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Reportaje:

En Sevilla y con el vasito bien alto

La Feria de Abril, un escaparate andaluz donde alternan el toro, el vino y lord Strathmore

Con el tenedor temblándole en la mano, el crítico taurino Joaquín Vidal pinchó su ración de toro, Flautino y se lo llevó a la boca en el bar Veracruz. Era una suerte hincarle el diente a la famosa fiera convertida en estofado. Cerró los ojos. La Torre del Oro, justo enfrente, desaparecía para dar paso a las imágenes de la mejor tarde: la afición, Sevilla entera, no olvidaría el triunfo apoteósico de Curro Romero, El Faraón. Y tampoco el nombre de Flautino, descuartizado en el plato. La historia tendría que digerirlo. El crítico Vidal comentó entre amigos: "Sin embargo, yo prefiero el estofado de hoy a la faena de Curro".Poco después, el otro Curro -Vázquez- salía,del hotel Alfonso XIII para unirse en la plaza con Romero y Manzanares. Le vio descender las escaleras el escritor Vargas Llosa: "¡Pobrecillos!, al irse siempre me dan pena, se la juegan cada vez".

Los turistas le fotografiaron y el diestro prefirió escabullirse rápido. La cuadrilla le esperaba junto al enorme automóvil color arena, un vehículo antiguo como una suite imperial. Pero el chófer estaba muy orgulloso: "De cochambre nada, esto es un coche de categoría; perteneció a Antonio Ordóñez, a ver si se entera usted, esto es una reliquia con ruedas".

La reliquia arrancó. Caballos, carruajes y público de a pie avanzaban al pasitrote en dirección a La Maestranza. Lo mismo que en los últimos cinco siglos de toreo en esta plaza.

Dentro, 12.000 almas se agitaban sin saber cuál sería su suerte: si el placer celestial de otra faena de El Faraón o el suplicio insufrible de un purgatorio. Lo cierto fue esto último. Día de mucho, víspera de nada. El ídolo de Camas se desentendió de su toro, que, ensangrentado, corneó a placer al cabestrero Manolín hasta partirle un pulmón y dejarlo, tendido, entre la vida y la muerte. Del fervor, a la desilusión y la bronca. De la adoración, al insulto. Pero cuando en el siguiente toro, frío y arrogante, el ídolo logró unos pases, los mismos que le amenazaban llamándole asesino gritaban ahora que "¡Tú, niño, que ere er mejó!", y sonó la música de viento que llegaba a meterse, incluso, en el quiráfano donde el doctor Vila ponía ciencia y algo más de arte que el toreo.

Esa noche apenas se sirvieron cenas en el Alfonso XIII. El piano tenía el mismo almidón que las servilletas de hilo y los camareros preguntaban a los clientes si sabían algo de Manolín. El carro de plata cargado de bebidas parecía un paso de Semana Santa, con la santísima copa en alto porque el dinero es muy catélito. "Esto del toro es terrible", comentó el jefe de restaurante Agustín Amboage, de 59 años y 40 en la casa, "unos se lo comen y a otros se los come". Desde el teclado saltaban por la belleza de los salones unas notas tranquilizadoras: "Cuando vino Eva Perón el ayuntamiento le preparó aquí una mesa con un canal de agua en medio y surtidores iluminados; la fontanería la hizo el hermano de Antonio Machín, y le pusimos una piña de madera gigante de la que salieron dos bailaores y bailaron La Salvaora". La servidumbre cuchicheaba aún: "Por favor, disculpe usted, ¿saben ya si Manolín se va a salvar?".

La esencia del donaire

Y la noche cayó sobre la feria con farolillos, fino, faldas con volantes y una especie de locura colectiva en las casetas que levantaban las toldas para enseñar algo, sin mostrarlo todo. Cientos de casetas con una música que se mezcla y no marea. Marean las mujeres inalcanzables que, como en el refrán, demuestran en qué estriba el donaire: "En dar las vueltas aprisa para echar el culo al aire". Y ambas cosas -aire y culos- no faltaron en este jolgorio.Quienes no tenían entrada en las casetas podían bailar sevillanas en la acera, levantando toda la amarillez del albero en una nube de polvo: "¡Ea, arrancarze, niñaz". Y las niñas se arrancaron con el estribillo, a palo seco y con las palmas húmedas, y cantaban eso de "Tu calle, tengo que regar tu calle, y si se ofende tu madre, lleva la cruz con paciencia, que de ella no puedo vengarme".

Allá, en la caseta Puesto de Mando, habían colgado el cartel que decía "Feliz el pueblo cuyo vivir es beber". Y un forastero se asomó por las lonas y pidió que le dieran el vasito. Cerca, en el cortijo Pineda, montaba guardia la policía militar; y en la del Ejército de Aire se les veía, con dificultades, pisando tierra y picoteando la tapa de jamón. Frente a Comisiones Obreras estaban los adictos a AP y tenían incluso un solfista de tumbas que rasgaba la guitarra ortopédica y, de cuando en cuando, daba su propio mitin: "¡Que no decaiga, zeñore!".

Muchos sevillanos se aventuraban a entrar en la calle del Infierno donde ponen los circos y las atracciones populares. Así, era posible ver a la cabra equilibrista llamada Capello, quien, a toque de cornetín y en descuidos de la policía (siempre al acecho), se montaba en un ridículo taburete y arremangaba su endurecido morro. Entre tanto, los de la Cámara de Comercio disfrutaban, pasadas las dos de la madrugada, una ración de albóndigas; pero la alegría se escapaba de estas trastiendas para desfogarse en la calzada. Un emigrante an daluz llegado de Baracaldo quería abrazar a la autoridad porque este año "noz han pueto lo que merecemo, cazeta propia, y noz dieron hazta una cena caliente".

En la caseta Buena Gente medio centenar de casaderas con el vasito en alto y el párpado caído preparaban sus planes para El Rocío, y a partir de las cuatro de la madrugada las gitanas que quieren desesperadamente vender el clavel lo clavaban sin contemplaciones y en donde fuera. "Este año, traje más largo y sin mangas, con el escote bien grande; sin lunares, y la que puede, sin sujetador, sin sujetador".

El presidente de la Junta de Andalucía se metió, pasadas las tres, en la caseta de un periódico y le contaba a la Prensa que su chófer sabe cantar sevillanas y que un alto cargo de la OIT se lo quiere, llevar, y se va a quedar sin conductor. Para colmo, el señor de la OIT, añadió Borbolla, se llama como la ginebra Gordon: "Oiga, ¿no se ríen?".

En éstas, un tipo menudo que dijo venir de Ciudad Real y llamarse Blas Naranjo pidió audiencia al presidente entre salpicaduras de fino y cascos de bebidas. "Necesito un autógrafo suyos me colecciono autógrafos de autoridades autonómicas, por favor, firme aquí, mi segundo apellido es Ciudad. ¿Lleva boli?".

El presidente llevaba de todo y firmó y se le notaba tarareando "Qué verde está el trigo, qué verde el limón cuando estás conmigo haciendo el amor", sevillanas que en esos momentos empujaban los pies y movían los cuerpos.

Gitanos y nobleza

La fiesta era inacabable y para todos. A las seis de la mañana, en la caseta número 6, seis gitanos hacían churros a 600 pesetas la ración de seis, y las parejas se besaban y toqueteaban en número superior, por lo alto y por lo bajo. Con claveles como cuernos en la frente, Ángela García, de Los Remedios, le servía bocata de tortilla al concejal del ayuntamiento para las cuestiones de Cultura.El día se echó encima con la luz y el tráfico. "No hay violencia, no se llega al exceso", dijo Vargas Llosa tomando su desayuno; "tengo la impresión de que además los intelectuales españoles ya no denigran la España de pandereta; incluso les gusta ir a los toros".

El cielo estaba sin nubes, por primera vez. En lo alto de la escalera del palacio de Las Dueñas, el duque de Alba recibió muy sonriente a sus amigos: "Cuando Cayetana esté a punto iremos en los sociables al Real, hoy quiere montar en el paseo de Caballos". Estaban con él el futuro duque de Alba, duque de Huéscar, y también llegó un primo carnal de la reina Isabel II. "Es un enamorado de España, ¿verdad lord Strathmore?, y tiene en propiedad el castillo de Glamis, donde sucede la acción de Macbeth, está en Escocia",

Cuando apareció la duquesa también lo hizo la servidumbre, pero ella no quiso que la aplaudieran. "Tenernos disecando la oreja de Flautino", comentaron. El primo carnal de la reina Isabel II miraba la forma de trepar de los rosales, hasta el cuello de las altas palmeras del patio. El único caracol que molestaba a una planta fue derribado, certeramente, con un toque de su paraguas.

Luego, Cayetana se acomodó en el carruaje amarillo y negro y parecía que un taxi de Barcelona, con mulas alazanas, fuera a arrancar. El duque elogió el traje corto de la duquesa: "Pero yo, por respeto al traje mismo, no me atrevo a ponérmelo". Y así recorrieron las calles hasta el Real. Ya en el recinto la duquesa montó su caballo Tabladillo y se formó revuelo. Alguien gritó desde la acera: "¡Fíjeze, oiga, el hijo deja duqueza se nos eztá poniendo tordo, mire laz canas!". Y entonces Jesús Aguirre, actual duque de Alba, exclamó: "¡Tengo rabia de no ser sevillano cuando vengo a Sevilla".

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