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Tribuna:Prosas testamentarias
Tribuna
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Más sobre la esperanza

Desde su presente, el hombre va haciendo su vida proyectando algo de lo que quiere ser entre todo lo que, a su juicio, puede ser, y ejecutando bien o mal lo que a la índole de cada uno de sus proyectos corresponda. Elemental y tópica verdad, desde que varios filósofos del primer tercio de nuestro siglo -Dilthey, Ortega, Heidegger- iniciaron sus respectivas meditaciones acerca de la vida humana. "Para tal fecha quiero haber terminado tal cosa", me digo; y a ello me aplico, con acierto o sin él, sintiendo en los entresijos de mi alma una imprecisa mezcla de confianza e inseguridad -de esperanza y temor, si la cosa me importa de veras- respecto del logro efectivo de eso que me propongo.¿De qué proceden tal inseguridad y tal temor? Proceden, como es obvio, de cuanto hace imprevisible nuestro futuro, y dando último fundamento a tantas y tan diversas eventualidades -qué pasará en el mundo, qué será de mi vida-, de esta inexorable posibilidad: que en cualquier momento puede asaltarme la muerte, la subitanea et improvisa mors que tanto temían los orantes medievales. A la luz de nuestra personal posición ante la muerte debe ser entendida y juzgada la consistencia de nuestra esperanza, si seriamente queremos dar razón de ella.

"Vive para ti solo, si pudieres, / pues sólo para ti, si mueres, mueres", escribió el casi siempre radical Quevedo. ¿Lo fue en este caso? En modo alguno, porque, contra el cerrado individualismo ético del genial poeta, el hombre vive y muere para sí mismo y para los demás, por muy redomadamente egoísta que sea y por muy solo que se halle en el momento de morir. Morir por los demás lo hacen los héroes; morir con los demás y para los demás lo han hecho todos los hombres, desde los cazadores del paleolítico hasta los actuales drogadictos de cualquier Chinatown. Aunque no lo sepan. Aunque se sientan terriblemente solos cuando su corazón se detiene.

No desconozcamos, sin embargo, la incompleta, sí, pero enorme verdad del verso quevedeseo: muriendo, el hombre muere ante todo para sí, para su personalísima,vida, y si su muerte no es verdaderamente súbita, con el recuerdo de su vida tiene que enfrentarse en el momento de morir. Ante tan inexorable trance, ¿cómo se expresa el "tener que esperar" que da nervio a la existencia humana? ¿Qué se espera, cómo se espera cuando la muerte propia no es simple posibilidad, sino probabilísimo e inminente evento?

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Muy diversas han sido las respuestas a lo largo de la historia, y muy diversas siguen siendo a lo ancho de la actual humanidad; pero, cifiendo la mirada a la fracción occidental de nuestro mundo y descartando el no bien determinable número de los hombres occidentales cuya vida reposa sobre tal o cual interpretación del nirvana hindú, pienso que el elenco de tales respuestas se halla constituido por cuatro actitudes, susceptibles de reducción a otras tantas palabras: indecisión, nada, inmortalidad y resurrección. La indecisión, el no saber qué pensar y no acertar a creer de los agnósticos. "Me voy hacia el gran quizás", dijo por todos ellos, cuando su vida se extinguía, el renacentista Rabelais. "Espero a veure qué passaráll, confesaba ayer mismo nuestro Josep Pla. La nada a que aluden quienes en una u otra foriria creen -porque sólo por vía de creencia pasa la mente del "puedo ser nada" al "seré nada"- que la aniquilación es el destino ineludible de la persona humana; cuantos con ésta o la otra filosofía y con resignación o sin ella digan lo mismo que sin filosofía y con jactancia decía Don Juan Tenorio: "No hay más mundo que el de aquí". La inmortalidad de que durante siglos han hablado los cristianos más tradicionales: la muerte como separación de un cuerpo que, ya inanimado, deja de vivir, y un alma inmaterial e inmortal que sigue existiendo tras la corrupción de aquél; idea históricamente derivada, más que de la Biblia, del Fedón platónico. La resurrección, en fin, en que han creído y siguen creyendo todos los cristianos, pero cuidadosamente deslindada ahora de la tradicional creencia en la inmortalidad del alma -creencia no más que filosófica- por los teólogos que tienen en cuenta las enseñanzas de la antropología científica. En la "vida perdurable" de que habla el credo cristiano se ve un estado de la realidad del hombre radicalmente misterioso, en cuya posibilidad se puede creer, no una situación de la existencia humana más o menos explicable mediante la adopción de laantropología platónica y cómodamente imaginable a la encantadora pero ingenua manera de Tomás de Aquino (Summa contra gentiles), fray Luis de León (Oda a Felipe Ruiz) y fray Luis de Granada (Tratado de la oración y meditación).

No puedo examinar aquí cómo estas cuatro esquemáticas actitudes se han configurado a lo largo de la historia. Debo conformarme apuntando tres obvias verdades: que salvo en el caso de los agnósticos a ultranza, siempre indecisos ante el trance vital que Platón llamó "bello riesgo de creer", la personal adopción de una de tales actitudes es, en último extremo, objeto de creencia y no conclusión racional; que tanto en los que creen en la vida perdurable como en los que creen en la reducción a la nada, el creer -el mismísimo Tomás de Aquino lo dijo- de algún modo se asemeja al dudar, al sospechar y al opinar, y que la inclinación hacia una u otra de ellas está muy eficazmente condicionada tanto por el poder suasorio de las razones que en su apoyo se aduzcan como por el carácter, la biografía y la situación vital de quien las oye y valora.

Cada hombre muere para sí mismo, desde luego, mas también para los demás; aun cuando esta segunda dimensión del morir sólo lleguen a percibirla quienes son lúcidamente conscientes de su pertenencia a una sociedad y a una historia. Por mínima y anónima que la vida de un hombre sea, ¿no es acaso parte activa y pasiva de la historia universal de la humanidad? No sólo Napoleón, Wellington y Blücher fueron coautores de la batalla de Waterloo; también lo fue el más desconocido y más olvidado de los soldados muertos en ella. Se trata de saber, pues, cómo debe verse la esperanza a la luz de este morir para la sociedad y la historia.

Así considerado el problema, ¿qué sentido social e histórico tiene lo que a lo largo de su vida hace un hombre? Si no para sí mismo, ¿qué puede esperar para los demás hombres, cuando muere, quien como miembro de la humanidad ha vivido? En suma: ¿qué sentido tiene, si tiene alguno, la historia del género humano?

Desde las que solemos llamar primitivas, todas las visiones del mundo han ofrecido a sus adeptos alguna respuesta a estas enormes interrogaciones. Cuatro son, a mi modo de ver, las que la actual cultura de Occidente nos brinda a quienes en ella vivimos. Veámoslas, ordenadas desde la más sombría a la más riente.

En la primera se juntan el pesimismo y la desesperanza; pesimismo en cuanto al porvenir histórico de la humanidad, desesperanza en cuanto a las posibilidades intramundanas y transmundanas de la propia existencia. ¿Qué hacer, en tal caso? Dos soluciones caben: el suicidio y la entrega evasiva y total al goce del presente. Me pregunto si no será ésta la clave psicológica y ética de muchas de las drogadicciones a que estamos asistiendo.

En la segunda se alían la desesperanza en cuanto a la especie y la abnegación en cuanto a la conducta. Hay en el alma tal desesperanza porque lo que en ella domina es la creencia en la entera y definitiva extinción cósmica de la humanidad; hay a la vez abnegación porque sobre el fondo de esa radical desesperanza cósmica se edifica ahora una vida personal vertida hacia el menester presente y futuro de los demás. No otro fue el caso de Leopardi, una vez superada la disperazione barbara e fremebona de la juventud, y ha sido el de Sartre, cuando desde el lúcido nihilismo de El ser y la nada -"el hombre, una pasión inútil"- se sintió íntima y socialmente obligado a pasar a la vida proyectiva implícita en su Crítica de la razón dialéctica; aunque el secreto divismo del Café Flora nunca desapareciese de su vida. Y con su resuelta entrega a la lucha contra el dolor y la injusticia, tal como ellos la entienden -por tanto, con viva esperanza en la llegada de nuestra especie a un general estado de felicidad intramundana-, tal es la actitud de los marxistas, cuando no se hallan irremisiblemente tocados por el fanatismo y el ansia de poder; un Bloch, por ejemplo. Aunque el insobornable intelectual que era Bloch nunca,dejase de interrogarse por lo que la perspectiva de la muerte sería en ese estado final de la humanidad.

Tercera respuesta: la que resulta de la conjunción entre un optimismo relativo e inseguro y una esperanza más o menos firme, pero nunca cierta. Según ella viven hoy los cristianos activa y abnegadamente sensibles al "gemido del mundo" de que San Pablo habló. Creen, en efecto, que el mundo es progresivamente mejorable por el esfuerzo del hombre, no creen que tal mejora llegue a excluir totalmente de la vida humana el dolor y la injusticia, y con esperanza nunca exenta de incertidumbre e inquietud, incluso cuando es firme, admiten para sí mismos y para la humanidad la posibilidad de una vida perdurable transmortal y transmundana.

Alguna vez se ha dado en la historia una cuarta respuesta, esa en la cual se funden la esperanza histórica y la esperanza transmundana. Durante la Baja Edad Media, así vivieron su presente aquellos espirituales de Joaquín de Fiore que tras el reino del Padre (la historia de la humanidad hasta el nacimiento de Cristo) y el reino del Hijo (esa historia hasta el tiempo que Joaquín anunciaba) esperaban la llegada de un reino del Espíritu Santo, en el cual sería perfecta la realización social de la vida cristiana. ¿Hay en nuestro mundo hombres capaces de tanto optimismo?

Qué viva tentación, emprender un volandero examen de las muchas formas concretas que la combinación de esas cuatro actitudes típicas adoptó en el pasado y, adopta hoy. No puedo ceder a ella. Debo conformarme proponiendo a mis lectores, cualesquiera que sean sus creencias y sus descreencias, esta llersonal modificación del imperativo kantiano: "Vive y actúa como si de tu esfuerzo dependiese que se realice lo que esperas o desearías poder esperar". Decentemente, no cabe otra cosa.

Nota. Caída de no sé dónde sobre mi anterior artículo, la palabra español convirtió a Martin Heidegger en "filósofo español", contra lo que el contexto claramente indicaba. Estoy seguro de que muchos lectores lo habrán advertido.

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