Un mundo fluido, escabroso, resbaladizo.
Los que se han arruinado, los que tenían una fortuna y ya no la tienen, están ahí, entre nosotros, quién sabe si literalmente a nuestro lado. De forma menos llamativa que los hombres y mujeres del paro, procurando incluso pasar inadvertidos, pero están. El fenómeno, desde luego, no es nuevo. La mayor parte de los negocios raramente han sido buenos negocios; a la corta o a la larga, su trayectoria ha supuesto un final poco feliz. Incompetencia natural o heredada. Competencia de la competencia. El cambio de manos, el declive que suele representar el paso de una generación a otra. El cambio de las costumbres de la gente, que hace de tal o cual producto algo inactual. Catástrofes naturales, económicas, políticas, sociales o personales: falta de tesón, de vista, de espíritu de empresa. De no ser así, los descendientes de aquellos comerciantes y artesanos de hace 100 o 200 años tendrían hoy una fortuna que pocos de ellos poseen. Y, caso de haber subsistido hasta el presente, sus locales y comercios no se hubieran quedado donde están, al margen del desarrollo de la ciudad.La expansión de la burguesía, por otra parte, trajo consigo formas más sofisticadas de plantear un negocio, de abrir nuevas perspectivas de enriquecimiento: aquellas sociedades limitadas o anónimas fundadas por algún joven avispado con la finalidad de patentar y, explotar alguna idea que hasta entonces a nadie se le había ocurrido. La idea, que contaba con aportaciones económicas de la familia y de amigos de la familia, por lo general no resultaba, y los accionistas familiares se lo tomaban con estoicismo; en definitiva, mejor era eso, una iniciativa de esta clase, que venderse cosas que en realidad pertenecían a los hermanos o a los cuñados: aquí, al menos, la intención era buena. El hecho es que pisos enteros del Ensanche de Barcelona, y me imagino que lo mismo cabe decir de Madrid o de La Coruña, podrían hoy ser empapelados con acciones de este tipo de sociedades. Se hundían, y ya está. Pero, eso sí, aunque la mayor parte de los negocios emprendidos acabaran mal, siempre había alguno que salvaba la situación o ayudaba a trampearla. Y así se iba tirando.
Hoy, como ayer, hay descalabros que, sea por su magnitud, sea por los ingredientes que los peculiarizan, alcanzan la categoría de noticia, de lo que, en términos periodísticos, constituye un caso. Pero, probablemente, ni a un Dickens ni a un Balzac, el caso Rumasa o, años atrás, el caso Vilà-Reyes les hubiera merecido mayor atención. Porque lo realmente nuevo de la crisis actual no es el descalabro concreto, sino su carácter general, esto es, la crisis en sí. Una crisis menos dramática que la de los años treinta -la sociedad cuenta con mecanismos, entonces desconocidos, que amortiguan sus efectos-, pero, sin duda, más vasta en su alcance y de solución más compleja, ya que, además de la empresa, tal vez habría que reconvertir al hombre. La Crisis, con mayúscula, no es sino un entramado de crisis sectoriales intercomunicadas que, terminan por afectar al conjunto: construcción, textil, altos hornos, electrodomésticos de línea blanca, astilleros, todo; nada, a diferencia de los descalabros de antes, que permita dejar algo de lado para seguir tirando. Por el momento, la crisis se ha cobrado ya no sólo la mayor parte de las fortunas creadas a caballo de los felices sesenta y de los infelices cuarenta, sino también las de siempre, es decir, las de los ricos de antes de la guerra. Los altibajos de la fortuna son, en este sentido, realmente espectaculares.
Hay que contar, por otra parte, con un factor añadido cuya incidencia no hace más que agravar el panorama: no ya el carácter internacional del fenómeno, el hecho de que la situación económica y social de España sea traducción de algo mucho más general, sino el hecho de que la gente tenga conciencia de que así es. En este sentido, el papel de los medios de comunicación, la rapidez con que vuelan las noticias y la plasticidad con que son expuestas juega un papel decisivo, ya que la Prensa y, sobre todo, la televisión hacen algo niás que informar: ofrecen un modelo de conducta. Y el empresario, trabajado de antemano por el síndrome catastrofista de final de milenio, tira la toalla, apaga la luz, echa la llave y se va a su casa. O bien reacciona, según sea su carácter, según sea la situación en que se halla. Ejemplos no faltan: coger la pasta, y ¡a Suramérica!; lo ha leído en las novelas, lo ha visto en el cine. Es como aparcar en la acera y hacer el recado antes de que llegue el guardia, cuestión de rapidez, de correr como niños ridículamente torpes y rollizos o sencillamente patosos. Reacciones normales después de lo de Calvi, de Gelli, la Mafia, la logia P 2, el Ambrosiano, Marzinkus, detalles de una realidad que convierte en literatura ingenua Les caves du Vaticain, de Gide.
Otro factor, no por ocasional menos resolutivo, es el factor femenino: la mujer, la amiga, quiero decir. Aquel vecino al que, ante el griterío de su bulliciosa familia, esposa, hijos, madre política, le oímos claplar durante años: ¡Por el amor de Dios! ¡No puedo más! Y no pudo: un buen día, el escándalo, la fuga con una rubia. También entonces se habló de dinero, aunque dudo mucho de que este aspecto de la cuestión, si existió, tuviera importancia, ya que algún tiempo después me lo encontré en un cóctel literario. ¿No me reconoces?, me preguntó. Y, en efecto, no le había reconocido: una pipa en lugar de un puro, una barba encanecida en lugar del clásico bigote, gafas tipo John Lennon, atuendo informal.
Y es que las aventuras de ese estilo, en la medida en que suponen un cambio de vida, tienen algo de rejuvenecedor; al menos por un tiempo, a modo de prórroga. La mujer, la pasta, y ¡a
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Viene de la página 11Suramérica! Y, si hay que dejarse barba o teñirse el pelo o utilizar documentación falsa, pues tanto mejor. ¡Se acabaron los quebraderos de cabeza! El toque romántico, además, suele ser acogido con especial indulgencia por la sociedad: el móvil es amoroso, no propiamente lucrativo. Un privilegio del que la mujer, como en tantos otros órdenes de la vida, parece excluida. EI protagonista siempre es él, no ella. Si quiere protagonismo, ¡a las páginas interiores de Interviu, que para eso están!
Ahora bien: del mismo modo que el matrimonio suele conducir a una sustanciosa consolidación del patrimonio, la brusca interrupción del vínculo, a manera de castigo anticipado del que ha de recibir el pecador en el más allá, suele traer aparejado casi siempre un mayor o menor quebranto económico. La experiencia así lo demuestra. Y, en definitiva, si no se opta por esta clase de soluciones -por honradez, por inteligencia, por tontería, por lo que sea-, se pierde el dinero, y a otra cosa. Como los de antes. Peor andan otros.
Días atrás, en un restaurante, hablando de estas cosas con unos amigos, comentando el eclipse de tantas fortunas conocidas, se me ocurrió sacar a colación el caso Mateu, un embrollo cuyo protagonista es a la vez querellante y querellado, fugitivo de la justicia y víctima de un secuestro.
Un caso que no me hará caer ahora en la horterada de decir que no voy a pronunciarme sobre el asunto porque está subjudice; si no me pronuncio, es porque no conozco al respecto más que lo que traen los titulares de los periódicos, es decir, porque no ha despertado mi interés. De ahí, tal vez, mi doble error: contra lo que yo creía, el Mateu en cuestión nada tenía que ver con la familia de Miguel Mateu, antiguo amigo de mi padre, antiguo embajador en París, antiguo propietario del castillo de Perelada -hoy casi no-, así como de una magnífica finca situada al norte de Llansá, costa Brava, que acaso sigue to davía en manos de su descenden cia. Y un segundo error que advertí de inmediato, antes que el primero, gracias a los guiños y muecas de mis compañeros de almuerzo: el Mateu en cuestión se hallaba sentado a mi izquierda en la mesa de al lado.
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