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Nación y república

Bodino empezó usando la palabra majestas para aquel poder ilimitado e indivisible que más tarde llamó soberanía, y gracias al cual las naciones se conciben como una especie de dioses terrenales. Aunque el poder absoluto es un invento arcaico, los viejos reyes justificaron siempre su majestad en una delegación o en una naturaleza divina, mientras lo propio de la soberanía moderna es que los dioses terrenales pretenden ser una institución totalmente popular, emanada del pueblo.La justificación teórica de semejante cambio en el origen de la fuerza fue la idea de un pacto originario, que nos llega a través de dos versiones principales. La más antigua, expuesta en el Leviatán, de Hobbes (1651), imagina que el principio de la soberanía fue el deseo popular de aboliar un "estado de naturaleza" definido por la guerra civil permanente, y que la seguridad de los individuos fue su meta. La versión posterior, expuesta en el Contrato social, de Rousseau (1762), entiende que, antes de darse soberano alguno, el pueblo se constituyó como tal pueblo, mediante un pacto cuyos términos debieron ser: "Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general", que, por su parte, tiene como principio la libertad individual o "el que cada uno sólo se obedezca a sí mismo".

Una idea del pacto nos hace súbditos de un soberano; la otra, ciudadanos de una república. Podrá objetarse que no hay mucha diferencia, porque sin seguridad la libertad carece de valor; y, más aún, porque, como cosa distinta de la "voluntad de todos" (presidida por el egoísmo), la "voluntad general" rousseauniana tiene un matiz místico que hasta cierto punto deja intacto el germen de la vieja majestas. Aun concediendo esto, la diferencia resulta profunda. Sin embargo, la verdadera raya divisoria sólo se trazó con nitidez cuando (en vez de conjeturar cuál habría sido el origen del poder absoluto) un grupo de personas decidió fundar una república en la otra orilla del Atlántico. El súbdito de Hobbes ofrecía acatamiento a uno para evitar la guerra civil entre todos, como si tal fuera el único recurso disponible para inaugurar una sociedad política y conservarla en el tiempo. Curiosamente, cuando esa inauguración acontece de hecho, quienes participan en ella están muy lejos de querer pacificar la vida colectiva otorgando a un soberano absoluto el monopolio de la violencia; al contrario, se prometen unos a otros una sociedad sin soberanos, autogobernada y presidida por lo que John Adanis Hamó "un contrato original entre individuos independientes". Reducido a su esquema, el clontrato pide del Gobierno ante todo que sea el mínimo, y que sea electivo o popular. Más en lo hondo, atiende el consejo de poner máximo empeño en restringir el poder oponiéndolo a sí mismo, dividiéndolo.

La consecuencia fue un conjunto de Estados distintos que se amalgaman en uno para los asuntos externos, conservándose singulares e independientes en cuanto a su administración interna. Aquí la soberanía no tiene nada de monolítico o sagrado, ni hay ese altar de los sacrificios que será la nation francesa demandando por boca del PrimerCiudadano "une volonté UNE". Por eso también, en la revolución americana tampoco se ve seguida la tragedia de la convención por la comedia de un Directorio que entrega el poder a un -usurpador como Bonaparte.

La actitud no obsta, evidentemente, para que Estados Unidos sea una nación y desde el comienzo se conduzca como tal hacia fuera. Lo que hace es suprimir de raíz esa aniquilación de la diferencia interior -tras consagrar muy solemnemente el derecho a ella- tan característica de las revoluciones nacionales. Los .estadounidenses parten de una autonomía previa que contiene ya la igualdad (ayuntamientos independientes integrados en colonias autónomas), en vez de partir de una majestas central que, de hecho, contiene sólo la desigualdad más grosera, como acontece con Francia, Alemania o Rusia en sus períodos revolucionarios. Para los miembros del Congreso de Filadelfia, que declarará la independencia norteamericana, cualquier esfuerzo por lograr una expresión indivisa de la voluntad popular equivalía a suscribir el oráculo barbárico del Antiguo Régimen -el poder dividido conlleva impotencia-, cuando la Confederación ensayaba un principio opuesto de gobierno, basado en la idea de su equilibrio: poderes aliados actuando como, frenos recíprocos, sin conceder predomindio a ninguno.

Si comparamos esta línea con la que se impone entre los revolucionarios franceses, observaremos que el baño de sangre se halla vinculado a la indivisión de la souveraineté. Aunque ha nacido reclamando los derechos de las asociaciones, el jacobinismo no tardará en perseguir a todos los núcleos bastardos de opinión. Como observó Hannah Arendt, el gobierno del terror no fue sino el intento de organizar a todo el pueblo francés en un único y gigantesco aparato de partido. Los clubes jacobinos, surgidos espontáneamente para intercam biar criterios, se convirtieron en nidos de espionaje y depuración, justamente como los soviets fueron corrompidos y forzados a se-

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Nación y república

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guir los mismos derroteros por el partido bolchevique.

Toda revolución contempla al comienzo la formación de consejos locales como única alternativa al poder de las instituciones previas, y como segura expresión de la voluntad popular. Lo que distingue a la revolución norteamericana, fundamentalmente, es que esas asociaciones existían ya en buena parte, y que ninguna facción del Gobierno pretendió convertirlas en mera apariencia de poder político, fortaleciendo en vez de borrar la majestad del Timonel, el Conductor, el Caudillo, el Comandante o el Padrecito de turno, basada sobre la soberanía "nacional" de un pueblo suplantado y manipulado por su bien. Los amplios planes de cultura popular emprendidos por esas revoluciones coinciden siempre -qué casualidad- con una implacable censura de publicaciones y espectáculos. Con su pan se lo coman.

Para nosotros, que estrenamos Constitución, el asunto es recordar que toda gran república se apoya sobre pequeñas repúblicas, descentralizando y delegando el poder hasta hacer partícipes de él a todos en la esfera de sus posibilidades. La meta es que los ciudadanos, sin teurgias ni demagogias, se organicen en cuanto les concierne de modo directo, aligerando al Gobierno general de asuntos que no le incumben. Esto parece, de paso, el único modo de asegurar aquel interés de cada cual por sus derechos capaz de mantener vivo el fermento de exigencia y rebeldía imprescindible para que la cosa pública no caiga pronto o tarde en corrupto marasmo.

En tiempos del rey Arturo, la racionalidad republicana habría pedido (caso de existir) creación de poderes sociales, concentración de los mismos y, en definitiva, difusión de lo general sobre la singularidad anárquica. Hoy el peligro es justamente opuesto, y ser republicano significa temer ante todo la concentración del poder, que se hace absoluta allí donde resulta central y único, y temer la uniformización. No basta salir un momento de la dependencia para votar amo ante el colegio electoral, volviendo inmediatamente a ella; por eso decía Cicerón que la libertad republicana no consiste en tener un amo justo, sino en carecer de amo. Tras acomodarnos al estatuto de guisantes en un bote -redondos, contiguos e incomunicados- el peligro es que los placeres del consumismo hagan de nosotros clientes para la atrofia paternalista y anónima del Gobierno omnipresente, y cuya supervivencia como administración de la libertad depende a su vez de nuestra diligencia política.

Por su parte, la misma razón que recomienda -descentralizar y delegar poder recomienda seguir adelante, no detener la descentralización a nivel regional y municipal, llevarla también a los barrios con unidades vecinales de gestión para los (muchos) servicios en ellas delegables. Si observa principios republicanos, el interés del Gobierno general es el progreso general del autogobierno,, la atomización interior de la soberanía. En esa misma medida resulta absurdo, o algo aún peor, pedir estatutos autónomos si se pretende instaurar dentro de cada poder desgajado un soberano nacional, impulsado por motivos tan ajenos a la participación ciudadana en las cosas públicas como el caciquismo, cuando no la raza.

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