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Cortometrajes

(La tortura). Que la tortura es el mayor de los males concebibles no sólo se acredita por el sentimiento de la tradición popular, con el mito de Pedro Botero, donde los condenados son retenidos en calderas de pez hirviendo por los tridentes de esa especie de funcionarios de prisiones de la Justicia Divina que son los diablos rasos, de rabo rematado en punta de pincel, sino también por la tradición letrada, en la que Dante Alighieri representa su cittá dolente como un gran Luna Park de diferentes clases de suplicios. Esto no tiene apelación posible: cuando los hombres han querido imaginarse el infierno, el mal supremo, no se les ha ocurrido más que la tortura. Sólo una sucia aberración positivista, más atenta a fraguar criterios de culpa o de disculpa para el torturador que a penetrarse del dolor del torturado, puede haber reputado el matar como un daño y un pecado mayor que el torturar. Mentalidad, al fin, de agente de seguros, porque el torturador se agarra a la presunción de que él, después de todo, deja viva una persona jurídica, siempre, en caso de error, pecuniariamente indemnizable.(Sentimiento y convicción). "Certo i'piangea, poggiato ad un de rocchi / del duro scoglio, sì che la mia scorta / mi disse: 'Ancor se' tu degli altri sciocchi?' / Qui vive la pietá, quando è ben morta. / Chi è più scellerato di colui / che al giudicio divin passïon porta?" (La divina comedia, Inf XX, 25-30). Es un error pensar que hacen falta muy malos sentimientos para aceptar o perpetrar los hechos más sañudos; basta el convencimiento de tener razón. Aún más, acaso nunca el sentimiento haya sabido ser tan inhumano como puede llegarlo a ser la convicción. Así, sólo la estólida y obligatoria convicción de que Dios tiene siempre razón ha podido hacer que los hombres acepten ideas tan monstruosas como la del infierno. Tal como Dante, aun a depecho suyo, lo atestigua, los hombres son, con todo, siempre mejores que sus convicciones, o sea, que sus dioses. ("Tanto lloraba yo contra la roca / del áspero cantil, que mi compaña / "¿Aún eres tú", me dijo, "de los necios? /Aquí, piedad es no tener piedad / ¿Quién es más miserable sino aquel / que ante el juicio de Dios aún siente pena?").

("¡Todavía, don Abel... !) El Guerra tuvo una mala tarde el día en que no se le ocurrió cosa mejor que definir las dictaduras como "paréntesis inútiles en la historia de los pueblos". Primero, porque no hay nada más falso, ya que es en las dictaduras, justamente, donde el delirante culto de la Historia, que, coronando y suplantando las viejas religiones, asola al mundo desde el siglo XIX, alcanza sus más altas cotas de fanatismo y de demencia, "forjadoras de Historia", las dictaduras fascistas, y ejecutoras de sus "leyes objetivas", las marxistas; y, segundo, porque, pretendiendo ser un vituperio, no sería, en verdad, sino el mayor encomio que pudiera hacerse de un régimen político. "Paréntesis inútil en la Historia" se aproxima, en efecto, a la mejor idea que cualquiera podría hacerse de un tiempo feliz. ¡Tiempo feliz aquel en que el vivir humano fuese realmente inútil, carente de sentido, o sea, fin en sí mismo, y no instrumento de futuro alguno ni eslabón de cadena de ningún devenir. ¡El machadiano vicepresidente no debería echar en saco roto el, no por humilde y cansado menos rotundo, Non serviam! al Futuro y a la Historia del testamento de Abel Martín: "¡El tiempo y sus banderas desplegadas! (¿Yo, capitán? Mas yo no voy contigo) / ¡Hacia lejanas torres soleadas / el perdurable asalto por castigo!"

(El Espíritu universal monta a caballo). La galerna del viejo Yavé volvió a tronar. El último y más pavoroso ataque de hybris y soberbia del sangriento e iracundo borracho del Sinaí se llama Historia Universal. Hegel fue su profeta: disfrazado de lechuza vespertina, era, en verdad, halcón anunciador de nuevos y más mortíferos amaneceres.

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(Diosas). Entre dos grandes bestias, no sé cuál más feroz, Naturaleza e Historia, se agolpa, despavorida, la progenie humana. Pero, al igual que sus más primitivos ancestros, sigue alzando por dioses, rindiendo aterrado culto y ofreciéndoles sacrificio apotropaico, a sus más insondables y mortales enemigos. Así adora por madre a la inhumana bestia de la Naturaleza y por maestra a la cruenta bestia de la Historia.

(Anti-Goethe). A nadie podría sentir yo más ajeno y más contrario que al que dijo: "Gris, mi querido amigo, es toda teoría; / verde, en verdad, el árbol dorado de la vida". Siempre me ha parecido a mí, por el contrario, ser la vida lo gris, y aun lo lóbrego, lo siniestro, polvorienta y reseca momia de sí misma. Verde, tan sólo he visto, justamente, el árbol ideal de la teoría; dorada, sólo la imaginaria flor de la utopía, que brilla entre sus ramas, como una bombilla temblorosa e impávida, desafiando la ominosa noche en la ciudad bajo los bombarderos.

(Imble, 1). Nadie logra meterme tanto espanto como esos que gustan de decir con una espeluznante complacencia: "Es un proceso ab-so-lu-ta-men-te i-rre-ver-si-ble". Toda esa serie de palabras que empiezan por in y terminan por ble, irreversible, imprescriptible, inalienable, inamovible, inmarcesible, irrenunciable, inexorable, ineluctable, etcétera, ¡no sé qué especie de lívida oscuridad pretende convocar en derredor de todo el horizonte, sulfurando la atmósfera de tanta malevolencia y amenaza! No se diría, en verdad, sino que todas ellas quieren al fin decir una y la misma cosa, cual si hubiesen nacido de una única palabra, que se multiplicó en ejército para rodearnos y aterrorizarnos.

(Imble, 2). Ante esa forma tan especial de detenerse a espaciar silabeando la palabra i-rre-versi-ble tal vez lo que sospechamos en su boca no sea sino el sabor de la íntima y tenebrosa complacencia con que se abandonan a una feliz e incondicional complicidad con lo fatal, en la medida en que ésta les permite sentirse relevados del valor de plantar cara a la imponente hueste del destino y exonerados de empuñar la espada de la responsabilidad de lo posible.

(Do not disturb). Quien dice que hay que estar a la altura de los tiempos o ir con el signo de los tiempos, sabiendo que nadie puede sustraerse a la servidumbre de tener que sufrirlos y aguantarlos está movido al cabo por un temor rastrero que le impulsa a evitarles a los tiempos hasta una mala cara, un gesto de impaciencia, o aun el más leve ruido que les turbe el sueño; como el gerente de un hotel de lujo, servilmente aterrado ante la posibilidad de la más pequeña queja por parte del millonario americano, se afana sin descanso por que todos, unánimemente, sonrían a los tiempos, tal vez para evitar que alguien acabe induciendo en él la turbación de empezar él mismo a sospechar de ellos y de su autoridad, lo cual podría ser la fatídica señal que desatase finalmente la instrucción de la causa, cuya urgencia ya está, clamando al cielom, del proceso a los tiempos, es decir, a la Historia Universal.

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