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Los nuevos españoles

Al terminar hace unos días uno de mis cursos sobre la cultura española, me refería al hecho de que, según mi propio cómputo, en 1983 había entrado en nuestro panorama nacional una nueva generación de españoles. A la hora de concretar los rasgos que definirían la sensibilidad de esa nueva generación, mis respuestas, sin embargo, no eran muy precisas; con todo, mi contacto con la juventud universitaria me permitía adelantar algunas respuestas. Un mayor apoliticismo, una hipersensibilidad para el tema del paro y una creciente preocupación por la preparación profesional parecían rasgos insoslayables de la nueva juventud. Ahora me ayuda a dar una respuesta más amplia la reciente encuesta realizada por una revista española de gran tirada. Se aprecia allí, desde luego, el alarmante crecimiento del apoliticismo, sobre todo si lo comparamos con la fiebre política de hace unos años; es indudablemente un factor de la mayor importancia para los partidos políticos, que tendrán que contar con el abstencionismo como un dato insoslayable de las futuras elecciones.Sin embargo, creo que este apoliticismo no debe confundirse con el desencanto democrático de hace unos años. Es otra cosa; por lo pronto, una recuperación de la vida privada y de la intimidad: el reunirse con amigos/as pasa del 14% en 1977 al 26% en 1982, y el salir con el novio/a, que en 1977 era el 13%, ahora se ,ha convertido en el 19%. Hacia 1980, el citado desencanto llevaba a una especie de nostalgia de la dictadura; si la derecha predicaba el "Con Franco vivíamos mejor", la izquierda -al menos, la izquierda sediciosa- no dejaba de hacerle: el juego con un solo aparentemente opuesto: "Contra Franco vivíamos mejor". El caso es que, a favor o a la contra, el franquismo :seguía añorándose. Ahora la situación es distinta: el franquismo es un pasado demasiado lejano para jóvenes que hoy tienen entre 20 y 2:5 años pero no se plantean tampoco el valor o la adhesión a un sistema político como la democracia, cuyos efectos tangibles -paro, crisis, droga, falta de horizontesno son agradables, aunque pueda tener otra cara -libertad, tolerancia, dignidad, permisividad, transparencia- que resulta más atractiva. Viven la democracia apolíticamente, y no se complican la vida con otras cuestiones.

El tema es importante, y bien merece una reflexión. Los sociólogos y politólogos han estudiado minuciosamente los efectos de las crisis económicas en las sociedades occidentales, y están de acuerdo en considerarlos como situaciones propicias al surgimiento de movimientos to-

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Los nuevos españoles

Viene de la página 9talitarios, bien sean explícitamente fascistas o subrepticiamente parafascistas; la amenaza de la crisis sobre las clases medias y la pequeña burguesía provoca actitudes de defensa social que están siempre en línea con propuestas de tipo autoritario más o menos formalizadas. En la situación española, un apoliticismo como el antes descrito podría ser un síntoma preocupante en esta dirección, pues los vacíos de poder dejados por ese apoliticismo son inmediatamente llenados por fuerzas reaccionarias que predican y practican actitudes totalitarias. Desde este punto de vista, la situación española no es todavía alarmante, pues los síntomas que podrían preocupar están compensados por otros mucho más reconfortantes, y entre ellos sobresale como el más positivo el alto índice de participación que nos da la estadística que estamos comentando. El interés por las actividades que suponen una participación colectiva es asombroso, y así, por ejemplo, nos encontramos con que el gusto por hacer deporte ha pasado del 18% en 1977 al 22% en 1982; ir a bailar, del 7% al 24% en los mismos años; la afición al cine pasa del 9% al 22%; ver la televisión, del 2% al 11 %; por último, oír la radio se distribuye entre un 2% en 1977 y un 9% en 1982.

Ahora bien, un sentido de participación en tareas colectivas es siempre un fermento activo a favor de la democracia, pues, si algo caracteriza a ésta, es precisamente su propuesta de participación. Si la participación directa a través del voto ha producido desengaño, las vías no están agotadas; en cualquier caso, la democracia es un marco político donde esa participación está asegurada, en contra de lo que ocurre en cualquier tipo de dictadura, donde los derechos de reunión y asociación se ven siempre estrechamente coartados. Es precisamente aquí donde incide el papel de la cultura como vehículo de esa participación.

El análisis que venimos haciendo nos lleva insensiblemente, pues, a considerar que la cultura es factor fundamental en la consolidación de la democracia española. En primer lugar, porque a través de la cultura se puede paliar el, sentimiento de frustración que toda crisis económica crea sobre el individuo, dando un sentido a su vida que no sea el puro y simple consumismo, y, en segundo lugar, porque la participación en la colectividad mediante las tareas culturales es siempre un fortalecimiento de la democracia misma. Nos encontramos, pues, con que la oferta cultural debe ser un elemento de primer orden en la actual situación española, y si, a través de ella, se consigue crear una democracia participativa e imaginativa, el reto no deja de tener interés. La tarea no es sólo de intelectuales, pero los intelectuales no dejarán de tener una función importante, siempre y cuando comprendan verdaderamente de lo que se trata. Aquí ha habido, durante décadas, una verdadera sobrevaloración del intelectual como crítico de la sociedad y de la cultura, pero, frente a ese sentido crítico, ahora convendría estimular y promover otras funciones tradicionales suyas no menos importantes: el impulso creador, la capacidad de imaginación, sus aptitudes lúdicras..., bases todas ellas de nuevos cauces sociales, de promesas atractivas y de alternativas incitantes para la acción y el pensamiento.

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