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Reportaje:

Harold MacMillan

El ex 'premier' británico, que acaba de cumplir 90 años, predijo hace 25 la larga crisis que padece el Reino Unido

Soledad Gallego-Díaz

"Seamos sinceros. Gran Bretaña no tendrá nunca una época tan buena como ésta", dijo Harold MacMillan a los británicos en 1959. Un cuarto de siglo más tarde, sus compatriotas le recuerdan con nostalgia y le dan la razón: MacMillan, el elegante, aristocrático e irónico primer ministro conservador representa, en su recuerdo, los swinging sesenta (los alegres sesenta), cuando el Reino Unido era todavía, un país vivo y rico, despreocupado e innovador que atraía las miradas jóvenes de toda Europa.

MacMillan cumplió la semana pasada noventa años y se quedó sorprendido por la auténtica avalancha de telegramas y felicitaciones que recibió. El político camina con dificultad y tiene problemas con la vista, pero conserva la cabeza clara y sigue siendo un anciano atildado, con gran sentido del humor, que presta atención a cuanto sucede en el mundo. Para celebrar su cumpleaños ha aceptado algo a lo que renunció cuando se retiró en 1964, víctima del escándalo Profumo: el título de conde, el primero que se crea en el Reino Unido desde hace veintiún años. El título aristocrático le permitirá sentarse en la Cámara de los Lores y más de un correligionario teme que haga uso de su derecho y de su afilada lengua.

El fin de una época

Supermac, o el viejo imperturbable, como le llamaban los periódicos de su tiempo, representa para los británicos el fin de una época en todos los sentidos: un tiempo en el que la guerra se empezaba a olvidar y todo parecía ir bien. No existía paro, sino que, por el contrario, se importaba mano de obra de todos los rincones del mundo; la inflación era prácticamente despreciable y la política se "hacía de otro modo". Harold MacMillan es, tal vez, el último gran clásico del Partido Conservador. Nació cuando la reina Victoria todavía estaba en el trono y se educó en la public school (colegio privado) más tradicional de Inglaterra, Eton. Llegó al poder poco después del trauma de la invasión de Suez e impuso rápidamente en el número 10 de Downing Street un estilo aristocrático y paternalista que entroncaba perfectamente con la mejor tradición conservadora. MacMillan no ha querido nunca criticar abiertamente a los primeros ministros conservadores que le sucedieron, pero es notoria su falta de simpatía por Margaret Thatcher. El viejo imperturbable perdería probablemente los estribos si tuviera que sentarse en la misma mesa del Consejo de Ministros con la actual jefa del Gobierno. Thatcher procede de la clase media y hace gala de todo lo que MacMillan intentaba disfrazar: inflexibilidad, dureza y largas horas de trabajo. Supermac se rodeó siempre de alumnos de su propio college e incluso de familiares. En uno de sus gabinetes se llegaron a contar trece políticos vinculados por lazos de sangre o de matrimonio. Pretendía también transmitir la imagen de que gobernaba el país en ratos libres y evitó cuidadosamente encontronazos con los sindicatos. En su época se negociaban pactos de caballeros con la oposición y se mantenía una línea de política económica mucho menos agresiva que la thatcheriana. Los conservadores de su generación eran todavía paternalistas a la vieja usanza, convencidos de que las clases superiores debían mejorar, en lo posible, las condiciones de vida de las clases inferiores.Harold MacMillan tenía, sin embargo, un fuerte carácter, aunque disimulaba bien su mal genio. Sus compañeros de partido recuerdan todavía una noche de julio de 1962 -la noche de los cuchillos largos-, en la que el primer ministro cesó de un golpe a un tercio de los miembros de su Gabinete: todos los encargados de la política económica. Entre los cesados estaban íntimos amigos suyos. Cuando un periodista le interrogó sobre la "importante crisis", MacMillan respondió tranquilamente: "¿Crisis? No. Se trata sólo de unas pequeñas dificultades locales".

Tampoco existe un parentesco entre Margaret Thatcher y Harold MacMillan en lo relativo a política exterior. Es cierto que MacMillan fue un gran defensor de la privilegiada amistad entre Estados Unidos y el Reino Unido y que fue un anticomunista radical; pero su época fue la de John F. Kennedy en Washington, Nikita Jruschof en Moscú y Charles de Gaulle en París, y el entonces primer ministro supo mantener la balanza y dejar abiertos canales de diálogo con todo el mundo. Más aún, a partir de finales de los setenta, Harold MacMillan dio un cambio de noventa grados en su análisis de las relaciones entre Washington y Londres. En una de sus escasas comparecencias públicas advirtió a los británicos sobre los peligros de una dependencia demasiado estrecha de un país -dijo- que ha perdido el liderazgo. MacMillan despreció a Carter -"el presidente más débil que he conocido nunca"-, pero tampoco siente especial predilección por Ronald Reagan, tal vez por los mismos motivos por los que no soporta a Margaret Thatcher.

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