Un plan de reorganización de la OTAN
Líbano y la sucesión en la Unión Soviética han sido causa de preocupación en las últimas semanas, pero la Alianza Atlántica debe seguir siendo el eje central de la política exterior norteamericana. De su unidad depende la seguridad de los pueblos libres. De su cohesión dependerá cualquier esperanza que los nuevos dirigentes soviéticos ofrezcan para un nuevo diálogo. Desgraciadamente, al igual que las tormentas se repiten una y otra vez en la naturaleza, las crisis surgen de cuando en cuando en la Alianza Atlántica. Prácticamente, toda una generación de Gobiernos norteamericanos se ha vista implicada en alguna crisis. Sin embargo, las actuales polémicas en el seno de la OTAN no tienen precedente y resultan desestabilizadoras.En Alemania Occidental, Escandinavia, Holanda e incluso en el Reino Unido (aunque en menor grado), los movimientos pacifistas han estado arrastrando a sus Gobiernos hacia su política, a pesar de que estos Gobiernos no están de acuerdo con sus premisas. Además, los principales partidos de la oposición en Alemania Occidental y Reino Unido, que, por la naturaleza de la democracia, pueden lógicamente estar en el poder dentro de cierto tiempo, defienden una política que supone el desarme nuclear unilateral de sus países. Estos grupos tienen influencia sobre sectores clave de la opinión pública, por lo que demasiados dirigentes europeos, incluso algunos conservadores, han cedido a la tentación de demostrar sus intenciones pacíficas de un modo fácil, fingiendo estar conteniendo, por medio de sus servicios, a una Norteamérica belicosa e insensible. En consecuencia, se da entre los responsables de conformar las actitudes públicas, y consecuentemente responsables de marcar los límites de lo políticamente posible, un menor acuerdo intelectual o filosófico que en ningún otro período anterior. Esto crea una situación tremendamente peligrosa. Una Alianza no puede vivir únicamente de armas. Su mantenimiento exige un acuerdo básico de objetivos políticos que justifiquen y den dirección a la defensa común. Si los acuerdos militares son su único nexo, la Alianza se estancará antes o después. Será, sin duda, incapaz de aprovecharse de las oportunidades diplomáticas para reducir las tensiones. Ése es tema central que la Alianza Atlántica tiene hoy ante sí. Exige una solución que sea fundamental, incluso radical, en el sentido literal de ir a la raíz. Cuatro problemas en particular están debilitando la Alianza:
1. Falta de una estrategia común creíbIe. Las diferencias entre la estrategia formal de la OTAN y lo que el público está dispuesto a apoyar han aumentado peligrosamente. La denominada respuesta flexible diseñada en los sesenta sigue siendo la doctrina oficial de la OTAN. Cuenta, con una defensa de Europa que comienza con armamento convencional para ir escalando peldaños en la escalada nuclear, hasta alcanzar el nivel que sea necesario para detener la agresión soviética. En las circunstancias actuales, esta doctrina tiene un punto débil fatal: ni las fuerzas de tierra convencionales de la OTAN existentes ni las proyectadas son suficientes para repeler un ataque soviético convencional de importancia. Consecuentemente, la doctrina exigiría una. respuesta nuclear en una etapa temprana. Pero la paridad nuclear estratégica quita gran parte de su credibilidad a la amenaza de una guerra nuclear estratégica; no se puede presentar el suicidio mutuo como opción racional. Y, por ahora, no se ha desarrollado ninguna estrategia nuclear alternativa. Debido, en parte, a esto, la opinión pública, que no encuentra oposición por parte de la mayoría de Gobiernos de la OTAN, se está movilizando poderosamente contra cualquier dependencia de armamento nuclear, incluso táctico.
La Alianza se encuentra, consecuentemente, atrapada en una combinación precaria de a) número insuficiente de fuerzas convencionales, que lleva a b) una dependencia de las armas nucleares en c) un entorno estratégico que va debilitando más y más la amenaza de su uso y, consecuentemente, su valor como disuasivo, y d) un clima público de creciente pacifismo nuclear que socava la poca credibilidad que le queda. La falta de una política de defensa coherente deja a la Alianza, que posee un enorme arsenal de armas tremendamente destructivas, psicológicamente desarmada.
2. Las armas de alcance intermedio y el control de armamentos. La llegada de las nuevas armas de alcance intermedio norteamericanas a Europa, a finales del año pasado, fue aclamada, con toda razón, como un éxito importante. Si las manifestaciones populares y la presión soviética hubieran conseguido bloquear su instalación, la Unión Soviética hubiera conseguido de hecho un veto sobre las disposiciones militares de la OTAN. Pero a menos que la Alianza clarifique el objetivo de estos misiles, el éxito será transitorio, ya que la actitud básica europea hacia los misiles es la de un anfitrión hacia un invitado ya no deseado al que sería una torpeza retirarle a estas alturas la invitación a la cena. Algunas destacadas personalidades europeas creen ver en la presencia de los misiles un objetivo oculto norteamericano de confinar la guerra nuclear a Europa. Otros los consideran una de esas extrañas aberraciones norteamericanas que periódicamente alteran el equilibrio de la Alianza. Muy pocos reconocen, y aún menos están dispuestos a admitir, que, en realidad, los misiles son el nexo de unión entre la defensa nuclear estratégica de Europa y de Estados Unidos. Las armas capaces de alcanzar el territorio soviético comprometen a la nación norteamericana a la defensa de Europa; no permiten que Estados Unidos quede inmune.
La ambivalencia europea hace tremendamente difícil definir el progreso en el control de armamentos, al tiempo que la actitud prácticamente desesperada con la que se buscan los avances en este tema hace que su consecución sea menos probable. Los soviéticos se han negado incluso a discutir cualquier propuesta para equilibrar los misiles norteamericanos de alcance intermedio en Europa con el arsenal soviético de nivel inferior. Insisten en una total retirada de los misiles norteamericanos, pero manteniendo buen número de los suyos. El objetivo de dejar a Europa vulnerable al chantaje nuclear soviético es obvio. Y a pesar de todo, sectores significativos de la opinión europea siguen culpando a Estados Unidos por el punto muerto en las conversaciones. Tanto en Europa como en Estados Unidos tal actitud debe, con el tiempo, mermar el apoyo público necesario no sólo para el despliegue de los misiles, sino también para un control de armamento coherente.
3. Las relaciones Este-Oeste. Tras las profundas diferencias en estrategia de defensa y control de armamento, subyace una disputa paralela sobre la posición de la Alianza respecto a la Unión Soviética- Demasiados europeos aceptan la caricatura de un Estados Unidos dirigido por vaqueros de dedo fácil cuya beligerancia ha provocado la intransigencia de los soviéticos. Muchos norteamericanos, por otro lado, consideran ingenuas estas ideas europeas y creen que, junto con las manifestaciones pacifistas y neutrales, reflejan cierta tendencia a la pacificación que anima a los soviéticos a mostrarse intransigentes.
4. Las relaciones con el Tercer Mundo. La mayor parte de los dirigentes europeos creen que tienen una oportunidad especial para establecer relaciones de preferencia con los países del Tercer Mundo. En los puntos calientes de Oriente Próximo, África y América Central ven la política de Estados Unidos como totalmente impregnada de una obsesión con las ambiciones de los soviéticos; algunos esperan ganar favor con el Tercer Mundo mediante una disociación clara de Estados Unidos. Son muchos los norteamericanos que consideran tal comportamiento como un billete pagado con los sacrificios de Estados Unidos o como una incitación positiva al radicalismo en el Tercer Mundo. Tales diferencias serían saludables si llevaran a una política compatible y constructiva para los años ochenta y noventa. Pero, por ahora, no es así. Las recriminaciones mutuas han dado oportunidades para la guerra política de los soviéticos, incluso durante el período de estancamiento de la dirección del Kremlin. El Politburó está sin duda convencido de que el Oeste está tan paralizado en lo que respecta al armamento nuclear que no hay prisa alguna en controlarlo; los soviéticos pueden sencillamente esperar un tiempo a recoger los frutos de los temores de Occidente. En contraste, puede que Moscú se muestre preocupado por las medidas de la OTAN para acortar las diferencias existentes en fuerzas convencionales; de aquí su disposición a reanudar las conversaciones, que llevan 10 años agonizantes, so-
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bre la limitación del armamento convencional. ¿Refleja esto un auténtico interés por el control de armamento, o es una forma de impedir el urgentemente necesario reforzamiento de las fuerzas convencionales de Occidente creando las mismas condiciones por las que la opinión pública se movilizó por la cuestión de los misiles? ¿Y qué hay que pensar de los respetuosos ruegos de los principales países de la OTAN para la reanudación de un diálogo que los soviéticos han interrumpido? ¿O del alto rango de las principales delegaciones europeas, a excepción de la francesa, a los funerales, de Andropov, en comparación con los de Breznev de hace 15 meses, sobre todo después de que el Gobierno de Andropov se viera marcado por el flagrante intento de influir en las elecciones alemanas, la retirada de las conversaciones de control de armamento y el derribo del avión surcoreano, por no citar los 15 años de Andropov al frente del KGB?
¿Verán los soviéticos las peticiones occidentales de diálogo como una manifestación de buena voluntad, o van a sacar como conclusión de la necesidad de demostrar buenas intenciones tras meses de hostigamiento, que la intransigencia da buenos resultados porque Occidente tiene los nervios delicados?
¿No vamos a conseguir relajar las tensiones porque los soviéticos piensen que la situación ambiental puede reemplazar cualquier negociación sobre las verdaderas causas que dividen al mundo? Europa no está moderando a Estados Unidos, y Estados Unidos no le está apretando los clavos a Europa, tal como se puede pensar popularmente en cada uno de los bandos. Lo más probable es que cada uno esté en peligro de paralizar y desmoralizar al otro. La falta de unidad en Occidente es quizá el obstáculo principal al progreso de las negociaciones Este-Oeste.
Tal estado de cosas tiene causas más profundas que la política particular de cada bando. La actual estructura de la OTAN sencillamente no funciona; no logra ni definir la amenaza ni encontrar los métodos para hacerle frente. La situación actual está desequilibrada. Cuando un país domina la Alianza en todos los temas principales, cuando ese país elige las armas y decide su despliegue, dirige las negociaciones sobre control de armamento, marca la pauta en las relaciones Este-Oeste y crea el marco de relaciones con el Tercer Mundo, no hay mucho incentivo para hacer un serio esfuerzo común por redefinir las necesidades de seguridad o coordinar la política exterior. Tales esfuerzos conjuntos suponen sacrificios y tienen costes políticos. No es muy probable que los dirigentes hagan sacrificios ni que paguen los costes si no se sienten responsables de los resultados.
Un desequilibrio como el actualmente existente no puede corregirse simplemente mediante consultas, por muy meticulosas que éstas sean. A la larga, las consultas dan sólo resultado cuando los consultados tienen capacidad de actuar con independencia. En ese caso, cada lado trata al otro con seriedad; cada lado sabe que tiene que ganarse el consentimiento del otro. De otra forma, las consultas se convierten en sesiones informativas. Y un acuerdo refleja no convicción sino conformidad por falta de otra alternativa.
El desequilibrio actual no es nuevo. Existe desde la segunda guerra mundial. Pero la dependencia militar de otro país tiene un efecto acumulativo. Cuando la dependencia no es ya el resultado de la destrucción causada por la guerra sino de una elección política, hecha en condiciones de relativa prosperidad, puede engendrar un sentido de culpabilidad, de odio a sí mismo y un fuerte deseo de mostrar independencia de Estados Unidos siempre que hacerlo resulte seguro, especialmente en algunas cuestiones del Tercer Mundo y en ciertos aspectos de las relaciones Este-Oeste.
El problema se ha agudizado aún más porque la generación de dirigentes que crearon la OTAN ha desaparecido virtualmente. Quienes gobernaban Europa durante los primeros años de posguerra estaban todavía psicológicamente en una época en que Europa dominaba el mundo. Para ellos pensar en términos globales era algo natural. Los dirigentes europeos asumían la responsabilidad de su propia política de seguridad y la cedían de mala gana en circunstancias especiales. Pero han pasado casi 40 años desde el final de la segunda guerra mundial. Los nuevos dirigentes se formaron en una era en la que Estados Unidos era preeminente; les resulta políticamente conveniente delegar en nosotros la defensa militar de Europa. Son muchos, demasiados, los que intentan situarse entre las superpotencias, primer paso para la neutralidad psicológica. De ahí la esquizofrenia de Europa: el temor de que quizá Estados Unidos no esté dispuesto a arriesgar su propia población por una defensa nuclear de Europa, junto con la preocupación de que Estados Unidos arrastre a Europa a un conflicto no deseado por su torpe tratamiento de las cuestiones del Tercer Mundo o de las relaciones Este-Oeste.
La prisa por condenar nuestras acciones en Granada por parte de muchos de nuestros aliados europeos constituye un ejemplo. ¿Qué podrían estar pensando sus dirigentes? Teniendo en cuenta, sobre todo en el caso del Reino Unido, una total falta de consultas, no podían desear que fracasáramos. Eso hubiera afectado sin duda nuestra disposición a correr riesgos en defensa de otras áreas, incluyendo, en último caso, a Europa. Por el contrario, debieron pensar que sus acciones eran irrelevantes y que no suponían coste alguno: que no nos disuadirían, que no impodríamos castigo alguno y que, consecuentemente, podían, con seguridad, utilizar el incidente para apuntarse tantos con los progresistas de sus países y con los radicales del Tercer Mundo.
El cambio en la naturaleza de los dirigentes europeos ha sido paralelo al de Estados Unidos. Nuestras nuevas elites no rechazan a la OTAN más de lo que lo hacen sus colegas europeos. Pero, para ellos, también la Alianza es más una necesidad práctica que emocional; más un acuerdo militar que un conjunto de objetivos políticos comunes.
A ambos lados del Atlántico nos encontramos amenazados por el dominio de la política nacional sobre la estrategia política global. En Europa esto conduce, en demasiados países, a una neutralidad débilmente disfrazada. En Estados Unidos acelera nuestra ya fuerte tendencia hacia el unilateralismo y el aislacionismo.
Los dirigentes norteamericanos han ajustado, en demasiadas ocasiones, su política exterior a las presiones políticas, a las peleas burocráticas interiores o a las cambiantes modas intelectuales. La historia de la actitud norteamericana respecto a los misiles de alcance intermedio en Europa es un ejemplo. Se les propuso a los europeos en 19571958; se instalaron en el Reino Unido, Italia y Turquía en 1960 y se retiraron en 1963. Volvieron a ecer posteriormente, en formando parte de la fuerza multilateral de la OTAN, y se volvieron a abandonar en 1965. Se le volvió a proponer a la OTAN por tercera vez en 1978 y se volvieron a aceptar en 1979. No es sorprendente, pues, que los europeos que se están organizando para detener el despliegue actual lo hagan animados por el conocimiento de que las anteriores decisiones norteamericanas no han sido inmutalbes.
De manera similar, nuestros aliados han tenido que acomodarse de la apasionada defensa por parte de Estados Unidos de las SALT II a su rechazo, y, posteriormente, al hecho de que hemos tenido que cumplir un tratado que nos negamos a ratificar; de una doctrina estratégica de represalia masiva a otra de respuesta flexible; de una política de distensión a otra de confrontación, y, más tarde, de vuelta a la conciliación, por no mencionar los cambios en nuestra política sobre Oriente Próximo. Y todo ello además de los reajustes que se producen con los cambios de gobierno. Todo cambio de dirección deja víctimas entre los dirigentes europeos que han comprometido su situación nacional con una política que Estados Unidos abandona posteriormente. Cada bandazo anima una especie de neutralismo, pues los europeos intentan evitar quedar presos en los repentinos vaivenes de la política norteamericana.
La continuación de las tendencias actuales tiene por fuerza que conducir a la desmoralización de la Alianza occidental. Hace falta una acción de Estado explícita para dar un nuevo significado a la unidad occidental y una nueva vitalidad a la OTAN. En mi opinión, tal esfuerzo debe tener tres componentes: a) un papel más importante de Europa en la OTAN; b) una reforma de la organización de la OTAN, y c) una revaluación de los actuales efectivos de fuerzas de la OTAN.
Un nuevo papel para Europa
Durante la totalidad del período de posguerra, un axioma de la política norteamericana ha sido que, a pesar del malestar temporal que podría producimos, una Europa fuerte y unida era un componente esencial de la Alianza Atlántica. Hemos aplicado ese principio con dedicación e imaginación, en lo que podía depender de nosotros,en todos los aspectos a excepción del de seguridad. Con respecto a la defensa, Estados Unidos se ha mostrado, en el mejor de los casos, y al menos desde el fracaso de la Comunidad Europea de Defensa, indiferente a cualquier forma de europeización. Muchos norteamericanos parecían temer que una Europa militarmente unificada podría poner menos énfasis en las relaciones transatlánticas o podría chapucear sus esfuerzos de defensa, debilitando de esta forma la seguridad común. En realidad es todo lo contrario. En el campo económico, la integración tenía que llevar a la competición entre ambos lados del Atlántico, e incluso a cierta discriminación. Lo que define un mercado común, al fin y al cabo, es que sus barreras exteriores son más altas que las interiores.
En el campo de la defensa, en contraste, un aumento de la responsabilidad y unidad de Europa fomentaría una cooperación más estrecha con Estados Unidos. Una Europa que analiza sus necesidades de seguridad de una manera responsable tendría por fuerza que considerar esencial su asociación con Estados Unidos. Una mayor unidad en la defensa contribuiría, asimismo, a superar la pesadilla logística causada por el intento de cada nación europea de extender sus ya insuficientes esfuerzos de defensa a lo largo de toda la gama de armamento. Por ejemplo, hay por lo menos cinco tipos diferentes de tanques en la OTAN, diferentes tipos de artillería y diferentes normas para calcular el índice de consumo de munición. En un conflicto importante sería casi imposible mantener abastecida a esta mezcolanza de fuerzas.
He aquí, pues, la paradoja: la vitalidad de la Alianza Atlántica exige que Europa desarrolle una mayor identidad y coherencia en el campo de la defensa. No me refiero al tradicional reparto de las cargas, a que paguen más por los esfuerzos actuales. Pienso en algo más estructural, un equilibrio más racional de las responsabilidades. El presente reparto de responsabilidades no consigue que los aliados reflexionen de manera natural sobre sus objetivos de seguridad o sobre sus objetivos políticos. Todos han tenido miedo en llevar la iniciativa para el cambio de la situación actual, por temor a echar abajo toda la empresa. Pero como la falta de rumbo debe sin duda conducir a su derrumbamiento, si bien de una manera más imperceptible, las razones de Estado exigen un nuevo enfoque.
Reforma estructural
La reforma estructural no puede reemplazar a un sentido de propósito y a una doctrina clara. Pero, si se lleva con cuidado y tacto, puede servir para catalizar el desarrollo de unos objetivos políticos compartidos. Estos objetivos comunes exigen que los juicios europeos sobre seguri-
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dad, relaciones Este-Oeste y otras cuestiones surjan del propio análisis europeo. La simple aceptación de las decisiones norteamericanas, de sus informaciones y presiones, dan una fachada de unidad; unos objetivos compartidos exigen un mayor sentido de participación. Para ser más específico:
1. En 1990, Europa debería asumir la responsabilidad principal de la defensa terrestre convencional. Tal tarea está dentro de las posibilidades de un grupo de países con más del 150% de la población y el doble del PNB de la Unión Soviética. Además, los soviéticos tienen que dividir sus fuerzas en por lo menos dos frentes.
2. Esto exige que la planificación de la defensa de Europa sea una misión explícitamente europea. Hasta ahora, el comandante jefe del Mando Supremo Aliado para Europa ha sido un norteamericano. En la nueva organización, ese puesto tradicionalmente norteamericano debería ocuparlo un oficial europeo, probablemente con un ayudante norteamericano. Tal cambio dará también probablemente una nueva perspectiva a la planificación estratégica de la Alianza. Estados Unidos ha obtenido sus éxitos, por lo general, gracias al peso del material que nuestro inmenso potencial industrial ha puesto en nuestras manos. Ello ha tendido a tentar a nuestros dirigentes militares a igualar estrategia con logística. Los países europeos no han tenido casi nunca tal superioridad de material; por el contrario, han tenido que confiar en una mejor dirección y formación, en la iniciativa y en las tácticas; precisamente lo que necesita la OTAN en una época de paridad nuclear y de nuevo énfasis en la defensa convencional.
3. Desde el inicio de la OTAN, el secretario general, responsable (le dirigir la maquinaria política de la Alianza, ha sido europeo. En la nueva estructura, con mayor énfasis en la coordinación política, tendría más sentido que este cargo lo desempeñase un norteamericano, claro está, cuando el nuevo secretario general, lord Carrington, decida retirarse. Entretanto, no hay ningún otro dirigente occidental mejor cualificado para guiar la transición de la OTAN que el prudente y precavido Carrington.
4. Europa debería encargarse de las negociaciones sobre control de armamento que hagan referencia a las armas instaladas en suelo europeo. Hasta ahora, las negociaciones INF con los soviéticos. (sobre misiles de alcance medio) y las negociaciones MBFR (sobre fuerzas convencionales) han sido llevadas por delegaciones norteamericanas. Habría que europeizar tales negociaciones lo antes posible, con un presidente europeo, un vicepresidente norteamericano y una delegación mixta, aunque predominantemente europea.
La estructura que propongo permitiría a los europeos hacer frente, par propia iniciativa y en su propio contexto, a cuestiones que se llevan evadiendo desde hace lo menos dos décadas la definición exacta de una defensa convencional suficiente; la naturaleza del denominado umbral nuclear, el punto en el cual no hay otra alternativa que la derrota convencional o la escalada nuclear; la relación entre la estrategia y el control de armamento. Ya que se supone que las armas nucleares se emplearían solamente en caso de que fallara la defensa convencional, Europa tendría la responsabilidad de marcar el umbral nuclear por sí misma; aliviaría sus temores nucleares por el sencillo expediente de aumentar sus defensas convencionales.
Del mismo modo, la dirección europea de las negociaciones MBFR e INF dejaría la responsabilidad final tanto para los niveles de fuerzas convencionales como para el despliegue de misiles de alcance medio en Europa con los dirigentes de los países que tendrán que soportar la carga, para bien o para mal, del resultado de estas negociaciones. Esto es especialmente importante con respecto a los misiles de alcance medio norteamericano en Europa. Su instalación tiene sentido únicamente si los aliados creen de verdad que la posibilidad de un golpe nuclear de Europa contra territorio soviético servirá para disuadir a los soviéticos de un ataque convencional o del chantaje nuclear. Si nuestros principales aliados no comparten tal creencia, la base psicológica del despliegue de los misiles se evaporará.
La presidencia europea de las conversacions INF obligaría a los dirigentes europeos a hacer frente a la cuestión de manera directa; sus oponentes nacionales no podrían argumentar, tal como hacen ahora, que el principal obstáculo al control de armamento es la intransigencia de Estados Unidos.
En cuanto a Estados Unidos, participaría, naturalmente, en tales deliberaciones, desde una situación menos dominante, a través de su participación en el mando integrado, de su responsabilidad en la defensa nuclear y a través de sus fuerzas de tierra, mar y aire en Europa.
Un nuevo despliegue
La cuestión del nuevo despliegue de fuerzas norteamericanas les pone nerviosísimos a los europeos. La menor sugerencia de un cambio en la situación actual hiere su sensibilidad; evoca temores de una retirada norteamericana y la posibilidad de una neutralidad europea. Pero de continuar la tendencia actual, no hay duda de que será una de las cuestiones centrales de las relaciones entre los países de la Alianza. Hay que repasar ciertos hechos antes de tratar la cuestión en el contexto de un programa de reforma de la OTAN:
1. El actual despliegue en el seno de la OTAN de cinco divisiones norteamericanas con fuerzas de apoyo por mar y aire data de los años cincuenta, cuando la doctrina de la OTAN era la represalia masiva, reaccionar a la agresión con un golpe nuclear inmediato y apabullante contra territorio soviético.
La represalia masiva requería, paradójicamente, mantener el total de las fuerzas instaladas en el continente europeo por debajo del nivel exigido para una defensa convencional. La OTAN no quería tentar una agresión convencional soviética haciendo nada que sugiriera que la respuesta occidental se limitaría a medios no nucleares. De aquí que el despliegue de fuerzas convencionales norteamericanas reflejara criterios políticos, no militares: su intención era no dejar ninguna otra alternativa que la respuesta nuclear y dejar bien claro a los soviéticos que tales serían las consecuencias incluso de una guerra no nuclear. Las fuerzas convencionales europeas representaban una decisión política semejante: estaban concebidas como el detonante de nuestra respuesta nuclear. Desde el nacimiento de la OTAN, la plena defensa convencional no ha formado parte ni de su estrategia ni de sus es fuerzos de guerra.
2. Esta situación resultó anómala cuando el crecimiento de las fuerzas estratégicas soviéticas privó a una guerra nuclear general de gran parte de su credibilidad. No obstante, los efectivos de fuerzas convencionales d la OTAN no se han visto esencialmente afectados por el cambio. La OTAN ha mejorado su fuerzas convencionales pero no ha conseguido salvar las diferencias en ese terreno. Tal como dejó claro el actual comandante supremo de la OTAN hace poco, contando incluso las cinco divisiones norteamericanas que se han mantenido en Europa, la Alianza sigue sin estar preparada para resistir un fuerte ataque soviético por tierra durante unos cuantos días. La ambivalencia europea se mantiene aún en pie 35 años después de la creación de la OTAN. Nuestros aliados siguen indecisos a crear unas fuerzas lo suficientemente fuertes como para resultar una alternativa a las armas nucleares, y, sin embargo, gran parte de su opinión pública no quiere ni siquiera pensar en la disuasión nuclear.
3. Si tuviéramos que volver a empezar de nuevo, no creo que repetiríamos la decisión de los años cincuenta en las circunstancias actuales. Imaginemos que un grupo de hombres y mujeres sensatos de ambos lados del Atlántico se reunieran para planear una estrategia global sin verse constreñidos por el pasado. Imaginemos que surgiera de la premisa de que, en última instancia, la defensa de Occidente es indivisible y que la seguridad europea había que contemplarla bajo el aspecto de la defensa de Occidente en Europa, tal como señaló un inteligente observador francés, François de Rose. Este grupo llegaría sin duda a la conclusión de que la división más sensata de responsabilidades supondría que Europa, con una población y unos recursos económicos muy superiores a los de la Unión Soviética, se dedicara a la defensa convencional del continente europeo. Para mantener el equilibrio de poder global, tan esencial por definición para Europa como para Norteamérica, Estados Unidos pondría énfasis en unas fuerzas convencionales altamente móviles capaces de apoyar a Europa y de contribuir a la defensa de, por ejemplo, Oriente Próximo, Asia y el hemisferio occidental.
Esta división de responsabilidades permitiría también a nuestros militares trasladar parte de sus energías intelectuales e investigación científica de una hipotética guerra esotérica en un área en la que contamos con grandes aliados a la defensa de regiones en las que hay mayor probabilidad de conflicto. En estas regiones, nuestros aliados no suelen ver sus intereses directamente en peligro, y los países amenazados están en una mala situación como para contribuir al esfuerzo de defensa.
Incluso si empezáramos de nuevo, habría una causa irrefutable para mantener un número importante de fuerzas de tierra norteamericanas en Europa. Serían esenciales para que nuestros aliados no se sintieran abandonados y para despejar cualquier malentendido por parte de los soviéticos de que la defensa de Europa no supone ya un interés norteamericano vital. En un nue-
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vo reparto de responsabilidades deberíamos también mantener y, si es posible, reforzar la actual fuerza aérea norteamericana con base en el continente europeo. Y deberíamos seguir siendo responsables de la defensa nuclear tanto estratégica, como táctica, suponiendo que pudiéramos llegar a un acuerdo con los europeos en este último caso. Los misiles de alcance medio norteamericanos deberían permanecer en suelo europeo a fin de unir las defensas nucleares de ambos lados del Atlántico, siempre que lo quieran los dirigentes europeos. No habría ningún cambio en los efectivos navales.
Entonces, ¿por qué no se lleva a cabo este reparto de responsabilidades? El obstáculo principal es psicológico. A pesar de todas las críticas a la política norteamericana, los europeos temen una vuelta al aislacionismo en Estados Unidos. Los norteamericanos temen que cualquier cambio en los actuales efectivos conduciría a Europa a una neutralidad explícita. Y algunos miembros del Pentágono prefieren mantener nuestras tropas en Europa en una situación menos racional antes que devolver una parte a Estados Unidos, donde están más expuestos a los recortes del presupuesto por parte del Congreso.
En mi opinión, el mantenimiento de una situación que está perdiendo su lógica aumenta estas actitudes. El pacifismo y el neutralismo están avanzando en Europa incluso en la situación actual; el aislacionismo en Norteamérica no es aún muy general pero está siendo fuertemente fomentado por las interminables disputas entre los aliados. Una alianza que no puede ponerse de acuerdo en sus premisas políticas no puede mantenerse aferrándose a acuerdos militares decididos hace una generación en unas circunstancias totalmente diferentes. Con las tendencias actuales, la cuestión de la lógica del despliegue de efectivos de la OTAN se convierte en una cuestión inevitable. Si surge, no como un componente integral de una idea general, sino como una cuestión aislada sobre si mantener el estacionamiento de tropas norteamericanas en Europa, se impondrán cambios unilaterales de manera arbitraria por los medios más destructivos potencialmente, los recortes en el presupuesto norteamericano. En ese caso podría darse en Norteamérica un alejamiento psicológico de Europa, y en Europa un resentimiento un tanto asustadizo contra Estados Unidos. Un cambio en los efectivos norteamericanos sin un objetivo político y estratégico positivo, la retirada sin más, podría conducir a nuestros aliados a la neutralidad; podría confundir a nuestro enemigo y tentarle a una agresión.
No hay una necesidad urgente de reexaminar, con seriedad y rapidez, la doctrina de la OTAN, la situación de sus fuerzas y su política, dirigida por hombres y mujeres conocidos por su entrega a la unidad de Occidente. El grupo, que debería formarse inmediatamente después de las elecciones de nuestro país, debe comenzar con una de las cuestiones más divisivas que tiene ante sí la Alianza: un acuerdo sobre la naturaleza y el alcance de la amenaza. Este grupo debe evitar la tendencia de intentos anteriores, en los que se marcaron unos objetivos poco realistas, aumentando consecuentemente el problema. Habría que fijar una fecha tope para la tarea, que no debería ser superior a dos años.
Teóricamente, un estudio de este tipo debería producir uno de los siguientes resultados:
1. El grupo podría llegar a las mismas conclusiones sobre la mejor manera de repartir las responsabilidades en una estrategia global acordada, tal como ha sido esbozada más arriba. Dados los desacuerdos sobre la naturaleza de los intereses implicados en regiones no europeas y las prioridades nacionales de la mayoría de los países europeos, tal conclusión, por muy lógica que parezca, es altamente improbable.
2. El grupo podría acordar que los intereses estratégicos de Occidente exigen una plena defensa convencional, pero que, por razones prácticas y psicológicas, Europa sólo puede llevar a cabo el esfuerzo exigido si los actuales efectivos de tierra norteamericanos instalados en Europa permanecen intactos.
3. El grupo podría decidir que las realidades de las políticas nacionales europeas excluyen todo lo que no sea la actual mejora gradual y marginal de los esfuerzos de defensa.
Espero que Europa elegiría la segunda alternativa. Si Europa estuviera de acuerdo en crear una plena defensa convencional y estuviera dispuesta a expresar ese compromiso con una obligación clara de aumentar anualmente sus fuerzas, Estados Unidos aceptaría la opinión de que sus actuales fuerzas de tierra en Europa son un componente indispensable. Una decisión de este tipo podría de hecho dar una nueva fuerza a las conversaciones sobre reducción de armamento convencional y llevar con el tiempo a una estabilidad en los niveles inferiores. Pero si Europa opta por el mantenimiento de la actual ambivalencia o por una mejora simbólica, entonces Estados Unidos, por razones de las exigencias de la defensa global, tendrá que sacar ciertas conclusiones. Si Europa, por su propia decisión, se condena a la inferioridad convencional permanente, no tendremos otra alternativa que optar por un despliegue de fuerzas norteamericanas en Europa que tenga sentido desde el punto de vista de estrategia y política. Si las armas nucleares siguen siendo el disuasivo final incluso a un ataque convencional, una retirada gradual de una parte importante, quizá la mitad, de nuestras actuales tropas de tierra sería el resultado lógico. Para dar tiempo a los ajustes necesarios, tal retirada debería hacerse a lo largo de cinco años. Para facilitar aún más la transición, podríamos, si Europa se muestra de acuerdo, mantener el sobrante de tropas de tierra en Europa durante algún tiempo más en una situación similar a la de las fuerzas francesas, preparadas para su actuación en Europa pero también disponibles para cualquier emergencia fuera de sus fronteras. Sólo tendría sentido una retirada si las fuerzas retiradas se sumaran a nuestra reserva estratégica; si se disolvieran, darían como resultado la debilitación de la defensa global.
La reorganización de las tropas propuesta mantendría en su situación actual a las fuerzas de aire y mar, lo mismo que los misiles de alcance medio, en tanto Europa los desee. Una resultante útil del proceso sería una reevaluación sistemática del inventario existente de armas nucleares de muy corto alcance, que constituyen una herencia de tres décadas de decisiones improvisadas; tales armas representan en la actualidad tanto un aumento de la disuasión como el mayor peligro de una guerra nuclear no intencionada ya que, al estar desplegadas en una posición tan avanzada, se ven desacostumbradamente sometidas a las exigencias de la batalla.
En este plan, la retirada no sería un objetivo en sí mismo, tal como lo será si aumentan las frustraciones a ambos lados del Atlántico, sino un componente de una adaptación a las nuevas circunstancias que se darán a lo largo de ocho años, que vuelve a consagrar a Estados Unidos a la Alianza para un futuro indefinido.
La psicología es tremendamente importante en las relaciones internacionales, sobre todo cuando la política depende no únicamente de una valoración fría, profesional del interés nacional hecha por dirigentes políticos expertos, sino de la opinión pública. Me gustaría creer que la reorganización de la alianza con el fin de dar a los europeos una mayor responsabilidad por supropia defensa, al tiempo que se mantiene un número importante de fuerzas norteamericanas en Europa, no se considerará como un abandono, sino como un nuevo abrazo a Europa. Es una forma de alistar a los europeos como socios de pleno derecho en el proceso de decisión del cual depende tanto su seguridad como la nuestra. Para un hijo de Europa criado en la ortodoxia de la OTAN actual, es dolorosa hasta la misma idea de una reorganización parcial de las fuerzas; mucho más después de Líbano. Pero no cumpliremos con nuestras obligaciones hacia Occidente si no conseguimos presentar una iniciativa que prevenga la crisis a la que, de otra forma, tendríamos que hacer frente en circunstancias mucho peores.
Objetivos políticos
Por sí mismas, ni las adaptaciones organizativas ni doctrinales pueden remediar la incoherencia política que desgarra la OTAN. Este artículo ha resaltado las cuestiones de seguridad. Sin embargo, son necesarias algunas observaciones generales sobre los problemas políticos de la alianza.
1. Aquellos dirigentes a ambos lados del Atlántico que valoran la Alianza, con todos sus defectos, como el guardián final de la libertad de Occidente, deben buscar urgentemente un fin a las disputas políticas sobre las relaciones Este-Oeste y la política Norte-Sur, y sobre todo al comportamiento de Occidente en los puntos calientes de conflicto en el Tercer Mundo. La tendencia a querer obtener el aplauso de sus respectivas poblaciones, al creciente sentido de tener cada uno la razón, convertirán con el tiempo en una burla la idea clave de la Alianza Atlántica: que compartimos un enfoque común de seguridad. La defensa exige, al fin y al cabo, algún tipo de objetivo político acordado en el nombre del cual se ejecuta. La Alianza Atlántica debe desarrollar urgentemente una estrategia global para los problemas del Este-Oeste y de las relaciones con el Tercer Mundo que sirva para lo que queda de siglo. De otra forma, se atraerá sobre sí continuas presiones y crisis.
2. Estados Unidos no puede encabezar la Alianza ni siquiera contribuir a su cohesión si no restauramos el bipartidismo en nuestra política exterior. Desde la guerra de Vietnam hemos venido inquiriendo a nuestros amigos y confundiendo, cuando no envalentonando, a nuestros enemigos por los grandes vaivenes periódicos de los elementos esenciales de nuestra política. Pero el interés nacional no cambia cada cuatro u ocho años. Llega un momento en que nuestro pueblo debe aceptar el interés nacional como un objetivo claramente reconocible y constante. De otra forma, nos convertiremos en fuente de peligrosa inestabilidad, todavía relevante para nuestra fuerza pero irrelevante para nuestras ideal. Puede que un año de elecciones presidenciales no sea el momento ideal para forjar un consenso bipartidista. Pero quienquiera que gane las elecciones tendrá como desafío más importante y urgente la restauración de ese elemento de bipartidismo en nuestra política exterior.
3. Los Gobiernos europeos deben hacer frente de manera directa a las tendencias preocupantes hacia el pacifismo y la neutralidad en sus países. Al frente de estos movimientos hay gente con creencias; no se van a desmovilizar por compromisos. Sólo se les puede hacer frente con una convincente visión de un nuevo futuro. Si los Gobiernos europeos siguen complaciendo a quienes afirman ver el peligro a la paz en una Norteamérica belicosa, no en una Unión Soviética intransigente, se encontrarán haciendo concesión tras concesión y se convertirán en rehenes de sus oponentes.
La situación actual de la Alianza exige un replanteamiento de su estructura, de su doctrina y de sus objetivos unificadores. La creatividad y el valor con que enfoquemos este desafío determinará el que la Alianza entre en un nuevo período de dinamismo o el que se marchite poco a poco.
He esbozado las propuestas para dar nuevo vigor a la cohesión de la Alianza definiendo unas responsabilidades claras para cada lado del Atlántico, que deberán ponerse en práctica en un número de años. Sobre esa base, los dirigentes europeos podrían defender la cooperación con Estados Unidos como algo deseado por sus propias creencias y por el interés de sus países. Los dirigentes norteamericanos tendrían que defender una política racional y comprensible y se beneficiarían al tener que entenderse con un socio más igual. Una nueva era de creatividad de los aliados y de dedicación norteamericana podría servir de inspiración para la generación que ha llegado a su madurez desde la segunda guerra mundial y desde las crisis del período de posguerra que dio a los fundadores de la OTAN su sentido de un objetivo común.
No debemos permitir que nuestro futuro quede, por abandono, en manos de los neutrales, pacifistas y neoaislacionistas que intentan sistemáticamente socavar todo esfuerzo conjunto. Los países que bordean el Atlántico norte necesitan, sobre todo, fe en sí mismos y voluntad para resistir los cantos de sirena de quienes usan el terror y el pánico como instrumentos de política o de debate nacional. A fin de cuentas, tenemos que cumplir con nuestra obligación: mantener y fortalecer una alianza del Atlántico norte que representa la esperanza de la dignidad humana y de la razón en nuestro mundo.
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