Madrid, por los suelos
De prontó entró en el salón una altiva ex niña de Serrano llena de afeites y postizos. Traía puestas polainas de tafilete. Montó al potro de la limpieza y el encorvado a jornal empezó a lustrarla. ¿Era esto el feminismo?
Aquel hombre ya estaba de buena mañana en la oficina de objetos perdidos (Santa Engracia, 120) interesándose por el zapato. "¿Por casualidad les han traído un 42, negro, sin cordones", preguntó. El empleado municipal le miró instintivamente a los pies. Es un reflejo. Si el reclamante pierde un zapato se le mira al pie; si pierde un guante, a la mano; si pierde una gorra a la cabeza, y así sucesivamente. Cuando comprobó que ambas extremidades iban convenientemente calzadas (algunos se presentan a la pata coja), le dijo: "Caballero, me imagino que usted no perdió ese zapato durante una manifestación u otro acto multitudinario; si se le fue del pie en una manifestación, despídase del mocasín, que en las manifestaciones la gente pierde hasta las bragas".Pero no era éste el caso. El hombre había perdido su zapato al recogerlo del remendón de la Costanilla de Santiago, en la tarde de ayer. Le habían puesto medias suelas. Mala pata. "¿Seguro que no estaba por ahí, en alguna estantería del fondo?", insistió. El empleado deseaba complacerle. Fue al fondo, miró entre un montón de paraguas y bolsas empolvadas y volvió al mostrador con una ridícula sandalia de plástico. "Lo único que nos ha entrado últimamente; lo siento".
En la calle, el hombre detuvo al primer taxi que pasó libre. Era el 2629, conducido por un tal Ángel Gómez, de un pueblo de Ávila. Los taxistas son personas de experiencia y por eso su cliente le pidió consejo: "Usted, tranquilo, hombre, tranquilo; le llevo cerca de donde se le perdió el zapato y lo busca. Y si no lo ve en una papelera o en un bordillo de la acera o así, espere a que un compañero de taxis le eche el ojo y lo entregue en Santa Engracia. Es la obligación. Lo que encuentras lo entregas antes de las 48 horas, según el reglamento del taxista".
El caballero del zapato extraviado pagó la carrera, dio las gracias al conductor Angel Gómez y echó a andar por la puerta del Sol. Jamás había contemplado la plaza a ras de suelo. Cientos de pies se arrastraban en sus zapatos, se daban pisotones, los taconcitos de las señoras parecían clavarse en el asfalto, se paraban en seco con la luz roja del cruce, apretaban el paso, se adelantaban unos a otros, se empujaban, chocaban y se torcían como en un accidente de tráfico. Esto daba un poco de miedo.
Espejo del bolsillo
De pronto, el hombre tropezó con el barrendero. Su escoba azotaba los agujeros de las alcantarillas y sacaba un montón de trastos de allí. Esos objetos (papeles, botellines, metales) iban siendo introducidos en el cubo del carromato. El cubo llevaba el número 0539. "¿Que si he visto un zapato? ¡Yo ya no sé ni lo que veo! ¡De todo ve uno!", contestó el barrendero destapando los secretos de su recolecta. No, el zapato salta a la vista. "Si yo veo un zapato, lo monto en lo alto del carro, lo paseo por la plaza y luego por la calle Mayor, y si no sale el amo, lo dejo en la oficina de Mayor, 3, que para eso está".
Al oír esto, el hombre del zapato extraviado se separó del barrendero. Subió por una callejuela a la plaza Mayor y buscó el número 3. Había mujeres que caminaban sobre los adoquines de esta plaza como si fueran a caerse de un momento a otro. Frente al 26, una jovencita había quedado atrapada en la rejilla municipal por la que salen humos y rugido de máquinas subterráneas. La muchacha gimoteaba, agarrándose el tobillo con las dos manos: "¡Ay, por favor, ay, ayúdenme, que me descalabro, por favor!". Inmediatamente acudieron varias personas y entre todas ellas levantaron del suelo a la joven, que, aunque salvó el pie, se quedó sin tacón. "Hijita, usted no vaya con esos zancos, no sea boba; usted se compra zapatillas planas, que valen cien duros, y se ríe de las trampas que nos pone el ayuntamiento", le aconsejó una anciana portera.
En la oficina municipal, la encargada de objetos perdidos se había perdido. Suele suceder. "¿Quién, Manolita? Salió a desayunar y no ha vuelto", dijo una compañera. Pero la compañera se ofreció a atender al ciudadano. Le prometió que si el zapato aparecía, lo pondría junto a las fes de vida y lo guardaría allí hasta que fuera preciso.
Otra vez en la plaza, el hombre pensó interrogar a los asiduos. Allí estaba tocando el saxófono Antonio Marín, de 74 años, quien se ahogaba soplando por una miseria, y éste dijo: "Le juro que si tropiezo con su zapato se lo daré al guardia. ¿Le parece que toque ahora Alma de payaso?". Y tocó hasta quedarse sin aire, con unos ojos que parecían reventar en sus órbitas, mientras los transeúntes aproximaban sus pies al hombre acurrucado en el suelo y le echaban unas monedas en el pozal de plástico rojo. "¡A mí me dirá usted de zapatos! Por el zapato del público ya sé lo que me van a dar; no hace falta que les mire la cara", dijo Marín.
En efecto, el zapato era el espejo del bolsillo. 0 del poder. La pareja de motoristas de tráfico bordeaba entonces la curva de la Costanilla de Santiago y esos agentes. raspaban con sus tacones el firme de la calzada, al tiempo que sus máquinas se inclinaban con aparatosa sensualidad. Una gitanilla, enana y deforme, pedía limosna descalza en la acera y los pies le salín del tronco.
El hombre apenas podía ya levantar los ojos del suelo. Veía su ciudad como un enjambre de extremidades agresivas, una especie de bailongo de pueblo, de huida y de hundimiento hacia las bocas del metro que tragaban miles de pares en cuestión de minutos.
De Clemente y García, una tienda de ropa infantil, salió una embarazada con palucos en la mano: "Es un color mono, me gustan", dijo mirándolos a la luz; "pero ¿podría cambiarlos si en vez de niña es niño?".
Luego el hombre se detuvo en la farmacia donde saldaban zuecos del doctor Schó1 a 4.000 pesetas, y había cola de clientes hartos de sufrir dolor de pies. Los neohippies de la plaza de Las Descalzas llevaban botines de ante y vendían babuchas forradas de conejo. Un peatón les miraba con odio abrazado a su periódico lleno de esquelas. Este señor calzaba zapatos con apariencia de buque destructor, y esquivaba excrementos de su propio animal de compañía.
Entre tanto, una procesión de mocasines y filigranas toreras daba su paseíllo por la calle de la Victoria en busca del limpiabotas que faenaba en un mar de cabezas de gamba, huesos de aceituna y palillos de dientes. Y más allá, en Sol, el artista del cepillo hacía milagros por 30 duros, entre salivazos y empellones. Pero el zapato negro, 42 y sin cordones, seguía sin aparecer.
Hechos a mano
El hombre tendría que comprar otro par nuevo. Como esos que ahora avanzaban hacia el Casino de Madrid, zapatos con andares de dignatario que ascendieron por la doble escalinata de los socios y se perdían en el primer piso. "¿Desea algo el señor?", le preguntó un conserje interceptándole el paso. Y él dijo: "Buscaba al callista; me han' dicho que aquí los socios tienen derecho a callista". El conserje asintió: "En efecto, te nemos callista y no se cobra a los socios: por ese servicio, pero últimamente el pedicuro ha desaparecido, se las ha pirado, ¿entiende?, y los socios se han quedado con los callos". Sin duda esto se notaba. Algunos baja ban las escaleras más elaboradas de Madrid como quien ve las estrellas, y se agarraban al pasamanos en este descenso atroz. ¿No sería mejor ir descalzo como un faquir? En la calle de Ortega y Gasset, 11, cuatro disciplinados remendones martilleaban con la herramienta de culo redondo las hormas más selectas del barrio de Sala manca. Había que verlos. Su jefe, Sebastián Exérez, empalmillaba botitos a 10.000 pesetas. Y le decía a un cliente: "Mejor que nuevos; ya puede andar lo que guste otros cinco años". Y de pronto entró en este salón betunero una señora altiva, una ex niña de Serrano llena de afeites y postizos, y traía puestas polainas de tafilete. Montó al potro de la limpieza y el encorvado a jornal empezó a lustrarla. El hombre del zapato extraviado admiró la escena en silencio. ¿No sería eso el feminismo? ¿La liberación de la mujer? Y siguió caminando entre zapaterías con aroma de bombones hasta llegar a Jorge Juan. En esta calle se hallaba el gran templo de la suela. "Los más económicos le costarán 27.000 pesetas; los hacemos, naturalmente, a mano", dijo el sumo sacerdote señor Gaitán. "Mis operarios se han formado en la firma Lobb, de Londres, la zapatería más cara del mundo, y nuestro trabajo es excepcional, si usted quiere, re gio, pues de aquí salen los zapatos que cal za Su Majestad". El hombre del mocasín extraviado inclinó respetuosamente la cabeza. Gaitán le acompañaba a la puerta con pasitos de suave plantilla. "Cuidado, no tropiece usted", le advirtió". "Sólo tardaríamos un mes en hacerle el primer par".
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