7 minutos de Monty Clift
Cuando Stanley Kramer estudiaba con lupa el futuro reparto de Vencedores o vencidos, solo había en sus cálculos dos nombres inamovibles, que para él eran los mejores actores norteamericanos entonces vivos: Spencer Tracy y Montgomery Clift, a quienes Kramer había reservado los personajes de mayor entidad del filme, respectivamente el juez y el fiscal del proceso.Kramer enroló fácilmente al sedentario y campechano Tracy, pero el más retorcido y sutil de los discípulos de Edward Lunt -que fue tal vez el mejor actor del teatro neoyorquino de todos los tiempos-, el atormentado nómada, el frágil y extraño homosexual que jalonaba su tormentosa vida con borracheras sin límites e inquietantes escándalos íntimos, dueño de una sensibilidad tan delicada que rozaba lo enfermizo, el insobornable e inencontrable Monty Clift se le escurrió de las manos.
Clift estaba en la cima de su carrera y al borde del mayor abismo de su vida. Unos años antes, un accidente de automovil le había destrozado el rostro, que hubo que reconstruir centímetro a centímetro. Su hosco y ágrio carácter se ensombreció más, y lo llevó a la frontera del suicidio cotidiano. Pero, dotado Clift de un férreo dominio de sí mismo, logró dar un violento giro a su carrera, volvió del revés como un saco a su método de creación de personajes, y, entre las brumas del alcohol y el Nembutal, cuando nadie daba ya ni un centavo por su carrera, realizó tres interpretaciones geniales en De repente, el último verano de Mankiewicz, Rio salvaje de Kazan, y Vidas rebeldes de Huston.
Kramer localizó a Clift en un escondrijo anónimo de Puerto Rico y le envió el guión, pidiéndole que se intersase por el omnipresente personaje del fiscal, por cuya interpretación le pagaría 100.000 dólares. Luego sobrevi no uno de los innombrables silencios del actor, jalonado por algún recorte de periódico donde se le localizaba borracho en una hedionda esquina, o apaleado a la puerta de un tugurio, enmarañado en los vericuetos de la compraventa de amor oscuro.
Unas semanas después Clift emergió del subsuelo e hizo ante el atónito Kramer una loca oferta: no quería interpretar al prota gonista; había actores, como Richard Widmark, a quien el personaje les venía a la medida; en cambio le interesaba un persona je episódido, Peterson, un judío castrado por los nazis que testifica ante el tribunal. Haría este personaje con dos condiciones: que su escena fuera rodada en continuidad y que no se le pagara ni un solo dólar por ello.
Antes de rodar la escena, Clift pasó varios días mirando obsesivamente una fotografía de Kafka. Una mañana entró en la peluquería del hotel Bel Air, mostró el rostro de Kafka e indicó que le cortaran el peló así. La escena se rodó en abril de 1961, de un tirón y con varias cámaras. Tracy abrazó comnovido a Clift cuando este terminó. El resultado es un monumento del arte interpretativo. Nadie como Clift, dijo Richard Burton, salvo la Garbo, tiene la extraordinaria facultad de dar la sensación de encontrarse en inminente peligro, de que puede estallar o morir ante uno mismo en culquier momento.
Es esta la mejor definición posible de la magistral escena, llena de violencia y contención, en la que Clift, casi totalmente inmóvil, jugando solo con su asustado y kafkiano rostro, hace un alarde de utilización sonora del silencio, y consigue comunicar con sus ojos dolor, estupor, inocencia, temblor, en estado total pureza y de total desastre.
En 7 minutos, Clift entregó al futuro la esencia de un arte perfecto y en estado de gracia. Solo 7 minutos le bastaron para fijar un prodigio de técnica incorporadá a una inspiración torrencial. Solo 7 minutos para que Clift, sin recibir un solo céntimo, se aduefiara de la gloria del filme.
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