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Cruz Palomo, confitero

Fabrica licor de madroño, bebida que muchos madrileños no conocen

Amelia Castilla

Cruz Palomo Parrilla, de 73 años, es toledano de origen, aunque ejerce de castizo. Dentro de su profesión, que es la de confitero, se precia de ser el único productor, y en cierto modo descubridor, del licor de madroño. Es inventor, además, de toda clase de dulces y confituras, que expende al público hace 42 años desde su pastelería, situada en el madrileño barrio de Lavapiés.

"El licor que fabrico es de creación única, tiene 39 grados, pasa bien, no es empalagoso y además es digestivo". Palomo asegura que descubrió las propiedades del madroño hace muchos años cuando se encontraba en el campo de caza. Sintió hambre y recogió de un madroño unas cuantas frutas esféricas y rojas y se las comió. Empezó a marearse y a sentirse excesivamente eufórico: "Pensé que se trataba de una fuerte subida de tensión y me fui al médico, quien me aclaró que lo que yo tenía era una tea de impresión producida por los madroños. Empecé entonces a utilizarlo y preparé un licor para rellenar los bombones, que luego decidí embotellarlo y ofrecérselo como homenaje a la villa del oso y el madroño".El pastelero se considera el padre de este licor, al menos del siglo XX. Mucho antes, en el siglo XIV, y gracias a una receta que inventaron los frailes benedictinos, Felipe IV lo tomaba después de las comidas, preparado por su cocinero a base de machacar el madroño con alcohol de vino.

A Cruz Palomo le gusta pensar que el primer pastelero del mundo fue un alquimista que en busca de aromas agradables midió y pesó en una balanza raíces hasta que logró conseguir un dulce. Él se siente como un mago cada mañana -aunque su aspecto está más cerca de Gepeto que de Merlín- cuando pesa el azúcar, mide la leche y se rodea de nata, uvas en marrasquina, canela y turrón molido para preparar pasteles que son de su creación y en los que busca siempre la armonía en los sabores. No quiere hacer pública ninguna de sus recetas y se niega a introducir a nadie en su taller, bajo pretexto de que "no hay nada que ver, sólo la pala de cocer y el tirabrasas del horno". "Además, hay mucho espionaje industrial", dice con una sonrisa maliciosa. "Si los que manejan el dinero descubren mis recetas, me arruino. Por aquí ya ha pasado más de uno con la intención de ver cómo preparo mis dulces".

Hasta su tienda, situada en una casa que tiene más de 400 años, le llegan cartas de Nueva York para pedirle la receta, pero él se niega a darla. Está decidido a guardar su secreto. Ninguno de sus cuatro hijos se dedica a la repostería, y a sus nietos "sólo les interesa el fútbol, aunque cuando vienen se ponen morados de pasteles". Palomo heredó el oficio y con él algunos conocimientos de su abuelo. "Desde niño recuerdo la mesa de pastelero en mi casa", dice.

Desde las 10 de la mañana hasta las 10 de la noche la tienda está abierta, Él y su esposa, Paula Cazorla, de 65 años, atienden al público y se comportan como los comerciantes antiguos. Utilizan delantal blanco. Sirven despacio y hablan plácidamente con su clientela. Palomo no tiene prisa y gana el tiempo mintiendo a una niña que se llama Ana al decirle ingenuamente: "¿Tú no conoces un cuento muy bonito que se llama el Bayón de Ana?".

Hasta la tienda se acercan muchos extranjeros. "La gente que se encuentra de paso por Madrid sabe, a través de las guías turísticas, que existe la pastelería y muchos vienen hasta aquí para degustar el licor". Por las tardes el local se llena de gente joven que reposta en la confitería a base de licor y degusta los pasteles de zanahoria, kiwi, espinacas... "Los jóvenes son los que me han salvado el negocio", dice sorprendido ante su éxito. "Les encanta el licor"

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