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Violencia y comunicación

Fernando Savater

Quizá una de las meditaciones más lúcidas sobre la existencia de la violencia efectuadas por la modernidad sea la de Sartre en su obra póstuma Cahiers pour une morale. En espera de la traducción del libro, el lector de lengua castellana cuenta ya con la impecable síntesis realizada por Celia Amorós para la revista Tiempo de Paz, que será seguida por otro estudio sobre el tema de la guerra en los escritos póstumos del pensador francés. Para Sartre, quien elige la vida de la violencia como opción existencial afirma de este modo la inesencialidad de todo lo existente frente a la urgencia de su deseo concretado en determinado proyecto. El mundo -entendido como un orden de seres vivos, exigencias físicas o biológicas, instituciones, etcétera- no tiene otra relevancia que el de pura resistencia frente a lo que a toda costa yo quiero que se cumpla. "La violencia es apropiación del inundo por destrucción -señala Celia Amorós, glosando a Sartre-: he de hacer que el objeto me pertenezca en su deslizamiento del ser a la nada, siempre que esa nada sea provocada por mí. A falta de poder fundar el objeto en su ser a través de mi libertad -como hace el artista en la creación de la obra de arte-, pongo mi libertad al servicio de fundarlo en su nada". El anhelo sin límites, es decir, sin reconocimiento de lo otro, sin respeto, contrasta con lo limitado de mi capacidad creadora: la negación violenta promete así el único infinito al alcance de los seres finitos. La violencia es un delirio impotente de omnipotencia.Por supuesto, la violencia está ya objetivamente establecida en el mundo sin esperar a que tal o cual individuo particular opte por ella. Residuos institucionalizados de infinitas coacciones y emancipaciones gravitan sobre cada uno de nosotros, en determinadas circunstancias históricas con presión abrumadora. Y entonces cabe la tentación de asegurarque la violencia es "ley de vida", que sólo puede ser contrarrestada por otra más fuerte de signo inverso (en realidad, esa otra no sería otra más que por su mayor grado, no cualitativamente). La verdad es que casi todas aquellas cosas contra las que el hombre lucha en su interminable despegue de la necesidad animal son leyes de la vida; el dominio del débil por el fuerte, la cadena de las venganzas, la supervivencia sólo de los más aptos, la desigualdad en el reparto social de los bienes. La esclavitud, por ejemplo, fue una ley de la vida hasta anteayer, lo cual, a juicio de muchos, no la mejoraba en absoluto. Ahora se ha reconvertido en otras formas de servidumbre frecuentemente poco apetecibles, pero siempre mejores que ser esclavo: ¿no sería posible que con la violencia pudiese pasar algo parecido? Probablemente, el violento dirá que entre la esclavitud o el salario no hay diferencia alguna sustancial; todo da igual, llevar cadenas o pagar impuestos, que algún abuso del poderoso quede impune o que no haya forma alguna de control sobre el poderoso, tener gripe o cáncer, el adversario o el enemigo, ser rojo o estar muerto. El discurso de la violencia se establece sobre un principio de indiferencia universal: todo da igual, si no es lo que yo quiero. Cualquier gradualismo, cualquier distinción o preferencia relativa es una forma de complicidad con el mal absoluto. Esta aniquilación por desprecio de los matices es exactamente lo opuesto a la tarea diferencialista del amor, que consiste en encontrar lo irrepetible allí donde la objetividad no constata más que rutina: los padres escuchando la primera palabra del hijo, el amanecer compartido de los amantes... Así se enfrenta la estupidez del odio al estupor venturoso del amor. El juicio de Salomón sigue siendo la mejor imagen de la crueldad clarividente a la que puede aspirar la institución como mediadora en el conflicto: presentar la espada de la violencia para dar una oportunidad a la revelación del amor y dejar al niño amenazado en manos de quien no está dispuesto a inmolarlo a la indiferencia brutal de su obstinación.

La única alternativa activa pero no destructiva a la violencia es la comunicación, centrada en tomo a ese instrumento privilegiado que es el lenguaje humano. Mi deseo reclama su gratificación de los otros, del mundo: si no se me concede de inmediato -y nunca se me concede de inmediato, salvo en la primera infancia- puedo optar por la impotente omnipotencia destructiva o someterme a la angustia inhibidora de la frustración (que en cualquier momento puede revertir en violencia). Pero hay una tercera vía, la propiamente humana, que consiste en actuar por medio del lenguaje. Puedo así influir en la conducta de los demás y entrar en acuerdo con ellos para que favorezcan mi designio gratificador; si no lo consigo a las primeras de intercambio, doy al menos cauce a la urgencia de mi deseo de un modo no aniquilador ni suicidario, es decir, abierto a lo posible y su promesa. Lo demás es. asumir la muerte como único reverso a nuestro alcance del todo. El aumento de las posibilidades de comunicación es un factor que favorece el aumento de conflictividad, pero disminuye en cambio la violencia. Frente a la doctrina establecida de que vivimos en una época inusitadamente violenta, ésta es la opinión del biólogo Henri Laborit: "Si la criminalidad interindividual ha disminuido notablemente a lo largo de estos últimos siglos, como demuestran todas las estadísticas mundiales y contra lo que los medios de comunicación intentan inculcarnos, lo debemos posiblemente a que la alfabetización y la utilización del lenguaje se han generalizado hasta tal punto que, según demuestra J. M. Besette con toda la seriedad de las estadísticas, el crimen sigue siendo atributo de quienes no saben expresarse, de quienes, aun teniendo algo que decir, lo dicen mal".

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Violencia y comunicación

Viene de la página 9Dos objeciones fundamentales suelen hacerse a la propuesta de sustituir en la medida de lo posible la violencia por la comunicación. Según la primera, el lenguaje también es violencia (y la violencia es un lenguaje); la segunda establece que la verdadera comunicación es imposible en las atroces circunstancias históricas en que vivimos. Veamos qué puede responderse a estas dos descalificaciones.

Decir que todo es violencia es una vaciedad seudopresocrática (como "todo es amor" o "todo es agua") o una decisión de esa visión indiferencialista típica de la propia opción por la violencia. Pero el lenguaje en cualquier caso no es violencia, aunque tanto aquél como ésta tengan su propio código. En una reciente asamblea estudiantil en que se hablaba sobre la violencia hubo una llamada teléfonica previniendo de la próxima explosión de una bomba. Se trataba evidentemente de una falsa alarma y así lo entendió todo el mundo, permaneciendo en la reunión; pero alguien llevó agua a su molino, señalando que también era violencia ese tipo de amenazas desmovilizadoras. Pues bien, incluso en ese tipo de comunicación mixtificadora y malintencionada mantiene el lenguaje su pacífico privilegio: porque para ninguno de los allí presentes era en modo alguno igual que se dijese que había una bomba o que efectivamente la hubiese y estuviese a punto de explosionar. Se trataba de un engaño, pero no de un crimen: y ¿quién no prefiere ser engañado que asesinado? Por lo demás, la violencia que pueda en cerrar decir "he puesto una bomba" viene de las bombas que efectivamente se ponen y no del lenguaje: la eficacia de la amenaza se extinguiría con la abolición del último explosivo... El lenguaje necesita mantener al otro en la comprensión y la respuesta hasta cuando miente, hasta cuando asesta una orden inapelable. También el tirano y el estafador, en cuanto que hablan, admiten el principio igualitario y reconocen semejantes. En cuanto a la violencia misma, no dice nada porque no conserva al otro ni espera la reciprocidad de la respuesta. Los auténticos lenguajes tienen siempre la complicidad de lo reversible, por agresivamente que funcionen: a quienes observan morosamente que también en un partido de fútbol o en una oposición a cátedra hay violencia "latente, sublimada, soterrada" es preciso responderles que estupendo y que ojalá todo fuera así.

Pero ¿es acaso posible la auténtica comunicación en las presentes circunstancias? Evidentemente no, ni nunca lo ha sido, si por tal se entiende la "situación ideal del diálogo" que preconiza el maestro Habermas. Pero en la defensa de lo que hoy mantiene la veracidad y transparencia de la palabra está la única esperanza de revocación de la injusticia dada. Sólo lo que se esfuerza por hablar es subversivo, en un mundo sometido a explotación por lo no dicho, por la sombra opaca de lo que no espera, admite ni posibilita réplica. De ahí que sean culpables de lesa comunicación (y fomentadores por tanto de la violencia) los poderes públicos en cuanto secretean, se niegan a explicar o, ciegan los cauces de diálogo que no logran manipular. Y también quienes afirman con hostilidad satisfecha "hablamos lenguajes diferentes", como si todo lenguaje no coincidiera con los otros en su querer comunicar, es decir, ser traducido. Al caso práctico: nada fomenta más realmente, más hondamente la paz del Estado que la protección y desarrollo del euskera, catalán, gallego, etcétera, porque cada palabra respetada es violencia evitada; pero nada más miserable que quien utiliza una de esas lenguas como arma de combate e incomunicación, como pura negación de la disposición a entender y ser entendido, porque mata el lenguaje que emplea más eficazmente que quien antaño lo prohibió. No es cierto que, si uno no quiere, dos no riñen: basta con que uno opte por la destrucción arrogante de la violencia para que ésta despliegue su lepra e inicie la mímesis vengativa. Para hacer lo realmente dificil, en cambio, lo realmente precioso -hablar, amar- hacen falta al menos dos: ahí está la gracia.

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