El abominable método de las generaciones
Hace unas semanas apareció en estas páginas un artículo sobre La generación de los cincuenta, firmado por el novelista Jesús Fernández Santos; y algunos nombres, entre ellos el mío, cita el escritor como pertenecientes a esa generación. Una vez más, y como casi siempre que se usa este término, su insuficiencia y su precariedad para entender "en serio" algo de lo que pasa en la historia de la cultura se presentan como evidentes. Uno comprende muy bien que, a efectos didácticos, una forma de no volverse loco a la hora de hablar a los estudiantes es ordenar el material cultural que trata de "enseñarse" cronológicamente, a modo de una procesión temporal en la que unos han caminado y algunos todavía caminan -caminamos-, unos detrás de otros. Tal cosa es, evidentemente, una verdad histórico-biológica, y si no encuentra otro modo mejor de contar lo que ha pasado y lo que pasa en el mundo de la cultura, qué se le va a hacer: aceptemos el cuento o, por mejor decirlo, el modo de contar. Mejor parece este modo (el de la lista de los reyes godos) que el alfabético (el de la guía de teléfonos o el de los diccionarios enciclopédicos) o...El problema aparece en cuanto se nos afirma, por ejemplo, que entre todos los que figuran en un anuario telefónico existen unos rasgos, desde el punto de vista cultural, definibles en la forma de una dialéctica de las tres o las cinco generaciones coexistentes, de la siguiente forma: habría una generación de los setenta que habría traído ideas nuevas con relación a la anterior generación, que sería la de los cincuenta, la cual, a su vez, habría traído ideas nuevas con referencia a "la de la República", la cual, ni que decir tiene, habría significado una novedad intelectual en contradicción con la "generación" anterior: la del 98. Según esto, para los años noventa vendrá una renovación cultural, en contradicción con los supuestos de la actualmente joven generación de los setenta, cuyo destino es ser desbancada y superada por futuros escritores que hoy se están apeando, más o menos, de sus cunitas. ¡Cada 20 o 30 años, según tan preciosas teorías (que sólo un cretino podría calificar de abominables) se produce un surgimiento de ideas nuevas, una batalla generacional, una revolución en la cultura! Sin embargo, tal tesis resulta muy optimista y no parece confirmarse en la comparación, por ejemplo, de dos hitos tan lejanos como Heráclito y Parménides, por una parte, y la filosofía "actual", por otra. En lo que se refiere a mis reflexiones más particulares sobre estética del teatro, uno se encuentra, 25 siglos después, discutiendo, como con un contemporáneo, con Aristóteles; y sobre ese tema hay que decir que Antonin Artaud, que apenas murió anteayer, es para mí un interlocutor prearistotélico. ¿Y qué decir de tantos teóricos a la violeta, a quienes, sin embargo, puedo encontrarme todavía por la calle?
Ahora recuerdo, y vuelvo a reírme como cuando lo oí, que quien fue mi profesor de Historia de la Filosofía Antigua en la Universidad que entonces se llamaba Central, Santiago Montero Díaz, nos hablaba de la historia de la filosofía como de un discurso que "empezaba en los presocráticos y terminaba en don Juan Zaragüeta". El humor de esta frase sólo puede ser percibido cuando se ha sido alumno, o si se han leído sus libros, de aquel corpulento sacerdote.
Abominable método el de las generaciones, decía yo; abominable porque una y otra vez, atraídos por su señuelo, nos empantanamos y debatimos en un esfuerzo estéril, cuyo resultado no puede ser otro que el desentrañamiento de... lo obvio: que en cada generación biológica se reproducen las tensiones y contradicciones fundamentales y también las secundarias: el mundo cultural se reproduce con, eso sí, variaciones que caracterizan cada momento histórico: revolucionarios, termidorianos u otros. De manera que es poco menos que una completa tontería decir de un viejo progresista que "parece un joven" o de las "Nuevas Generaciones" de Alianza Popular que, por su reaccionarismo, "no parecen jóvenes". Precisamente la beatería de lo juvenil fue una de las ideas del fascismo español que determinaba -en su área "jonsista"- que los dirigentes no podrían pasar de determinada edad, por cierto bastante temprana: la juventud era el sujeto "revolucionario", y más allá estaban los viejos, cuyas ideas había que combatir. (La sombra, sin duda involuntaria, de Ortega y Gasset asoma en no pocas formulaciones del fascismo español; sobre todo en lo que éste tiene de abolición de la lucha de clases y en la consideración de las relaciones entre mayorías -gregarias- y minorías -egregias- y entre las edades -jóvenes versus viejos- como los motores del desarrollo históricocultural. La otra contradicción, entre hombres y mujeres, que Ortega expone, no es, sin embargo, recogida por nuestros fascistas, cuya "sección femenina" estaba adoctrinada, y era adoctrinante, para el hogar y, a lo más, para algunos honestos bailes folklóricos.)
La idea de una juventud exultante y creadora -así se llamó precisamente un importante movimiento cultural en la posguerra: "Juventud Creadora"- y una senectud decrépita y estéril se desmiente una y otra vez en la práctica de la historia de la cultura, sin necesidad de acudir a los casos más ilustres, como el de Goethe, sobre el cual Julius Petersen, en el trabajo que publicó hace más de 50 años sobre Las generaciones literarias, nos recordó que había publicado sus Cuitas de Werther a los 25 años y que terminó el Fausto a los 80. Mucho se podría decir, efectivamente, en oposición al precario principio de un período determinado de "eficacia vital" (Petersen opone muy bien el concepto de "acción espiritual" -así puede decirse a falta de mejor términoal de capacidad "generativa", biológica, y observa cómo "la efectividad del creador puede abarcar más del doble de aquello que se suele designar como media de una generación". Entre gentes de 20 a 80 años se cuece una gran parte de la vida cultural en cada momento, y no es excepcional la existencia de jóvenes extremadamente reaccionarios ni la muy abierta y experimental de los más viejos, en esta gama de 60 años. Sobrepolar al mundo de la cultura los caracteres biológicos -el hecho de que, efectivamente, hay gentes que nacen durante un período determinado y otras después, -y así sucesivamente- es con seguridad un error científico. Sobre(o extra)polar lo que: de 'Tamiliar" '-los modos de vestirse, por ejemplo- puede darse entre "compafieros de edad", por el hecho de serlo, al campo de la dialéctica cultural en el mundo del arte o de la ciencia entre lo "viejo" y lo "nuevo", es también un notable error científico. Cierto que ningún "generacionalista" es tan lerdo como para negar que entre compañeros de edad se dan muy serias contradicciones (Juan Calvino prendiendo la hoguera en la que es abrasado Miguel Servet es un caso cualquiera, y todo el mundo sabe que las guerras se celebran entre mundos presentes -todavía no se sabe de algún soldado de: la guerra de los Treinta Años que haya sido muerto por un proyectil disparado durante la siegunda guerra mundial, por mucho que infinidad de balas "se perdieran" en aquella guerra: las balas perdidas habrá que buscarlas en otra parte-) y que a ambos lados de las trinchera.s hay mundos completos: con sus mujeres y sus hombres, con sus viejos y sus jóvenes, con sus listos y sus gregarios. Hemos evocado la hoguera de Servet como una especie de símbolo de lo obvio; y el problema es más grave de lo que ha parecido a los ojos de algunos entusiastas del "método de las generaciones". El. mismo Julius Petersen lo decía en el trabajo ya citado: "La cosa no es tan fácil como pretende el generacionista español José Ortega y Gasset, que ( ... ) cree poder descubrir sin dificultad la comunidad de actitud tras las más violentas oposiciones".¿A qué venía todo esto? A que el novelista Jesús Fernández Santos ha evocado lo que él y otros llaman. la generación de los cincuenta. También se ha hablado de los "niños de la guerra". ¿Qué se pretende decir con ello? Grandes cantidades de gentes fuimos niños durante aquellos años. ¿Y qué? En cuanto a la presunta "generación de los cincuenta", ¿no es, por lo menos, demasiado pomposa la palabra generación -que en realidad comprende a millones de personas nacidas por aquellas mismas fechas que nosotros, y entre las cuales es seguro que varios millares por lo menos se han dedicado a oficios literarios, intelectuales y artísticos- aplicada a algo que ni siquiera era, y mucho menos es, un grupo: quienes contribuimos de un modo u otro a la existencia, que tan breve fue, de la Revista Española, cuyo autor fue ni más ni menos que Antonio Rodríguez Moñino? Por lo demás, la ocasional agrupación se produjo en forma bastante azarosa salvo en la elección por Moñino de una especie de triunvirato dirigente de aquello -y por cierto que fuimos de lo menos directores que es posible imaginar- en las personas de Aldecoa, Sánchez Ferlosio y un servidor de ustedes, a quienes hay que añadir, en cuanto a la convivencia fraternal de aquellos años, José María de Quinto.
Sobre el azar como factor en estas "formaciones" culturales, el mismo autor del artículo que ha suscitado este comentario por mi parte seguramente recuerda lo que hubo de casual en que su propia carrera literaria -no hablo de los comienzos de su escritura, sino de la publicación de sus primeras escrituras- empezara de la manera que empezó. Con sólo que determinado día a determinada hora él o yo hubiéramos seguido un diferente itinerario no se hubiera producido el encuentro y él no se hubiera enterado de que estábamos preparando la publicación de una revista y yo no le hubiera pedido una colaboración y él no me hubiera dado el relato que titulaba Canción de la cabeza rapada, y yo no hubiera podido entusiasmarme con ese cuento, y Rodríguez Moñino tampoco lo hubiera conocido, ni a su autor, etcétera. ¿Cuándo y dónde habría publicado Fernández Santos aquel cuento? ¿Cuándo y dónde habría publicado su primera novela, Los bravos? Trato ahora de este caso porque viene... a cuento; pero otro tanto podría decirse de muchísimos casos, de manera que quedaría suficientemente probado que el material cultural accede a la luz en un campo de gran incertidumbre; y que si la producción se hace en una forma un tanto azarosa y corpuscular (sal-
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vo en casos particulares como el de los movimientos "con manifiesto": el futurismo o el superrealismo, por poner dos ejemplos), en una dinámica de tipo aparentemente "browniano" (por decirlo así), la conversión de estos fenómenos en "historia de la cultura" habrá que plantearla en términos metodológicos, si no de una precisión imposible, sí menos toscos que el llamado método de las generaciones.
Para terminar con Revista Española hay que recordar que nuestros críticos fueron Miguel Pérez Ferrero (cine), Dolores Pala Berdejo (música) y Juan Antonio Gaya Nuflo (arte); así como que allí publicamos primeras obras literarias de escritores como Juan Benet o Manuel Sacristán, que con seguridad no se sienten muy vinculados a lo que fue aquella pequeña hermandad, en gran parte tabernícola y lúdicra; cuyas relaciones exteriores, eran, en verdad, muy liberales, y así colaboraron en la revista escritores de muy distintas edades y diferentes ideologías, hasta un falangista como Miguel Ángel Castiella, que fue director de la revista La Hora. Pero también Jorge Campos, José Luis Castillo Puche, Luis de Castresana, Medardo Fraile, Carmen Martín Gaite, Carlos Edinundo de Ory, Manuel Pilares, Josefina Rodríguez, Víctor Sánchez de Zavala, Ramón Solís, Pilar Vázquez Cuesta... Lo más común que podía observarse entre algunos -y no la mayoría- de nosotros es el haber sido "niños durante la guerra". Pero aun entre nosotros -los niños de la guerra- las disparidades estéticas e ideológicas eran mucho más fuertes que las comunidades que pudieran tener su origen en experiencias análogas, entre otras razones porque la guerra fue una experiencia muy diferente para unos y para otros: los niños de Salamanca, por ejemplo, ¿qué recuerdo iban a tener de las hambres y los bombardeos terroristas que sufrimos los niños de Madrid?
Por esto y por otras razones ocurre que uno se siente muchas veces, aunque sea imaginariamente, próximo y hasta asociado a gentes de otra edad, de otras generaciones, y extraño a escritores, por hablar ahora sólo de literatura, con los que apenas nos une otra relación que la de haber nacido en fechas y en lugares no muy distantes los unos de los otros. Desde el punto de vista cronológico, ¿quién duda de que José María Pemán (1898) y José Bergamín (1895) pertenecieron a la misma generación? ¿Con qué razones teóricas se puede expulsar a Pemán de lo que ha dado en llamarse la generación del 27? Sencillamente: renunciando a la extrapolación cultural de la cronología.
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