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Dos vidas

Que dos personas se suiciden puede entrar dentro de lo normal. Pero que esas dos personas sean mujeres y -sin conocerse- se hayan suicidado en la misma pequeña ciudad y en las mismas fechas ya me parece excepcional. Si además esas fechas son las del comienzo del año -si, en definitiva, entraron en un nuevo año abrazando a la muerte-, el hecho ya me parece francamente extraordinario.Todo ello ocurrió en una de nuestras islas, en uno de esos espacios todavía en equilibrio y en armonía, especialmente en estos meses invernales en los que parece como si hasta la misma belleza vaciara su contenido, pero para mostrarse, al mismo tiempo, más desnuda, más intensa, más terriblemente hermosa.

Por los periódicos locales conocimos algunos de los detalles significativos de estas dos muertes bruscas y deseadas. Emedina era una joven española. Gudrun era una joven alemana. Las dos, sin conocerse, vinieron abuscar el equilibrio y la armonía de ese espacio en el que se disolvieron. Ambas coincidían en sus deseos de serenidad, de comenzar una nueva vida. También coincidieron en darse un mismo final. Lo curioso de los hechos es que ambas no parecieron llegar al mismo fin através de la misma situación arámica, de los mismos medios. Me explico.

Emediria había llegado con problemas: una separación matrimonial, una hija, disgustos. Además, sufría, al parecer, esporádicos desequilibrios nerviosos. Por tanto, la necesidad de deshacerse de sus problemas era en ella inaplazable. Su caso es el de tantos jóvenes (y no tan jóvenes) que buscan en el aislamiento una forma de borrar sus fatigas y sus problemas. Saben que aún es posible la esperanza, volver a empezar de nuevo, cuando ven el mar a mediodía con sus brillos violentos, que es imposible mirar sin quemar la vista, la luz de fuego envolviendo los bosques de pinos. Se respira mejor. La sensación de paz es repentina e inmensa.

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Gudrun, por el contrario, era una persona feliz cuando llegó a la isla. O así lo parecía. Desde luego, los que la conocieron la tenían por una persona normal. Al saber la noticia de su fin señalaron, que se sorprendieron, pues en Gudrun jamás habían notado "ninguna actitud extraña". Ella ya venía probablemente de la normalidad y del sosiego. Pero acaso necesitaba intensificar este sosiego. Deseaba fundir su equilibrio en el equilibrio de un espacio incontaminado. Deseaba confrontar su armonía con otra armonía. O acrecentarla.

De estas dos actitudes ante la vida provienen, seguramente, los muy diferentes medios y escenarios que ambas escogieron para despedirse del mundo, de los sentimientos que las corroían. Sentimientos de desesperación en una, de ansiedad en la otra. Emedina desconocía probablemente aquel verso de la primera elegía de Rilke, el que nos recuerda que lo bello no es más que el comienzo de lo terrible. Para ella el espacio de la isla fue como un espejo que reflejaba de forma nítida y brutal sus angustias, su pasado. Vio reflejados sus problemas en un vacío tan hermoso, tan perfecto como terrible. Por eso no pudo resistir. Su lógica salida hubiese sido la de tantas personas en su misma situación: la huida. Unos meses de olvido y de dispersión, de falsa ebriedad, de sonambulismo, y luego el barco, el regreso. Pero ella prefirió la medida más radical: el fin.

Gudrun intensificó su equilibrio y su armonía en el equilibrio y en la armonía de cuanto le rodeaba. Pero de esta fusión, de esta identificación, de este estar a gusto con el mundo y con sus dones brota también -al parecer- una semilla de insatisfacción. En estos casos uno se ve arrastrado por la ansiedad. Y es la plenitud lo que cada vez se ansía con más fuerza. Entonces llega el momento de estimular los sentimientos. Los nervios se ponen afilados y desnudos como Pasa a la página 12 Viene de la página 11 cuchillos. Y se busca el placer: el placer de los cuerpos, del alcohol, de alguna droga. Pero no fueron ninguna de éstas las salidas que Gudrun escogió. Ella prefirió la identificación total con el mundo, la más limpia fusión con él, un fin más sublime.

Ya es hora de que diga que la primera de ellas, Emedina, se suicidó en su propio cuarto. Para ello utilizó un método expeditivo: se subió a una mesa y se colgó de los cables eléctricos, que utilizó a modo de soga. Luego le pegó una patada a la mesa y todo acabó. Gudrun, por el contrario, buscó un paraje más paradisiaco: el altísirno acantilado de uno de los alrededores de la ciudad, cortado a pico sobre el mar, sobre un mar en el que a veces se ven las aguas de color violeta, como nos las describe Homero. Gudrun se arrojo, sin más, hacia el abismo, hacia el azul. ¿Hacia el azul del mar? ¿Hacia el azul del cielo?

Quedan, como he dicho, en el aire esas coincidencias tan curiosas como fatales: el mismo sexo, la misma población, el que una no fuera feliz y la otra sí, los núsinos días que inauguraban un nuevo año... ¿No estará la clave de estas dos muertes precisamente en las fechas? ¿Acaso el nuevo año les ofrecía algo que no les ofreció el anterior? ¿Se diferenciaban en algo las primeras horas de enero de las últimas de diciembre? ¿Las estrellas del último día del año no eran las mismas que inaugúraban, a la noche siguiente, otro año? ¿Por cambiar el año iba a variar la desesperación de la una y la ansiedad de la otra, con que el destino las perturbaba?

Llegado a este punto de mi reflexión me viene a la cabeza aquel tan lúcido como durísimo pensamiento de Albert Camus que abre El mito de Sísifo: "No hay más que un problema filosófico verdadera mente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena vivir la es responder a la pregunta fundamental de la filosofía". Afortunadamente, entre la pura autodestrucción y el sublime salto de Icaro para escapar del, laberinto, entre el deseo de descomposición y el deseo de fusión, entre la desesperación abismal y la ansiedad sublime existe una tercera-vía: la de existir sin más, la de seguir respirando siempre tensos en la cuerda floja de la vida. Asumir la armonía, del mundo, pero sin provocarla ni intensificarla. Como ya nos lo recordara Lao-Tsé varios siglos antes de nuestra era. Lo que ya no sabemos con certeza es si Lao-Tsé creía en el destino como. una fuente ciega que a veces actúa sobre los humanos.

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