Dios no está de moda
Dios no está de moda. No lo está tampoco el ateísmo, y la teoría progre de la muerte de Dios de los teólogos modernos centroeuropeos tampoco ha cuajado. Las casas editoriales se quejan de que ya no se vende la literatura religiosa de izquierdas, mientras el disenso católico se ha eclipsado. Hay quien achaca estas catacumbas del progresismo religioso, tan floreciente después de la explosión del Concilio Vaticano II, al gran protagonismo del papa Wojtyla, que ha ocupado todos los espacios de la escena religiosa pública del mundo. Este primer Papa extranjero, después de cinco siglo de Papas italianos, ha eclipsado a todas las otras figuras significativas del mundo católico.En tiempos del Concilio y en los años sucesivos, junto a la figura del Papa aparecían en el teatro religioso internacional otras figuras de relieve, que ocupaban con frecuencia las primeras páginas de los diarios, desde un Hélder Cámara a un Alfrink, a un Suenens, a un Rugamba, a un Spellman, a un Atenagora. Ahora, en el candelero no hay más que Wojtyla, que es como un ser omnipresente. Y no hay tampoco teólogos que sean noticia como antes. Ni de un bando ni de otro. Es la teología misma la que no es noticia por muy progre o muy conservadora que sea.
No cabe duda que Juan Pablo II ha absorbido el interés católico mundial con su actividad, sus viajes y sus continuas sorpresas, pero no creo que toda la culpa de que Dios no esté de moda, de que se rece menos en el mundo, de que en un país como Italia más del 60% no se considere ya católico y ni siquiera protestante pueda achacase al pobre Papa polaco. El problema tiene que ser más hondo y es difícil poder decir aún si se trata de una explosión de secularización, de un afán de desintoxicarse, de un crecimiento intelectual o de una crisis de las conciencias.
No sé si Dios no está de moda, si en el mundo se blasfema menos, si los católicos no se confiesan y los jóvenes no se hacen curas porque el hombre está madurando o porque se ha encogido por la desilusión, la amargura o la apatía. Hubo un momento en el que los jóvenes tuvieron como una fulguración religiosa fuera de la Iglesia y corrieron hasta la India para sustituir a los directores espirituales burocratizados del catolicismo por los maestros y santones yoguis. Pero aquella fiebre ha pasado y la meca india ha sido también abandonada. Y han sido precisamente los jóvenes quienes los días pasados más han sonreído escépticamente cuando el Papa ha recibido al guru indio Pramukh Swani, que, a sus 63 años, lleva 46 sin haber mirado a una mujer, y para no hacerle infringir dicha regla en el Vaticano tuvieron que retirar a todas las mujeres y hasta a las monjitas por donde pasaba el guru para dirigirse a las habitaciones del Papa. También en el avión viajó en un lugar reservado para no encontrarse con las azafatas o con las otras mujeres pre-
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sentes y durante su estancia en Roma se le buscó una finca a las afueras de la ciudad para protegerlo de las miradas del sexo débil.
En otras circunstancias, el jefe carismático indio hubiese des pertado simpatía y atracción entre los jóvenes en búsqueda de nuevas espiritualidades. Hoy, el guru de la India pasó por la ciudad eterna sólo como un hecho curioso de folklore religioso. Quienes ven en esta crisis de lo religioso sólo un factor negativo de caída de valores culpan con frecuencia a la droga de ser la causa de esta frialdad e imaginan ya un mundo canibalesco sin Dios, sin principios morales, dominado por la irreligiosidad o el libertinaje.
Pero, ¿y si se trata sólo de una pausa para digerir mejor tantos empachos pasados? ¿Quién asegura que detrás de la indiferencia por lo religioso no se esconde en cambio un anhelo por algo que no sea sólo religión del miedo, de la contrición de lo trivial, de lo que no tiene sabor de infinito?
Que la gente no rece más ni siquiera ante el espantoso peligro de un conflicto atómico, que tantas personas estén hoy más preocupadas por el hambre del mundo, por los derechos humanos pisoteados, por ensanchar los espacios de libertad, por acabar con la tortura, por convencer a los humanos mortales de que la felicidad no es un pecado más, que por hacer los primeros viernes podría ser ya la primera piedra de un sentimiento inédito de religiosidad que no humilla ni ofende la razón humana y que al revés, la ennoblece y libera de sus grasientos prejuicios y egoísmos ancestrales.
El mundo crece sin que los hombres lo adviertan como el niño o la planta; el hombre se humaniza aun cuando las apariencias hacen pensar más bien en su señalamiento. Nunca se está más cerca de la gloria que cuando se ha tocado el fondo de la ignominia o del dolor. Si el mundo envejeciese en su alma día a día, si de verdad llevaran razón los profetas de desventuras, es evidente que nunca habríamos estado más cerca del caos y de la más hosca irracionalidad.
Se habla de caída de valores, de agudización de la iniquidad, de desaliento colectivo, de crisis mundial de identidad. Pero, ¿y si todo fuera sólo una crisis de adolescencia? ¿Y si el mundo estuviera viviendo globalmente todo ese infierno interior del muchacho que ya no se siente niño y se rebela contra la norma para sentirse autónomo, pero que al mismo tiempo aún no se siente hombre y no se atreve a dar el salto y se refugia en la ambigüedad de un comportamiento que refleja todos los caracteres de una crisis de identidad? En ese caso, la humanidad tendría todas las apariencias de un ser humano que forcejea por ser adulto, pero sintiéndose al mismo tiempo aún incapaz de vivir en plena libertad tanto su fe como su incredulidad, incapaz de vivir en libertad y sin avergonzarse ni de la una ni de la otra, incapaz de vivir sin juzgarse y sin juzgar.
¿Cómo poder individualizar si en realidad se trata de una auténtica crisis de fe la que el mundo está atravesando o más bien es un hervor de adolescente que se prepara a entrar eri el reino de los adultos?
Como una enfermedad que se diagnostica a través de los síntomas también este escozor que se advierte en las conciencias de los hombres habrá que analizarlo por sus síntomas que a veces serán muy sutiles.
Algunos ya se advierten en el horizonte incluso bajo una cáscara aparentemente negativa. San Juan de la Cruz dio una imagen muy gráfica de lo que ocurre cuando un hombre ha empezado a entrar en un proceso de madurez interior. Dice que es como un trozo de leña verde arrojada al fogón. En un primer momento, cuando el fuego abrasa la leña todo se llena de humo y lloran los ojos, y parece que el fuego se va apagar. Pero si se tiene paciencia se verá que el fuego acaba siendo más fuerte y que poco a poco el humo se desvanece y empieza a brillar la llama y a aparecer las ascuas. Hoy se advierte también mucho humo que envuelve a la humanidad, que amenaza con convertirse en una noche sin luz. Pero mirando con mayor atención se pueden ya advertir también los primeros reflejos del adulto que empieza a nacer.
¿Que dónde están esos indicios? Yo los veo, por ejemplo, en el hecho de que hoy nadie se atreve ya fuera de un gran ignorante a declararse ateo, ni siquiera antielerical. Se dirá al máximo: "No soy creyente, pero tampoco ateo". En que ciertos atropellos cometidos contra el ser humano se siguen realizando, pero ya no se ligitiman y se combate para eliminarlos; en que aún el hombre más machista de este mundo no puede ignorar que la mujer de hoy no es ya la misma de ayer y que por lo menos hay que llegar a pactar con ella; en que hasta la derecha más fascista se avergüenza de confesar que es alérgica a los valores de la justicia y de la libertad; en que el hombre ya no vive obsesionado por el pecado, por los dioses o por el más allá; en que, la felicidad no es vista como un castigo ni la pobreza y el valor como una bendición mandada por los dioses.
Y aunque es verdad que nunca la vida de un hombre ha valido quizá menos en el mercado del mundo y que se palpa por todas partes un recrudecimiento de la violencia y aparecen en el horizonte peligros inéditos de alienación humana, también es cierto que nunca se ha dado al mismo tiempo tanto valor a la vida, aunque ésta sea la de un pordiosero, la de un minusválido, de un drogadicto o de un criminal empedernido.
Y es ya un síntoma de madurez colectiva el hecho de que ciertas cosas, aunque se sigan haciendo o pensando, ya no se puedan defender, que se tenga tanto miedo de perder la identidad humana, que nadie sea ya capaz de justificar una matanza bajo cualquier bandera que se perpetre, que nadie se atreva ya a legitimar la esclavitud abierta o solapada, que hasta el más cínico torturador de turno no pueda ya defender en público su derecho a maltratar a un ser humano por el motivo que sea, y por fin, que los jóvenes, la mayoría, amen siempre menos la guerra y la pena de muerte.
Es quizá poco, muy poco ante tanta bajeza y suciedad, horror y miseria como aún atenazan y aplastan a millones de seres nacidos. Pero pienso que sea al mismo tiempo suficiente para autorizarnos a pensar que quizá no todo esté aún perdido y que el mundo haya incluso empezado a salir de su crisis de adolescencia, y que pueda estar hasta resucitando de su letargo de siglos. ¿Seré demasiado optimista?
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