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Los intelectuales y el poder

A finales de la década de los cuarenta y primeros años de los cincuenta nos reuníamos los sábados por la tarde en un antiguo café de Bilbao un grupo de jóvenes universitarios con intelectuales de muy diversa edad, dedicación y procedencia. Eran unas tertulias bastante concurridas en las que se trataba de todo lo divino y lo humano, con posibilidad de explayarnos a gusto para desahogo de nuestras inquietudes, que se adaptaban difícilmente al ambiente de aislamiento político y cultural en que vivíamos entonces los españoles. El lugar se llamaba La Concordia, y quizá lo habíamos elegido para reunirnos por su nombre, a pesar de resultar un local más bien inhóspito y frío para tertulias culturales. Sin embargo, la amabilidad con que nos acogía el dueño y los camareros, que aguantaban nuestra presencia horas y horas con una sola consumición, compensaba con creces el ruido de las mesas en que se jugaba al mus o al dominó. Junto a La Concordia asentaba sus reales el elitismo de la por entonces supercerrada sociedad bilbaína y de la Bolsa de Bilbao, que en aquellas fechas marcaba récords diarios en sus cotizaciones. Posiblemente, el contraste de ambas proximidades nos empujaba hacia una cierta contestación social en las tertulias, y la pintura, la poesía, el teatro y la novela social figuraban entre nuestras actividades preferidas, en unos casos como autores o protagonistas, en otros como simples espectadores. Casi todos los asistentes a la tertulia nos movíamos -con diversos grados de actividad- en planteamientos de oposición al franquismo, buscando sinceramente una senda democrática que permitiera dotar a la sociedad española de mayores niveles de justicia y de los aires de libertad y modernidad que se respiraban al otro lado de los Pirineos.Ni el momento histórico ni las estrecheces económicas de los bolsillos familiares resultaban propicios para viajar por Europa, por lo que intentábamos seguir el acontecer cultural y los nuevos modos de pensamiento del mundo exterior a través de la lectura de publicaciones extranjeras conseguidas merced a los oficios de algún buen amigo librero o de la mano de los que habían tenido la oportunidad de cruzar la frontera. Las ediciones argentinas nos ofrecían la posibilidad de leer a Machado, Alberti, Hernández, Lorca, Bergamín, etcétera. Plásticamente, algunos habíamos tenido la suerte de descubrir a Cézanne a través de Vázquez Díaz, cuyo estudio en Madrid de la calle de María de Molina frecuentaban Agustín Ibarrola y algunos otros jóvenes pintores vascos. En el cine nuestros afanes iban desde la visión semiclandestina del Acorazado Potemkin, de Eisenstein, y El perro andaluz, de Buñuel, hasta el interés por todo lo que representaba el neorrealismo italiano, y de forma especial Ladrón de bicicletas y Milagro en Milán, que dieron lugar a largos y profundos debates entre nosotros. Además de Ibarrola, recuerdo entre los contertulios al poeta Gregorio San Juan, al escritor y periodista Luciano Rincón (que con el seudónimo de Luis Ramírez escribió en la editorial Ruedo Ibérico algunas obras de interés sobre el franquismo) y, aunque menos asiduo en su asistencia, a Blas de Otero.

Fue precisamente Blas, al salir de una de aquellas tertulias, mientras paseábamos por el campo de Volantín viendo brillar en la ría las luces de los anguleros, quien planteó la cuestión objeto de estas líneas: ¿cuál debe ser el papel y el grado de compromiso del intelectual en la sociedad? ¿Y cuál su actitud ante el poder? Él mismo se respondió sosegadamente, como si estuviera recitando los primeros versos de su poema Pido la paz y la palabra: "Yo creo que tiene que ser a un tiempo idealista y crítico. Con el idealismo del utópico para mover a la sociedad, y con la crítica del racionalista para provocar la reflexión". Un encuentro inespe-

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rado en el paseo le hizo cambiar de conversación y me quedé sin saber si sus palabras eran sólo la confesión del poeta incomprendido que lucha por hacer oír su grito de protesta ante la insensibilidad que le rodea, o la del filósofo que ha llegado a una conclusión final tras un largo proceso de razonamiento. De algo no me cabe duda: Blas de Otero pensaba que el intelectual y el poder -cualquiera que sea el carácter de éste- difícilmente pueden estar bien avenidos. Quizá porque el hecho de tener el poder mueve demasiado al pragmatismo o porque tiende a hacer a las gentes más conservadoras. Y Blas era de todo menos un pragmático o un conservador.

Lo cierto es que el intelectual no está fuera de la tentación. Y caer en las que ofrece el poder -sobre todo por vía de la vanidad- es un riesgo humanamente comprensible por mucho que debamos lamentarlo. En todo caso, la función del intelectual en una sociedad como la española, que necesita seguir avanzando en el cambio y que está sometida a tantas presiones e intereses contrapuestos, resulta tan importante que no me parece ocioso llamar la atención sobre el peligro de que el poder y el mundo de la intelectualidad lleguen a un status quo en el que se pierda la vitalidad que supone la síntesis enriquecida de ese idealismo y de esa crítica a la que Blas de Otero se refería. La sociedad, en general, y la española en particular, no han sabido comprender bien, y menos apreciar, el alto valor de esa función. Como dice Sartre en su Plaidoyer pour les intellectuels, que estos días he tenido la oportunidad de releer, se reprocha al intelectual "que se mezcla en lo que no le concierne", y añade: "A un investigador que trabaja sobre la fisión del átomo para perfeccionar los instrumentos de la guerra atómica se le llama, pura y simplemente, sabio, pero si estos mismos sabios, alarmados por la potencia destructora de estos artefactos que con sus descubrimientos permiten fabricar, se reúnen y firman un manifiesto para poner en guardia a la opinión pública contra el empleo de las armas atómicas, se convierten en intelectuales".

Personalmente, pienso que en esa actitud del intelectual de meter las narices donde nadie le llama, no dejándose manipular ni cediendo ante ninguna presión, sino haciendo valer el peso específico que la notoriedad de sus conocimientos o actividades les ha permitido alcanzar para denunciar, desde su visión de la verdad, cualquier peligro para el hombre o abuso de poder, está una de las principales defensas de las libertades del ciudadano y de los logros conseguidos por el hombre como miembro de la comunidad. Quizá, a la postre, el único modo de evitar que en el frenesí histórico actual acabemos propiciando nuestra autodestrucción o perdiendo nuestra verdadera identidad. Por eso, frente a quienes desprecian a los intelectuales, intentan comprarlos o simplemente pretenden hacerlos responsables de todo lo malo que ocurre, yo me atrevo a repetir lo que dicen los ingleses de su reina: "Dios guarde a los intelectuales".

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