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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El español y los partidos

EL ESPAÑOL se resiste a afiliarse a los partidos políticos, según una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (EL PAIS, 27 de marzo), y a cualquier tipo de asociación capaz de intervenir en la vida pública. De este hallazgo estadístico, hecho a los siete años de la legalización real de los partidos, se podría obtener la confirmación del viejo dictamen de individualismo contra el que ya hace años se aIzaba un historiador (Mario Aguilar), alegando, entre otras cosas, que no podía ser individualista el pueblo que produjo la Compañía de Jesús y la Guardia Civil, "las dos organizaciones más disciplinadas que ha conocido el mundo". No obstante, hay algunas etapas en nuestra formación histórica que han podido presentar la actitud política como un "sálvese quien pueda", y una reducción continua al más pequeño de los posibilismos, y una presión unificadora a rajatabla que han podido hacer desconfiar de la acción pública organizada.Fuera de leyendas y abstracciones, la realidad es que el hoy de los partidos produce una indudable retracción. España ha ido a entrar por primera vez en un régimen de partidos en un momento universal, y particularmente occidental, de desgaste profundo de las ideologías de todas clases y, por tanto, con la anulación de unos límites soñados de perfección. La falta de creencias absolutas y la eventualidad de cualquier certidumbre puede ser un importante elemento positivo para el desarrollo del hombre, y lo está siendo ya en cuanto libera la ciencia y la técnica, pero en España. todavía no ha producido más que escepticismo y desapego. Los partidos sin fe tienen aquí poco público. A esta de sideologización de los partidos se suma la de su formación. Creados unos, o sostenidos duramente, en la clandestinidad, otros para el uso del poder, en pocos casos han emergido, como era tradición y como es la verdadera esencia de su origen, de abajo a arriba, sino al revés. La clandestinidad no permitía permeabilización de las bases y requería, más que inteligencia política, condiciones de arrojo y voluntad. Y el uso del poder fue una atracción para la creación de partidos desde arriba. Las dos clases de partidos se han derrumbado. Ninguna sociedad occidental, en ningún momento de su historia, ha ofrecido un ejemplo tan singular de desplome como el que ha sucedido en España con el PCE y con UCD, casos, respectivamente, de clandestinidad y de uso de poder.

Los partidos existentes en la actualidad tienen todavía un comportamiento dudoso con respecto a sus afiliados: la cuestión de la democracia interna está generalmente mal resuelta, y las bases tienen muchas veces la sensación de que no son escuchadas y atendidas, de que el partido no es suyo. No es fácil que lo sea. La conciencia de clase -de las diferentes clases- está falseada; la persona tiende a estar cruzada de intereses muy diversos -ecologistas, sexistas, de clases, de edad, autonómicos, internacionales, económicos, de costumbres, de religión-, que intentan, y no sólo en España, huir del simplísmo de los programas, que por abarcar más se hacen menos precisos y más atenidos a generalizaciones. Coincide todo con una tendencia al bipartidismo, o por lo menos a la supervivencia de los aprtidos grandes y la destrucción de los pequeños (incluso por el designio contenido en las matemáticas de las leyes electorales), que desalientan las peculiaridades y los arranques de nuevas formas o programaciones.

Entre la complejidad del diseño, el escepticismo que ocupa el lugar de la creencia, la eminente sospecha de que hay fuerzas más allá del Parlamento - y aun de la nación- que no se pueden dominar, el evidente arrastre histórico de muchos de siglos de abscilutismo y la relativa impermeabilidad de los partidos políticos hacia sus masas, se produce ese desapego, que se traduce en una falta de afiliación y en una tendencia al abstencionismo electoral y la falta de participación en la vida pública. Es un problema de nuestro tiempo, incluso muy peculiar de nuestro tiempo, sobre el que hay que reclamar la reflexión de los responsables de los partidos. En el sentido de que más vale una pérdida momentánea de poder y de imagen si a cambio consiguen una representación más real de sus afiliados, una mayor lealtad hacia lo que debe ser realmente cada partido: una emanación clara de la voluntad popular de un sector.

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