustiados por una posible muerte nuclear que olvidamos que son muchas las muertes que nos amenazan. Entre tantas, podemos ir muriendo de penas, esas pequeñas y menudas adversidades cotidianas. Sin embargo, sobrevivimos a la pesadumbre que nos aprieta y ahoga por dentro. No podríamos entender las penas y la pesadumbre sin la alegría y la tristeza, que son los efectos fundamentales que nos dividen unitariamente.Las penas son tristezas causadas por pasiones contrariadas y constituyen movimientos enojosos del alma corporal. Sabemos que toda pasión es un deseo que al cumplirse nos afirma y llena de alegría, mientras las penas, al contrariar nuestras querencias, nos disgustan y luego nos apenan. Las penas son consustanciales a nuestra vida cotidiana, pues muy pocas veces podemos realizar lo que deseamos. Las penas aparecen sin dolor lacerante ni esfuerzo penoso. A diferencia de la desdicha, que supone haber conocido previamente la dicha, un goce o placer del alma, las penas florecen espontánea y dulcemente desde la raíz más sensible y delicada de nuestro ser. Son, a la vez, bruscas interrupciones de la natural alegría de vivir, pero no violentas rupturas pesarosas.

Hay muchas penas que sufrimos que se agitan y traslucen en el rostro, la mirada, el gesto y hasta en las manos, que sudan de tantas penas físicas. "Se dirá que tenemos / en uno de los ojos mucha pena / y también en el otro, mucha pena / y en los dos, cuando miran, mucha pena", dice César Vallejo para expresar una pena tan honda que se manifiesta sin sollozos, que nace de asistir al fin de la palabra misma del hombre y de las cosas que ama, sin poder hacer nada para ayudarlas a sobrevivir. Pero hay otras penas calladas, secretas, hasta inconfesables, porque humillan de tanta aflicción que nos causan. Son las penas de la pobreza, tan silenciosas que ni se oyen, pues no es de pobres el sollozar, pero sí sonrojarse de vergüenza, escondiéndola. Sí, muchas penas existen en los seres, ocultas como llagas encendidas. Surgen, a veces, inesperadamente, como un razonamiento imperceptible. Recuerdo un cuento de CheJov. Dos amigos de la infancia, que se reencuentran en una estación de ferrocarril, evocan felices su antigua relación amistosa y, de repente, salta imprevista la revelación: uno de ellos es un alto cargo en la Administración. El otro, sorprendido, abandona el tuteo, le pide perdón y se va con la honda pena de su tristeza humillada. También la alegría puede diluirse en pena, como en el cuento El día feliz, de Katherine Mansfield. Una mujer Pasa a la página 12

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De las penas y la pesadumbre

Viene de la página 11

joven sonríe dichosa, contemplando un almendro en flor. Es un día perfecto, armonioso. De pronto ve a su amante que está abrazando a otra mujer. El horizonte se oscurece, la pena ha nacido. Esta pena apena realmente porque es un dolorido sentir que irrumpe con violencia en los hontanares del alma y nos deja ateridos, yertos de pena. Igualmente, la pena puede nacer de un estado de felicidad. Mogens, el protagonista de un cuento de Jens Peter Jacobsen, ha realizado su aspiración amorosa, pero siente una inmensa pena, sin saber por qué. El arte impresionista del narrador danés lo sugiere, pero no lo precisa.

El anhelo de amor puede ser tan grande e intenso que la felicidad lograda es una pena, porque al ambicionar más se vive en la ansiedad permanente. Sin embargo, la pena sentimental, por más que haga sufrir, no es penosa, tensa ni dolorida.

Penosas son las penas que nos da el trabajo, la fatiga de un quehacer monótono, igual, repetido, sin horizonte despejado y liberador. Estas penas nos penalizan hasta agotarnos y crean la alienación del trabajo por las penalidades que nos hace sufrir. Entonces el ocio nos parece como la Edad de Oro que describe Hesíodo en Los trabajos y los días. En esos años dorados de la infancia de la humanidad, el trabajo era la única actividad del ocio.

Resulta dificil comprender la pena sin las penas que la multiplican, que son las pequeñas y sutiles desgarraduras de nuestra sensibilidad cotidiana. Por esta razón son fugitivas y pasan, a veces sin dejar huellas, pero reaparecen distintas. Al sucederse, "yo me sucedo a mí mismo", decía Lope, y lo repetía Bergamín con esperanza, demuestran que el hombre es tiempo, o sea, dialéctico por naturaleza. Las penas no solamente hieren, también nos preocupan. La cuita, Sorge, decía Heidegger, manifiesta que las penas apenan de tanto que nos obligan a volver sobre nosotros mismos e incitan a una reflexión dolorosa de sus causas. Las penas que tejen la materia de nuestras vidas nos fuerzan a espejarnos, a mirar en nuestro interior para saber lo que nos pasa.

La pesadumbre nace del pesar, el obstáculo que, según Spinoza se opone a la realización del deseo. Por esta razón, la pesadumbre es la pena que se guarda y no se olvida. Las penas, como hemos visto, levantan vuelo con rapidez. "¡Allá, penas!", suele decirse para ahuyentarlas y despedirse de ellas. Por el contrario, la pesadumbre es grave, tiene que ocurrir algo muy importante que nos afecte seriamente. Pero, al mismo tiempo, la pesadumbre nos inmoviliza en el "recuerdo del olvido" (Unamuno), nos encierra y concentra en el fanatismo obtuso, dogmático del pesar que nos hace perder el sentido de la realidad cambiante, de la vida rica y móvil. Pese a que nos precipita en una eternidad ilusoria, la pesadumbre nos aprieta tanto el corazón que hace más duradero el pesar, más llevadera la pena y podemos adaptarnos al susurro moroso, adormecedor del tiempo que pasa o al bebedizo embriagador y violento de la temporalidad. Por ello, no hay pena ni pesar que 100 años dure, porque el hombre es un ser que se está trascendiendo siempre, base de su libertad real. Este trascenderse para realizarse, dejando atrás tantas cosas queridas, es el secreto de la verdadera pena y de la agobiante pesadumbre. Porque las otras, las penas ligeras, son como nubes que al pasar nos hacen sentir la vida del tiempo.

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