Irán acrecienta su fuerza en el mundo islámico
Tras cinco años de revolución, este país aparece como la trastienda conflictiva de Oriente Próximo
Un país del Tercer Mundo, dotado, sin embargo, de enormes riquezas, vino a demostrar a los cuatro vientos que a partir de entonces las superpotencias tendrán que contar con los pueblos subdesarrollados para diseñar sus esquemas de actuación política. La habilidad y la tenacidad de un hombre, Ruhvollah Jomeini, de gigantescas masas de desheredados deseosos de abandonar la miseria y de un clero musulmán militante decidido a todo con tal de obtener una república islámica, sorprendió al mundo desarrollado, que contempló impotente cómo sobre una zona del mundo de importancia estratégica vital se instalaba un régimen al que ni Washington ni Moscú podrían desde entonces controlar.La revolución iraní, mucho más una revolución cultural orientada a la recuperación de la identidad de un pueblo que una transformación social y económica profunda, se convirtió en un símbolo de rebeldía e independencia para los países del Tercer Mundo que, mediante el islam, trataban de salir de la desigualdad social reproducida por el capitalismo y de la ineficiencia derivada del socialismo.
Hoy, cinco años después de aquel 22 del mes de Bahman, algunos aseguran que la República Islámica del Irán perpetúa la desigualdad social y otros reiteran que conseguir eficiencia en la administración del país es un imposible. Pero lo que nadie puede dudar es que en una parte del planeta, habitada por mil millones de seres humanos, el distanciamiento del Tercer Mundo de los modelos políticos exportados por el altanero mundo desarrollado del Norte sólo podrá hacerse, desde la revolución iraní, en clave islámica.
Irán celebra el quinto aniversario del triunfo de la revolución con un pasado sesgado por el drama de la guerra interior y externa, un presente que le permite comenzar a hablar como gran potencia de la región mesooriental y un futuro en el que habrá de resolver la sucesión del imán Ruhvollah Jomeini.
Del pasado, el vestigio más angustioso es el de la guerra iniciada por Irak en septiembre de 1980 con el propósito de reñir y conquistar la hegemonía en esta zona del mundo, de vital importancia para los intereses estratégicos de las superpotencias, de Europa y de Japón, Frente a Ormuz, la estrecha garganta por la que circula buena parte del petróleo que riega Occidente, Irán cuenta con miles de kilómetros de costa.
Hasta el momento son centenares de miles los muertos que la guerra ha provocado, hay dos millones de refugiados y una juventud fogueada por la metralla y la fe revolucionaria musulmana. De las arcas iraníes salen las preciosas divisas, contadas en billones de dólares, para sufragar esta guerra mediante la venta directa del petróleo que riega las venas del riquísimo Uzestán iraní.
El problema más grave no es sólo el de la sangría de hombres y recursos que la guerra acarrea a Irán, sino que todo el horizonte de este país, necesitado de sus riquezas para sentar una base infraestructural que permita una posrevolución llevadera, se ve puesto en peligro por esta distracción de recursos hacia los campos de batalla.
La modernización puede frustrarse
Irán aguanta la guerra y la puede soportar durante más tiempo. Pero si la contienda sigue, como sus líderes muestran cada día, parece problable que Irán pueda perder la ocasión de modernizarse mediante el destino de sus recursos petroleros hacia un desarrollo interior pedido a voces desde el campo y desde la débil industria establecida en las ciudades.
La estructura industrial del país se caracteriza por la nacionalización de hecho de los grandes conjuntos industriales y la casi completa privatización de la pequeña y mediana unidad productiva. El plan quinquenal del pasado mes de agosto contempla la creación de 1.500 empresas cuyo establecimiento fundamente una primera red productiva industrial en un país industrialmente desertizado.
Este propósito ha dado a luz una nueva clase empresarial joven a la que el régimen mima con créditos a 15 años vista, con carencias de cuatro años y una madeja de atractivas facilidades de amortización.
En el campo se han repartido algunas tierras, comienza a elaborarse una línea de créditos y rige un sistema de prestaciones que permite algunas tasas de acumulación y de inversión. Hay también asignaciones de tierras para aquellos familiares de los caídos en los campos de batalla.
El paro, sin embargo, es muy grande. Nadie parece capacitado para dar una cifra exacta y, además, las formas de paro encubierto proliferan. No es extraño encontrar un ingeniero químico graduado en Estados Unidos al volante de un taxi, a un doctor en Derecho por la Sorbona despachar chelo kebab, el plato tradicional iraní, detrás de un mostrador.
Es en el sector consumo donde más se perciben las dificultades derivadas de la guerra. Menudea la escasez de productos alimenticios de primera necesidad, como el arroz y los huevos, cuya importación resulta costosísima. Es muy difícil conseguir aceite, mantequilla o pasta de dientes, mientras las diferencias entre los precios de los artículos en los almacenes o en las tiendas y los que alcanzan en el mercado negro son astronómicas. Un kilo de carne puede costar 300 riales en la plaza y 2.000 riales en el mercado paralelo sumergido.
No obstante, lo que hay se distribuye de modo igualitario y trata de erradicarse el privilegio y la corrupción. No hay, sin embargo, grandes progresos en esta lucha. Proliferan las cuentas en dólares en bancos extranjeros, responsables municipales son de cuando en cuando obligados a dimitir por malversación de fondos públicos y no todos los funcionarios se caracterizan por dar buen ejemplo en cuanto a asuntos de dinero se refiere. Parece existir una permisividad especial hacia las faltas de tipo pecuniario, una costumbre bastante extendida en algunos países orientales.
El nivel de transformaciones introducido por la revolución iraní en la vida económica del país no parece haber trascendido un umbral muy tímido. El comercio exterior sigue en manos del bazar, que en el último año ha conseguido jugosísimos beneficios. Hay que decir, empero, que el islam no prohíbe el comercio ni la acumulación de riqueza, pero en honor a la verdad es preciso reconocer que algunas fortunas en el Teherán posrevolucionario no podrían haber crecido tanto sino mediante métodos usurarios, prohibidos por la doctrina, como los musulmanes de a pie reconocen en privado. Hay que frenar la ambición de algunos bazares es una frase del asesinado primer ministro y secretario general del partido de la república islámica, Hoyatoleslam Mohamad Bahonar, que los jóvenes revolucionarios suelen repetir entre dientes.
Por todo ello, da la impresión de que las bases económicas de la posrevolución no han sido definitivamente enraizadas y que las pocas que los revolucionarios han aplicado se ven en peligro por el esfuerzo y la continuidad de la guerra.
La revolución, amenazada
Recuperado el prestigio militar y el respeto de los países de la zona, obligado el Ejército enemigo a replegarse hacia sus fronteras, e inexistente, por el momento, riesgo viable alguno capaz de derrocar el régimen islámico, la guerra irano-iraquí no tiene razón de ser. La función, en un principio consolidante de la revolución, que la guerra cumplió ha pasado a ser hoy un factor que amenaza la revolución, ya que si la contienda prosigue el malestar puede encontrar una expresión política muy crítica para el régimen: la guerra es inútil porque es innecesaria. La guerra es también innecesaria porque es inútil.
Esto es lo que piensan en Irán casi todos, menos los que mandan, empeñados en obtener no sólo la cabeza del presidente iraquí, Saddam Hussein, sino también las de todos los componentes del régimen baasista.
Irán ha mostrado ya su poder. Si la guerra finalizase ahora, su cualidad de gran potencia regional en la zona de Oriente Próximo no podría ser puesta en duda por nadie sensato. En estos días, el presidente Alí Jamenei, su primer ministro Hussein Mussavi y el ministro de Exteriores Delayati han exigido de consuno que Líbano derogue su actual Constitución, la convierta en una Constitución favorable a los musulmanes y que el presidente libanés sea a partir de ahora islámico.
Lo que preocupa en Occidente no es que Irán formule esta petición. Lo que preocupa realmente es que la República Islámica del Irán ya está en condiciones no sólo de poder formular esta exigencia, sino también en situación de forzarla. ¿En qué empleará Irán a partir de ahora esa fuerza? Ésta es la duda que trae de cabeza a los analistas más lúcidos, a los que no se les oculta que el problemático futuro del Oriente Próximo y Medio tiene en Irán una complicada, intrincada, incontrolable y permanentemente conflictiva trastienda, donde el imán Jomeini y su régimen comienzan a proyectar sobre la zona sus designios políticos inescrutables. Líbano sería la piel malherida de un conflicto permanente, pero Irán sería el hueso duro e impenetrable que las superpotencias no aciertan a roer.
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