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Daguerrotipos.

Paco Ordóñez, torero de salón

Manuel Vicent

En aquel piso de la calle Hermosilla había algún óleo con antepasados patilludos, muebles de palo de rosa con labradas cabezas de león, severos anaqueles en los salones corridos y tal vez se degustaban fideos de posguerra y otros caldos de estrellitas en soperas de alpaca. Francisco Fernández Conde era un ingeniero humanista dedicado a "hacer hijos y prensados de cemento. Casado con una feraz hembra del sur, en medio de un famélico Madrid de barquilleros con sabañones, tenía niños incluso en el armario, que de buena mañana se ponían los pantalones bombachos e iban con botas de tachuelas al colegio del Pilar, según la costumbre de una burguesía de barrio Salamanca. Pero en aquella casa se cumplían ciertos ritos. Por ejemplo, ningún vástago se sentaba a la mesa, a la hora solemne del almuerzo, mientras no supiera emitir alguna opinión válida o resistir una conversación sobre el orden dórico. Este padre de larga prole solía ilustrar el cocido familiar con temas de arte, de filosofía o de historia.Francisco Fernández Ordóñez, primogénito de la tribu, en aquel tiempo ya había accedido a los honores del comedor. Estaba terminando el bachillerato, sabía pelar una naranja con cuchillo y tenedor, se había sacudido levemente la caspa en un viaje a París en compañía de su madre, comenzaba a sonarle Ortega entre un tintineo de cubiertos, era un adolescente formal cogido de la mano de la niña María Paz, sus tiernas hormonas le llevaban a amar a un Dios de derechas, aunque no demasiado fiero, podía balbucir el nombre de Unamuno y se encontraba rodeado de hermanos con la misma sed de porvenir que de momento aún comían en la cocina y jugaban al balón en el pasillo. Los padres tuvieron que trasladarse a la calle Ayala para acomodar en un piso más amplio tanta densidad de talento por metro cuadrado. De sus cinco descendientes varones uno llegó a ministro, como muy pronto se verá, otro es catedrático en la Escuela de Ingenieros de Caminos, otro desempeña el cargo de director general, otro es secretario de Estado, otro se hizo cura guerrillero, fue santo tupamaro en Uruguay, sufrió cárcel y torturas y ahora ejerce el apostolado obrero en Moratalaz. Siguiendo la tradición un poco machista de esta familia, las cinco hembras han ido a parar en amas de casa, suavemente casadas. El caballero humanista había cumplido con su deber: dio hijos a Dios, a la técnica, a las finanzas, a la función pública y por su cuenta elevó muchos puentes de hormigón armado.

Era un caso raro

Entonces Paco Fernández Ordóñez sólo era un empollón enamorado que quería contraer santo e indisoluble matrimonio con su novia María Paz, y para realizar semejante hazaña tenía que terminar la carrera de Derecho, cebarse como una oca en babuchas con cuatrocientos temas de memoria y presentarse a la primera oposición. Pudo ser notario o registrador, pero la urgencia amorosa le forzó a ser fiscal, casado a los veintitrés años, con 3.500 pesetas al mes, devoto de Antonio Machado y destinado en Huelva. En esa época, el humanismo cristiano estaba ya haciendo estragos entre gentes de bien, y el corazón de los jóvenes graduados se lo trabajaba Paul Claudel, Romano Guardini y el alcalde rojo de Florencia Giorgio la Pira, con alguna escapadas subterráneas hacia los alrededores de Albert Camus. En 1956 las tardes eran muy largas en toda España y más todavía allá en el sur. Cualquier fiscal de alma inquieta tenía tiempo de leer incluso a José María Javierre en la revista Incunable y hacer sonetos acerca de álamos cantores, sin dejar de acusar a algún criminal con boina. Por aquellas fierras, Paco Fernández Ordófiez descubrió la morada de cal viva con geranios donde Juan Ramón Jiménez había hecho bolillos con las estrellas a la sombra de un asno de terciopelo en Palos de Moguer, y también el palacio del obispo levantado en medio de las chabolas de Huelva. El hombre comenzó a debatirse entre veleidades literarias, cierta sensibilidad cristiana ante la injusticia más gruesa y la evidencia de que se estaba quedando calvo y no tenía un duro y que a ese paso nunca lo iba a tener. Pero muy pronto María Paz entró en acción.

-Tendrás que hacer algo, hermoso.

-No se me ocurre nada.

-Vamos a ver. ¿Qué oposición da dinero de verdad?

-Inspector del Timbre.

-Mañana mismo te pondrás a estudiar.

-Lo que tú digas.

Fue una cuestión de meses. Se calzó otra vez, las babuchas, bajó el flexo sobre la mesa camilla, se aflojó la pretina del pantalón y se zampó a marchas forzadas el devocionario financiero, mientras a su lado María Paz hacía calceta en una butaca. De la mano de Barrera de Irimo ganó las oposiciones, y a renglón seguido inició un peregrinaje por provincias como delegado de Hacienda. En su corazón poético llevaba revuelto un Dios humano con el deseo de ser moderno, y encima de ese conglomerado ahora caían tributos, aranceles, rentas, líquidos imponibles totalmente corrosivos, que hacían masa con lecturas desde Ortega y Gasset hasta Marcuse, con parada y fonda siempre en Antonio Machado, y esta trayectoria lo dejó durante un año en Harvard, donde el profesor Galbraith le coronó la calva idealista en un sentido monetario de la vida. Era un caso raro. Se trataba de un inspector de Hacienda que hacía crítica de teatro en El Ciervo, amaba a Pablo Neruda, le gustaba Bertolt Brecht, entendía a lonesco, escribía, de estructuras económicas en Cuadernos para el Diálogo. Así se labró un prestigio. Son cosas que pasan: los técnicos lo admiraban por su formación cultural y los humanistas lo respetaban porque sabía hablar del producto nacional bruto con tanta familiaridad que parecía un primo suyo. En el despacho del ministerio, entre áridas partidas del presupuesto, también era capaz de musitar:

-El infierno son los otros.

-¿Qué dice usted, señor subsecretario? Estaba pensando en mis cosas. Los hombres mueren y no son felices. A pesar de todo hay que imaginarse a un Sísifo dichoso.

-¿Quiénes el tal Sísifo? ¿Un pájaro que ha hecho contrabando?

-Ha pasado muchas veces una piedra por la misma aduana.

-Los hay idiotas.

La oposición moderada estrenaba solomillo, acudía a aquellas cenas del ínclito y finado Gavilanes donde se soltaban gracietas contra la situación y al día siguiente volvía a su puesto en el ministerio. Fernández Ordóñez era un alto funcionario en la línea divisoria entre la política del régimen y el servicio técnico del Estado. A medida que el franquismo se convertía en un bebedero de patos, él iba ascendiendo peligrosamente hacia zonas cada vez más contaminadas Carrero Blanco ya nos había dejado, planeaba por los despachos el espíritu de febrero y, en medio del desbarajuste de la apértura, Fernández Ordóñez llegó a la presidencia del INI, un cargo totalmente político. Aquel día murió su padre, el caballero humanista que le había enseñado a ser fino.

Un revolucionario a la violeta

No se podía comprender que un burócra ta degustador de las esculturas de Chillida perfumado con las rosas de Rilke, amante del endecasílabo se mezclara allá arriba con unos personajes algo sebosos que confundían a Antoñito López con un guitarrista de flamenco y a Joan Miró con un delantero del Mallorca. Sólo era una cuestión de buen gusto. O tal vez le entró el vértigo. Ordóñez permaneció en el cargo lo que dura un preñado. A los nueve meses dimitió. Eso fue también un acto político. En vista del caso, Franco decidió morirse y a continuación comenzó el baile, es decir, las cenas se hicieron más espesas, los sastres trabajaron a destajo, salieron a la calle los demócratas de toda la vida y cualquiera que silbara un poco se convertía en capador. En 1976 se creó la Federación Socialdemócrata, una especie de sociedad de amigos de Fernández Ordóñez, que consistía en un grupo de gente bien, colaboradores vergonzantes con el antiguo régimen a través de la tecnocracia, profesores ilustrados, expertos macerados por la cultura y otros seres ligeramente boticarios, que en seguida se alinearon con la oposición. Fernández Ordóñez entró a formar parte de la comisión de los nueve, un concentrado de caldo, resumen de comunistas, socialistas de dos gustos, liberales y democristianos ortopédicos, que iba de acá para allá bajo una nube de gas lacrimógeno, desde una buhardilla con carteles de Pasionaria a Zalacaín, desde un despacho con moqueta a una concentración con pancartas, y negociaba con los pantalones a media asta frente a Adolfo Suárez, el encantador de rojos y desrriñonador de azules, aquello de la reforma sin ruptura o la ruptura reformada según la nueva orden de las descalzas reales. Son lances muy sabidos. El remolino de siglas, pactos y enjuagues arrojó a este equipo socialdemócrata, junto con otros materiales de desecho franquista y restos de naufragio, en la playa de UCD y allí quedó varada la vieja gabarra de la historia. Fernández Ordóñez llevaba la servidumbre de un suave pasado, como un anillo traspasado en la nariz, pero en aquel batiburrillo de falangistas, apostólicos, diputados de misal y financieros de vía dura, él era un progresista, casi un revolucionario a la violeta.

-Este hombre tiene talento.

-Yo también lo creo. Se sabe muy bien eso de Keynes y además es capaz de no hacer el ridículo en un simposio de poetas simbolistas.

-No me refiero a eso. Quiero decir que en tiempos de Franco se subió a un coche oficial y hasta hoy nadie ha conseguido apearlo.

-¿Te parece mal?

-Ahora tiene un cargo con los socialistas. Es una maña como otra.

Fama de equilibrista

A simple vista parece que Fernández Ordóñez posee una gracia especial para caer de pie cuando se desploma cualquier andamio político. De ahí le viene la fama de equilibrista, de olfateador de las mejores solanas. Pero si se analiza el caso de cerca, uno llega a la conclusión de que Fernández Ordóñez es el personaje que menos ha cambiado en toda la época de la transición. Desde sus primeros años de tecnócrata enamorado de Machado y de Galbraith, de los pardos encinares y de la función pública, se trazó una bisectriz de sí mismo que no ha variado, un objetivo dulcemente actual que ahora es un programa de gobierno: soltar las amarras decimonónicas de la vieja gabarra para que la historia navegue escorada dos grados a estribor por la modernidad. Como ministro de Hacienda y de Justicia realizó lo poco progresista que se hizo en UCD: la reforma fiscal, la ley del divorcio y las primeras tentativas de la LAU. Los compañeros de ban cada en el hemiciclo creían que era un rojo. El cardenal de Toledo le condenó a ver la procesión del Corpus desde un balcón. La UCD huyó en desbandada hacia los altos riscos de la derecha. Los socialistas llegaron después a ocupar los amenos parajes del centro y allí, en tierra de nadie, sólo quedaba sin moverse Fernández Ordóñez con una rosa en la mano, aunque sólo era la rosa de Rilke. Hoy, en España, otros llevan a cabo su política y él está en la cúspide de un ban co oficial jugando con finanzas y montando exposiciones de arte en la planta baja.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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