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La caja erótica

Alguien definió el cine como la gran caja de resonancia de las fantasías eróticas masculinas. Un sueño prolongada y a veces pesadillesco, repleto de símbolos de una cierta sexualidad -unilateral, porque refleja sólo la imaginación de los hombres- y de carácter compensatorio. Toda una industria rica y compleja se habría montado para desplegar esos fantasmas, las alucinaciones eróticas masculinas, a partir de la cual un curioso investigador del futuro podría descifrar las claves, las referencias de lo imaginario.

Esto es verdad desde el momento en que el cine surgió como una empresa de hombres, hecha por hombres, aunque el producto -el filme- no estuviera destinado en principio sólo a ellos; pero al hacer cine -en el fondo: narrar historias a través de la imagen, interpretar y representar el mundo interior o el exterior los hombres no podían menos que otorgar un carácter universal a sus propios gustos, a sus valores, a su estética y a su ética. Guionistas, fotógrafos, directores y productores varones pusieron en marcha esta gigantesca máquina de sueños, donde la mujer ocupó un lugar casi pasivo: fue actriz, es decir, dio cuerpo (nunca mejor dicho) a las fantasías eróticas masculinas. Sólo muy tardíamente en la historia del cine empezaron a surgir directoras, guionistas o productoras, y casi siempre de manera excepcional: la proporción confirma la regla.

La crítica cinematográfica y el ensayo, tarea paralela a la creación y en diálogo con ella, de suma importancia en el análisis de estética y contenidos, ha sido también un coto privado de los varones. En cambio, el cotilleo, la parte social del cine, correspondió a veces a mujeres (como la famosa y temida Louella Parsons), pero a mujeres completamente asimiladas a la concepción del mundo tradicional, que aceptaron plenamente su rol de gallinas chismosas con su huevo del mal bajo las alas.

Para satisfacer las fantasías eróticas (o proyectarlas) de este universo unilateral fue necesario inventar a las estrellas, y las manipulaciones que sufrieron muchas mujeres para serlo harían enrojecer de vergüenza a cualquiera que no estuviera acostumbrado a aceptar que las mujeres son, en principio, el receptáculo de los sueños frustrados de los hombres. (Recordar sólo a Rita Hayworth o a Marilyn Monroe, calafateadas, rehechas, engordadas o adelgazadas; aderezadas, en resumen, para complacer esas fantasías.)

El enorme poder del cine como medio de difusión de valores, estéticas y éticas y la ausencia de una crítica, por lo menos, ejercida por los sujetos pacientes de esta gran industria (las mujeres) tiene unas consecuencias incalculables sobre nuestra cultura y nuestra visión del mundo. Hemos sido educados y preparados eróticamente para aceptar esos modelos de relación y esos moldes de belleza, esos estereotipos, esa concepción del mundo unilateral y reductiva.

Desde cierto punto de vista, hay que admitir la dosis de satisfacción y de encantamiento que encierra la propuesta: ver representadas en gran tamaño, actuadas y vividas como si fuera verdad las fantasías de la mitad de la especie es una fuente de compensación y de catarsis digna de extender a todo el género humano. El problema consiste en que esta felicidad -encontrar en la pantalla la representación más o menos sublimada de nuestros deseos- es, a la vez, un vehículo de difusión de valores, de hipótesis acerca del mundo. Porque la definición del cine como una inmensa caja de fantasías eróticas, siendo cierta, no es más que una parte de la verdad. La otra parte, más compleja aún, es que cualquier película, por mala que sea,

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refleja una escatología, emite juicios y proyecta no sólo los deseos ocultos o sublimados, sino también modos de convivencia, arquetipos sociales, aquellos de quienes en último término la producen, tienen el poder para hacerla. En este sentido, el cine sería un magnífico documento para contestar varias preguntas: ¿cómo creen los hombres que deben ser las mujeres; deseables?, ¿cuáles son los atributos de la virilidad?, ¿qué es el poder?, etcétera.

Gran parte del cine que la crítica (masculina) alaba y consagra es complaciente con los deseos y los valores del público masculino, aunque en principio no esté dirigido sólo a él. Pero se da por sentado que estos deseos y valores son universales. Así, por ejemplo, cualquier manual de cine (escrito por hombres), cualquier página informativa de los periódicos en la sección espectáculos (escritas, en general, por hombres) nos enseña a considerar el filme El hombre tranquilo, de John Ford, como un clásico admirable, una obra de arte, y la televisión nos lo regala a menudo, por si alguien todavía no la vio. Y no he leído nunca, en cambio, un análisis de esa clase de infantilismo mental limítrofe con la oligofrenia que es esa larguísima escena final donde todos los hombres del pueblo se dedican a boxear entre sí, como prueba de virilidad. Por supuesto, se dirá que Ford buscó la comicidad, pero hay una complacencia en todo el filme que ahuyenta la crítica: el costumbrismo suele ser una excusa para la conformidad o el conformismo.

Un porcentaje muy alto del cine que vemos en la pantalla grande o la pantalla pequeña gira en tomo al sexo, la violencia o el poder, vistos desde un punto de vista solamente masculino.

Y es una visión del mundo que padece, en general, de infantilismo crónico. Esos arquetipos (vaqueros peligrosos, ladrones peligrosos, policías peligrosos, automóviles peligrosos, rubias peligrosas, morenas ídem) nacen de representaciones muy primarias del sexo, del poder, de la violencia. Corresponden a un mundo infantil en que se juega a policía o a ladrón (a terrícola o a marciano), o bailarina o a enfermera.

Aunque la mayoría del público sea posiblemente femenino, el cine es cosa de hombres: lo dirigen, lo escriben, lo producen, fabrican las estrellas y, además, escriben la crítica. No hay resquicio, casi, para la tarea que me parece más estimulante de todas: el análisis, a través de esa amplia iconografía, de los mitos y símbolos de un quehacer masculino directamente emparentado con los valores en los que creen y que a la larga configuran el mundo en que vivimos. Porque están encantados con su máquina de sueños, sin saber que esa máquina también los desnuda, los describe, los glorifica, y esconde, oculta la irrisión. (No hay mucha distancia entre John Wayne, el reaccionario impasible, recibiendo y dando trompadas, y las alucinantes escenas documentales de Beirut, con cientos de soldados en diversos uniformes disparando, matando y muriendo con naturalidad, o la permanente sonrisa de Arafat, que ninguna muerte, ningún dolor consigue esfumar, como niño entre juguetes mecánicos. Las mujeres, entretanto, huyen.)

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