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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La guerra, alrededor

LAS NUEVAS reglas del juego de la guerra, con la amenaza nuclear al fondo, y el abrumador predominio en armamento para el apocalipsis de las dos superpotencias hacen que la fértil imaginación para la violencia que demuestra secularmente el ser humano haya ido desarrollando en las últimas décadas especialísimas formas de enfrentamiento entre colectividades nacionales y aun Estados. La epidemia de asesinatos políticos en, lo que podríamos llamar el circuito internacional de exiliados, representantes diplomáticos y dignatarios transeúntes en general ha venido a convertirse en los últimos años en una preocupación suplementaria de los servicios de seguridad de todos los Estados.Hasta la mitad del siglo XX, los Estados se hacían la guerra con el propósito de obtener la victoria de la forma más rápida y menos onerosa posible, con lo que puede decirse que la guerra como forma de actividad política tenía un fin perfectamente reconocible, del que era un instrumento. La guerra de Corea (1950-1953) fue la primera contienda que se nos presentó como algo irreductible a las límpidas nociones de victoria o de derrota, en la medida en que una u otra podían desencadenar un conflicto entre EE UU y la URSS. Recordemos que la Unión Soviética había adquirido el arma atómica en 1947.

De la misma forma, las sucesivas victorias militares israelíes sobre los árabes se han visto limitadas en el plano político hasta acreditar la idea de que las guerras de Oriente Próximo han de ser necesariamente conflictos limitados, a los que jamás hay que permitir que salpiquen más allá de una concepción que, si no fuera por el fenomenal poder de las modernas armas convencionales, cabría calificar de renacentista o florentina, porque en ellos no se persigue la aniquilación del adversario, sino la consecución de una posición determinada en el campo de batalla que lleve a una negociación en posición de fuerza. En estas condiciones, las únicas guerras posibles -aquéllas en las que la plenitud del principio clásico del clausewitzismo tiene sentido- son las puramente locales, preferentemente tercermundistas, como el doble conflicto etíope con Somalia y Eritrea, o cualquiera de las guerras menores africanas. Pero como la naturaleza tiene horror al vacío, esa falta de finalidad, de sentido último del oficio más antiguo de la tierra, ha hecho que aquellas guerras que no pueden librarse por medios convencionales con el histórico propósito de exterminar al adversario encuentren fórmulas diferentes para subsistir de forma innovadora, trasladando sus campos de batalla al circuito universal de la caza del enemigo político.

La guerra internacional que mejor se acomoda a este espíritu de adaptación a los nuevos tiempos es la eterna oposición entre la guerrilla palestina y el Estado de Israel, con un fleco cada día creciente de nacionalidades sin asentamiento propio, en pugna con el presunto Estado opresor, y de persecución al exilio político, imposibilitado de actuar dentro de las propias fronteras nacionales. Los grupos extremistas palestinos no sólo atentan contra los objetivos israelíes en el mundo entero, sino que exportan la división sangrienta entre sus filas a la arena internacional, como perseguidores y perseguidos de quienes tienen una diferente noción de cómo hay que derrotar al Estado de Israel: guerra dentro de la guerra, de la que probablemente es último episodio el atentado perpetrado ayer en París contra el embajador de los Emiratos Árabes.

En los últimos años, la nómina de guerras paralelas no ha cesado de engrosarse. El coronel libio Muamar el Gadafi acosa a los disidentes de su verde revolución en todas las capitales europeas; armenios y kurdos libran una guerra sin fronteras contra el Estado turco; un llamado Frente Nacional de Cachemira, con presumibles conexiones paquistaníes, asesinó el pasado fin de semana, en Londres, a un diplomático indio, en lúgubre memoria de la partición de aquel territorio tras la guerra de 1948; los agentes de Jomeini dieron una nueva extensión a la noción de guerra santa asesinando el pasado martes, en París, al general Oveisi, que se distinguió dirigiendo las matanzas del 8 de septiembre de 1978 en la capital iraní, cuando el sha pretendía ahogar en sangre la inminente toma de la Bastilla; el ya desarticulado Ejército Rojo japonés, con sus diversas filiales en el mundo entero, había logrado, finalmente, rizar el rizo de la internacionalización convirtiéndose en una legión extranjera de las más variadas causas, desde la matanza del aeropuerto de Lod (Tel Aviv-Jerusalén) en 1972, en la que murieron 28 turistas, hasta un sinnúmero de menores descalabros.

Estas guerras, que se fugan de sus hábitats naturales para singularizarse en la inseguridad mundial y urbana de tantos crímenes amparados en la coartada de lo político, son un peaje más que hay que pagar al avance tecnológico de nuestro tiempo; a la difusión de las comunicaciones; a la posibilidad de escenificar ante la aldea planetaria los contenciosos más recónditos, comprando un sangriento spot televisivo con el que airear unos u otros agravios nacionales. De un lado, a la guerra ya no se1e consiente comportarse con la abrupta claridad de antaño; de otro, las posibilidades individuales de hacer un circo mundial de esa guerra imposible han crecido tan desmesuradamente que una patrulla de hombres decididos puede sembrar el globo entero de diminutos Waterloos. La tan famosa tercera guerra mundial podemos decir que ha comenzado ya. Con la segura hipoteca de los campos de batalla se extiende hoy una guerra nada fría a nuestro alrededor. El crimen político no es más que la continuación de la guerra por otros medios, en una forma que mal podía haber previsto Clausewitz.

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