Fugas y cárceles
LA FUGA de tres reclusos de la cárcel de Alcalá-Meco ha ocasionado la exigencia de responsabilidades, que debe funcionar -pero que rara vez opera- cuando la Administración comete fallos por acción o por omisión. La inmediata destitución del director, el subdirector y el administrador del centro penitenciario muestra la existencia en el Ministerio de Justicia de ese mínimo de sensibilidad que se echa de menos en otros departamentos, habitualmente dispuestos a respaldar a funcionarios incapaces y propensos a difundir improperios contra sus críticos. Un mal de piedra de nuestra Administración es la tendencia de algunos altos cargos a creerse amos del Estado, dueño omnímodo, a su vez, de los ciudadanos.La reacción del Ministerio de Justicia no debería, sin embargó, cerrar en falso la herida de un fallo tan aparatoso como significativo. La información según la cual la Dirección General de Instituciones Penitenciarias no contestó al informe elevado hace ocho meses por un grupo de funcionarios de la prisión de Alcalá-Meco (que enumeraban una serie de irregularidades, en buena parte relacionadas con la seguridad interna del establecimiento) requiere una explicación pública. Resulta inaudito que una prisión de máxima seguridad , inaugurada en agosto de 1982, ofrezca resquicios para que un veterano fuguista como Rafael Bueno, cuya anterior escapada del Hospital de Burgos costó la vida de dos policías nacionales, pueda ganar la calle en compañía de otros dos reclusos, expertos también en evasiones carcelarias.
Entre las deficiencias de Alcalá-Meco figuran, al parecer, un mal acabado de las obras y serios errores de diseño. Tanto la compañía constructora como el arquitecto deben responder a esas críticas, de las que podrían derivarse responsabilidades. En cuanto al régimen interno de la prisión, el caso de Madrid-2 no parece una excepción. Desde hace muchos años, el deterioro y la degradación de las cárceles españolas constituyen una realidad.
Nuestro sistema penitenciario oscila entre los tratos inhumanos aplicados en Herrera de la Mancha a los. reclusos (tal y comer quedaron reflejados en los hechos probados de la sentencia condenatoria dictada por la Audiencia de Ciudad Real contra el director y varios funcionarios del establecimiento) y la inhibición de los administradores respecto a los horrores producidos dentro de las galerías, escenario del tráfico de drogas duras y de ajustes de cuentas sangrientos entre los presos. Aunque las reformas de la ley de Enjuiciamiento Criminal y del Código Penal aprobadas por las Cortes hace menos de un año lograron reducir el hacinamiento carcelario, la marcha atrás decidida por el Consejo de Ministros en este terreno y la falta de capacidad de los establecimientos penitenciarios para acoger con seguridad y con humanidad a los reclusos volverán a crear las condiciones para estallidos de violencia y desesperación.
La situación de nuestras cárceles sólo podrá ser aliviada mediante una estrategia múltiple. La reforma de la administración de la justicia, necesaria para que cada procesado vea garantizado su derecho a "un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías", y la aplicación a los delitos menores de penas que no lleven aparejado el internamiento en esas escuelas de delincuencia que son las grandes cárceles podrían, reducir la población penal. El cuerpo de funcionarios de prisiones debe ser ampliado y, a la vez, reciclado para que nadie pueda formularse la vieja pregunta de quién guarda a los guardianes. La política presupuestaria de escatimar los fondos públicos destinados a la administración penitenciaria tiene que ser sustituida por una asignación de recursos que haga posible la modernización de las cárceles y la construcción de nuevos establecimientos. Sin funcionarios de prisiones preparados para su tarea, y sin centros penitenciarios adecuados, los mandatos contenidos en la Constitución serán permanentemente conculcados. Porque nuestra norma fundamental ordena que "las penas privativas de libertad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social", que los condenados gozarán de todos los derechos y libertades que no estén "expresamente limitados por el contenido del fallo condenatorio, el sentido de la pena y la ley penitenciaria" y que los reclusos tendrán derecho "a un trabajo remunerado y a los beneficios correspondientes de la Seguridad Social, así como al acceso a la cultura y al desarrollo integral de su personalidad". En este sentido, tal vez el Congreso y el Senado podrían considerar la creación de comisiones de investigación que se ocuparan de la seguridad en nuestras cárceles y de la manera de adecuar su régimen interno a los principios constitucionales.
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