Ya, todavía, ya no
Suscitada acaso por el título con que Goethe narró las vicisitudes de Wilhelm Meister, pronto la costumbre de ordenar en tres etapas la biografía del intelectual -"años de aprendizaje", "años de peregrinación", "años de magisterio"- se generalizó en la profesoral Alemania del siglo XIX y en el mundillo literario de todos los países cultos. Años de aprendizaje: aquellos en que se recibe lo que el más inmediato entorno puede dar. Años de peregrinación: los que permiten conocer cuanto fuera de ese entorno, en toda la anchura del orbe, si tanto fuese posible, puede ser aprendido. Años de magisterio: aquellos en los cuales, ya con pleno dominio de sus propias posibilidades, uno es capaz de hacer lo suyo y de enseñar autorizadamente lo que de otros ha recibido y lo que por sí mismo está haciendo. En las dos primeras etapas, la vida se halla regida por la preposición hacia y por la locución adverbial todavía no; en la tercera, por la preposición en y el adverbio ya: ya se está en el lugar hacia donde se iba. Aunque tantas veces uno haya de pronunciar esas dos sílabas sintiendo dentro de sí, como el más ilustre de nuestros Migueles, que el camino es preferible a la posada.Bien. Con sus talentos, sus saberes y sus obrecillas o sus obras, ya el caminante ha llegado a sus años de magisterio y, con toda la suficiencia que haya podido alcanzar, hace lo suyo y enseña lo propio y lo ajeno a quienes de él quieran aprender. Su ya se realiza socialmente ayudando a los que en torno a él, como aprendices o como peregrinantes, viven en el todavía no. ¿Hasta cuándo? Si la dama de la mano de nieve le visita pronto, hasta su muerte. fin tal caso, del magisterio no se pasa. Pero, si no es así, si uno va adentrándose más y más en la edad que cruda y rectamente llamamos vejez, culta y educadamente denominamos ancianidad y neutra, y administrativamente consideramos tercera, ¿qué hará, mejor, qué irá haciendo ese hombre cuando su autosuficiente ya se trueque en animoso todavía o se haga desfalleciente ya no? A juzgar por lo que en otros he visto y en mí veo, una de estas dos cosas, o las dos a la vez: proseguir y testar.
Proseguir; esto es, seguir haciendo lo que se hacía, ejercitar en temas nuevos intuiciones y puntos de vista anteriormente logrados, realizar proyectos concebidos durante la juventud y la madurez. Con admirable valentía juvenil, así lo demostró don Ramón Menéndez Pidal cuando publicó su libro sobre el padre Las Casas, y, ante mi pasmo, oyéndole enumerar los trabajos que aún planeaba, declaraba así el secreto de su actitud vital: "Mire, Laín: no hay joven que no pueda morir al día siguiente, ni viejo que no pueda vivir un año más". El ya nonagenario don Ramón vivía continuando lo que había sido hasta entonces y prosiguiendo con obras nuevas lo que hasta entonces había hecho; mostrando, en suma, cómo la espléndida savia del autor de Los orígenes del español y La España del Cid todavía era capaz de dar -lo diré con palabras muy suyas- frutos seruendos; todavía le hacía sentir su generosa condición de árbol fecundo.
Testar; es decir, recapitular quintaesenciadamente la obra propia, recordar en una o en otra forma lo más importante y más comunicable de la propia experiencia y ofrecer a la curiosidad, acaso al provecho de los demás, lo que de uno y otro empeño resulte. Aunque sólo sea para realizar de manera personal la advertencia mínimamente optimista de Antonio Machado: "Doy consejo a fuer de viejo: / nunca sigas mi consejo. / Pero tampoco es razón / desdeñar / consejo que es confesión". En esos dos sentidos fue testamentaria la actividad intelectual de Santiago Ramón y Cajal durante los últimos años de su vida. Respecto de su obra, soberbio testamento fue el extenso trabajo -compuesto a petición de los editores de un gran tratado alemán de neurología y publicado luego en castellano- en que expuso sus ideas acerca de la célula nerviosa; y respecto de buena parte de su experiencia vital, ingenuo testamento iba a ser su libro El mundo visto a los 80 años.
Proseguir y testar; las actividades principales de los años que, completando la trina y canónica ordenación tudesca de las edades, más de una vez he propuesto llamar testamentarios. Aprendizaje, peregrinación, magisterio y prosecución-testamento son, pues, las notas definitorias en que se realiza la vida del hombre cuando -de uno o de otro modo, con un nivel o con otro- ha sido consagrada a la creación. Todavía no es el signo de las dos primeras; ya, el de la tercera; todavía, el de la cuarta. El todavía por igual biográfico ("todavía puedo yo") e histórico ("todavía puede España") que en sí mismos descubrieron Antonio Machado y Miguel de Unamuno. "Hoy es siempre todavía", dijo aquél. "Unce el ayer al mañana todavía", escribió éste.
Pero ni proseguir es repetir, ni testar es despedirse de la vida. Proseguir es ser el que se era dentro de una situación nueva y frente a un nuevo horizonte, la situación en cuya génesis tuvo parte el que prosigue y el horizonte a que acaso lleguen quienes en torno a él todavía son jóvenes. A su vez, testar es ser dueño de sí y de lo que se tiene, obra o mentalidad, e intentar no morir en todo y del todo, disponerse a la tercera vida de Jorge Manrique, decir por uno mismo y para uno mismo, con sus palabras o sin ellas, el non omnis moriar que desde Horacio todos los rebeldes contra el adocenamiento se vienen diciendo. No creo que las mudanzas del derecho civil y las vicisitudes sociales del complejo de Edipo lleguen a abo-
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lir, por hondas que sean, esta ley de la vida y de la historia.
Con ánimo prosecutivo y testamentario inicio estas prosas, que serán compuestas cuando el tiempo y el humor me lo permitan.
Antes de cumplir sus 60 años, Eugenio d'Ors nos decía a un pequeño grupo de amigos, comentando lo que no le complacía en los artículos de cierto escritor joven: "Todavía tiene derecho a equivocarse. Yo, no. Yo estoy en el último turno". Mayestática ironía de quien en su expresión verbal tan diestramente supo ser a un tiempo majestuoso e irónico. No. Ni D'Ors se veía a sí mismo como oficiante de un último turno biográfico, ni para nadie hay último turno, aunque uno se apreste a vivir testamentariamente, mientras el todavía de la existencia personal productiva no se haya convertido en el improductivo ya no de la decrepitud.
Más cercana a la realidad biográfica de los vocados a la creación se hallaba otra ironía, la de Dámaso Alonso, cuando en torno a esa misma edad apostillaba los versos y las prosas en que se había llamado "Dámaso, bruto; Dámaso, montoncito de estiércol, diciendo: "Pero, aún, aún...". El gran Dámaso estaba, así, iniciando su personal y luciente todavía. El todavía -mi todavía- en que me dispongo a escribir esta serie de consejos-confesiones, sabiendo muy bien que acaso no serán oídos, como respecto de las suyas temía, pese a todo, el animoso don Antonio, que con frecuencia se limitarán -gozosa limitación- a descubrir Mediterráneos y que en ningún caso quedarán exentas del agridulce riesgo de errar. Porque también los que escribimos en nuestro penúltimo turno tenemos, como cada hijo de vecino, joven o viejo, el entre dramático y lúdico derecho a equivocarnos.
Estoy en vena de citar, lo cual demuestra que soy memorioso, porque sólo cita quien recuerda, y no soy del todo viejo, porque a la pedantería juvenil pertenece el deporte de hacer citas. Esta será de Azorín, y tiene como materia el texto que el maestro -iniciando lo que va siendo costumbre, vender una partecita del personal prestigio literario a la publicidad comercial- compuso para anunciar ciertos vinos en las páginas de cierto diario; texto que comenzaba con estas dos palabras, tan reveladoras del no bien resuelto ánimo del escritor de raza que cobra por lo que va a decir, y no sabe si en verdad lo siente: "Vamos allá". Sintiendo yo como enteramente mío, muy de veras lo que de mí voy a decir, y bien lejos del trance de vender a la publicidad un poquito de mí mismo, también yo digo lo que en su pulcra y menesterosa senectud se veía obligado a decirse el autor de La voluntad. Sí, vamos allá.
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