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Autonomías, un proceso abierto / 2

Decididas las autonomías para las nacionalidades históricas -prosigue el autor de este trabajo-, hubiera sido insostenible no dar al resto de los territorios españoles las mismas oportunidades. Salvo pequeñas excepciones, no hubo nadie que se opusiera decididamente al proceso autonómico, aunque hubo momentos de demagogia delirante, y el mapa autonómico.quizá hubiera podido ser menos prolijo. Así, mientras vascos y catalanes negociaban para obtener los máximos techos de autonomía, el resto se limitó a pedir la igualdad con Cataluña y el País Vasco.

Así se plantea, con un cierto cinismo, uno de los temas clave de las autonomías: en realidad, éstas tenían que haber sido para Cataluña, País Vasco, Galicia y quién sabe si alguna más; en todo caso, las demás no tenían por qué alcanzar los niveles de las primeras, bastaba una honesta descentralización. Sólo en aquellos territorios, y quizá en algún otro, se puede hablar de auténticas vocaciones autonomistas, asentadas en una tradición y en consonancia con la voluntad de un número significativo de ciudadanos. La extensión a todos los demás fue obra de políticos irresponsables que tenían el secreto designio de aguar la singularidad que aquéllas tienen. Argumentación llena de quiebras.Olvida, en primer término, que existen zonas, como Navarra y Canarias, que no son nacionalidades históricas y tienen, sin embargo, una tradición de autogobierno antigua, socialmente aceptada e incluso con una fuerte diferenciación institucional. La autonomía, incluso autonomía escandalosa para los hábitos mentales centralistas, no tiene como soporte necesario el nacionalismo; que éste es un ingrediente eficaz de la autonomía es indudable; que la autonomía, para ser fuerte, sentida e importante, no necesita del nacionalismo, también.

Pero aquella argumentación olvida sobre todo un hecho esencial: decidida la autonomía para las nacionalidades históricas, no dar a los demás territorios posibilidades de autonomía equivalente hubiera creado situaciones políticamente insostenibles. Es cierto que la autonomía, al margen de lo que hicieran los demás, sólo era, y es, sentida como necesaria, sólo era una reivindicación prioritaria, en las nacionalidades históricas y en algunos otros territorios, pocos en número. Pero eso no quiere decir que la demanda autonómica de las otras, una vez aceptada la posibilidad de unas pocas, fuera falsa o carente de base. Que alguien sienta una necesidad sólo cuando se mira en los demás es un hecho más que sabido, y valorado en economía y sociología; en política no sucede de modo muy diferente. La extensión de las posibilidades de autonomía a todos los territorios españoles no fue un mero producto de la insensatez ni menos aún una especie de venganza de última hora, de acto de humillación de nacionalistas catalanes y vascos. Es posible que algunas personas sientan así. Pero la razón de la fórmula constitucional fue otra: fue arrancada al Gobierno y a los aparatos centrales de los grandes partidos por una presión política de sus miembros afincados en los territorios. La actitud de los diputados y senadores era: yo no puedo presentarme allí con la autonomía para Cataluña y sin posibilidad de que mi tierra pueda obtenerla también.

No hubo nadie, en ningún partido, que adoptara una actitud antiautonomista abierta y decidida. Incluso autonomistas menos que tibios en relación con Cataluña y País Vasco pidieron la extensión a toda España del régimen foral, no ya de la autonomía. El desarrollo del Estado de las autonomías, en lo que a mí me consta, no hizo sino confirmar esas actitudes, que tienen una razón muy honda. Las autonomías del País Vasco y de Cataluña se justifican por sí mismas. Pero los demás españoles no las aceptan fácilmente si creen que esa legítima diferenciación se transforma de hecho en un privilegio; lo que puede parecer acertado o desacertado, generoso o ruin, pero lo que no puede hacerse es ignorarlo. ¿O es que alguien piensa que las soluciones autonómicas vasca y catalana hubieran sido tan pacíficamente aceptadas si no se hubieran dado estas otras posibilidades a los demás?

Momentos de demagogia

No se puede despachar el asunto diciendo que a las regiones sin nacionalismo histórico se les encandiló para ir alegremente a la autonomía por la acción de gente estúpida. Es cierto que en el proceso autonómico hubo momentos de demagogia casi delirante; es cierto que cierta clase política tenía intereses personales congruentes con el desarrollo autonómico, y que el mapa autonómico quizá pudo ser algo menos prolijo. Pero conviene no engañarse. En el supuesto de que el deseo de ser como, los que consideran los mejores, los privilegiados o los más ricos sea una motivación espúrea, no deja de ser una motivación eficaz. Hay un sentir profundo en casi toda España que se traduce en petición de igualdad de oportunidades políticas, lo que da lugar no a un deseo autonómico como medio de afirmación de la propia personalidad -aunque éste se pueda añadir antes o después-, pero sí a un deseo autonómico contundente y políticamente operativo.

Conviene preguntarse, cuando se hace la crítica de las autonomías, si se está dispuesto a ir sobre el terreno a convencer a la gente de que les iría mejor con una descentralización de tipo técnico, es decir, con un régimen de tutela impartida desde el centro. Y sin olvidar que, entre. los demás, entre los que no son nacionalidades históricas, hay quienes sienten un fervor autonómico ejemplar, incluso mayoritariamente (Navarra, Canarias), y quienes se sienten tan distintos de los demás como pueden sentirse vascos y catalanes, e incluso hay grupos con agudo sentir nacionalista, como en Andalucía.

Mi experiencia es que en la negociación sobre niveles autonómicos, vascos y catalanes han presionado para obtener techos altos, y casi todos los demás, salvo la afirmación de algunas peculiaridadeá menores, se declaran satisfechos si se les garantiza que lo suyo es "igual que lo de Cataluña o el País Vasco". Repito, sin embargo, que eso no revela tibieza autonómica, sino diferente motivación.

Lo que hay que hacer con el Estado de las autonomías es precisamente eso, hacerlo; sabiendo sus ventajas y sus inconvenientes. Autonomía es libertad, y la libertad es inseparable del riesgo de equivocarse, para las personas y para los pueblos. La autonomia regional, como la local, incorpora riesgo de caciquismo, que ahora tiene formas distintas de las de hace 100 años. El riesgo de la opresión local, cuando hay altos niveles de autonomía, es casi universal, y es una de las razones de los sistemas de tutela central. Es cierto que no todas las regiones españolas tienen las mismas capacidades técnicas para el autogobierno -ya sabemos las diferencias de nivel que existen-; pero también es cierto que no hay una identificación entre nacionalismo y capacidad técnica, aunque Cataluña y País Vasco sean, precisamente, territorios del mayor nivel relativo de capacidad. Y, sin embargo, la tutela perpetua de los que se consideran incapaces es una forma excelente de mantener la incapacidad: la libertad se aprende ejerciéndola.

Y es pronto para saber. Las primeras elecciones, autonómicas en casi toda España se produjeron en 1983. Hay que tener más constancia y menos impaciencia. No se puede demostrar su solidez en un año ni en cinco. Las anécdotas del pintoresquismo (o, en su caso, del cretinismo) o del derroche de algunos gobernantes autonómicos no son suficientes para cambiar una decisión política tan trascendente, entre otras razones porque en ningún sitio está dicho, ni la experiencia avala, que el Gobierno y la Administración centrales estén vacunados contra el pintoresquismo (o, en su caso, contra el, cretinismo) y el derroche.

El Estado de las autonomías no puede desecharse sin haber sido probado de verdad, y eso supone realizar a fondo la operación del trasvase de competencias y funciones. A algunos les puede parecer ridículo el golpe de himno y aparato de algunas comunidades autónomas, y seguramente lo es. Pero más ridículo resulta que un aparato de parlamentos y Gobiernos quede para administrar sobras. Si actuamos así generaremos una frustración política profunda, y no habrá que echarle la culpa a las autonomías, sino a la falta de coherencia en su construcción. Una descentralización política seria vale la pena por sí misma.

Posibilidad de rectificación

El sistema constitucional y su desarrollo permiten, precisamente, hacer las cosas con posibilidad de rectificación cuando proceda. No es difícil arreglar, por ejemplo, las causas del efecto financiero negativo de su sistema de financiación; causas denunciadas, por lo demás, hace tres años, y que el entonces principal partido de la oposición no quiso ver al negociarse los pactos autonómicos. Y el sistema permite también, eficazmente, compaginar la peculiaridad de ciertas nacionalidades y regiones y la solución de sus específicos problemas políticos y sociales con la realización de unas comunidades que cubran toda España, de modo que la organización resultante sea funcionalmente correcta. Porque la Constitución no prevé una uniformidad jacobina, más bien lo contrario. De hecho, las peculiaridades del, régimen foral han sido reconocidas, desde la Constitución, a algunas comunidades. Y no son las únicas actuales o posibles. Porque la singularidad de regulación es necesaria, siempre que no se transforme en privilegio.

Al hilo de la solución de unos problemas históricos, la Constitución previó la posibilidad de una organización autonómica, y ese fue el camino que todos eligieron y que nadie se atrevió a rechazar. El autogobierno regional se ha constituido así en un dato consustancial de nuestra democracia. Frustrarlo por falta de coherencia o de generosidad, o por inercia, es contribuir a frustrar la democracia misma. Tampoco es un ensayo tan arriesgado. Después de una aplicación seria de los estatutos, lo que queda al poder central es mucho, y es garantía más que suficiente contra cualquier sensación de salto en el vacío. Y, de verdad, no hay que trasvasar a las nacionalídades y regiones tanto poder; pero hay que trasvasar poder, y eso supone eliminarlo del centro en la medida consiguiente. Los responsables del centro tienen que sobreponerse al espíritu de tutela que se apodera de todo el que se sienta en un sillón o silla de Madrid, y que muchas veces, y lo he visto en experiencias muy directas, no es más que una pantalla para el mantenimiento de parcelas de poder que no es grato perder. Y hay que actuar así, aunque los responsables de las atitonomías pertenezcan a partidos distintos del que domina el centro, e incluso cuando son del mismo partido.

En un régimen autonómico desaparece, la tutela. Mientras la financiación sea justa, las excentricidades de algún gobernante regional tendrán que ser valoradas por los ciudadanos que le eligieron. El Estado no es el eterno centinela de todo lo que sucede en todas partes ni está llamado a remediarlo; el paternalismo puede ser una sutil, o no tan sutil, forma de denegación de libertad. Más aún, el autogobierno generalizado es una garantía del autogobierno de las nacionalidades históricas: si los demás no lo tuvieran, el argumento de que "a vosotros no, porque también tendríamos que aplicar los estatutos a los demás", se transformaría en el más contundente de "no es posible; si os damos esto vamos a herir la sensibilidad de los demás, que no lo pueden tener".

Jaime García Añoveros, ex ministro de Hacienda, es catedrático de Economía Política y Hacienda Pública en la universidad de Sevilla.

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