Enrique Salomó se niega a hacer hipótesis sobre el asesinato de su esposa y lo califica de "desgracia"
Enrique Salomó Caparró entreabrió ayer las puertas de su celda de la cárcel provincial de Tarragona y fue llamando, uno a uno, a los periodistas de los diferentes medios informativos que siguen el caso del asesinato de María Teresa Mestre, su esposa. Salomó no hizo grandes declaraciones ni desveló los recónditos secretos de la colza, simplemente habló de su esposa, de sus hijos y de esas llamadas anónimas que periódicamente se reciben en su domicilio de Cambrils.
"Es una voz rara", explica, "como si proviniese de una casete en la que estaba grabada una voz de una mujer hablando en un local semivacío, con pocas personas. El mensaje no puede llegar a escucharse por culpa de las interferencias de la misma cinta. Después, cuelgan"."¿Hipótesis? Yo sólo sé que salió con mi hija del apartamento a las cinco de la tarde; que se fue a dejarla a la estación de Tarragona; después, que hubo una desgracia. Quizá fue en un semáforo o en cualquier otro lugar. Luego, un desgraciado o un psicópata o un ... no sé. ¿Los ex reclusos? Sólo les he hecho favores. Un preso me pedía 1.000 pesetas y si yo no las tenía iba a pedírselas a un amigo para poderlas prestar. Nadie puede decir nada. Si alguien de la prisión me odia, nunca me lo ha dicho a la cara". Toma un cigarrillo entre los dos índices y el pulgar y lo arroja con rabia contra el suelo. Salomó sigue con la mirada el trayecto del pitillo, que rebota contra la pared. Después vuelve al fondo del sofá y al rosario de palabras atropelladas. Aparece cansado, muy cansado. Reconoce que por las noches le cuesta dormir y que se queda en vela hasta que el sueño le vence.
"No me importa mi situación"
De vez en cuando se frota las palmas de las manos en las perneras del pantalón tejano. Después las mete en los bolsillos del tabardo azul marino, para sacar el paquete de tabaco y el mechero y fijar su mirada en las paredes blancas, desnudas, en la ventana cerrada o en la vidriera del locutorio desde la que se ve a los funcionarios y a algún que otro recluso.
"Yo lo único que quisiera es solucionar las cosas de casa y de mis hijos. No me importa nada mi situación, ni tampoco mi estancia en prisión. ¿Que si iré al Tribunal Constitucional cuando me denieguen la libertad provisional? No lo sé, esto lo sabe mi abogado, y conmigo no ha hablado en los últimos días. Mire, a mí lo único que me interesa son mis hijos y que nos reunamos y hablemos de cosas concretas; quiero que estén a mi lado. ¿Si perderán el curso? Pues mire, eso es lo que me preocupa y de lo que quiero hablar con ellos".
No quiere referirse al aceite, lo dice claramente, casi enfadándose. Se detiene por un instante y matiza que no quiere hablar del aceite para que no se pueda pensar que está utilizando esta situación para defenderse. Otro día hablará del aceite. Lo ha prometido. Remonta el hilo de la conversación, sin parpadear delante de las cámaras fotográficas. "¿Hasta qué punto me importa lo de la colza? Durante 30 meses he permanecido en esta cárcel y nadie ha venido a preguntarme nada sobre aquel aceite, ni tan siquiera los de la comisión de seguimiento, ni tampoco los del equipo investigador. ¿Y quién puede conocer mejor el aceite y quién puede ayudar a resolver el problema mejos que nosotros? Pero dejemos esto, seamos humanos". Con referencia a la polémica abierta entre su amigo, el magistrado Adolfo Fernández Oubiña y el gobernador civil de Tarragona, Salomó declara: "Adolfo, queriendo solucionar el problema, se ha enzarzado en una polémica con el gobernador, sacando no sé qué cosas del sumario y del Código Penal cuando el gobernador civil se ha comportado maravillosamente conmigo, como si fuera mi padre".
Alguien golpea la vidriera con los nudillos y Enrique Salomó alza la cabeza. Tiene una barba cerrada de hace dos días, unas profundas entradas blanqueadas por mechones de cabello y unas enormes ojeras de las horas pasadas en vela. Huele a prisión, a celda y a rancho, pero, sobre todo, a tabaco negro. "¿La mataron por dinero? Vaya usted a saber. Tengo fama de ser supermillonario. ¿Pero saben ustedes quién me ha dado esta fama? Los periodistas. Pero le puedo asegurar que tengo muchos amigos que ya se han ofrecido a darme todo el dinero que necesite. Sí, muchísimos. ¿Y el dinero que le encontraron a mi esposa en el guante? Qué se yo. Pudo ser el cambio que le dieron en la pastelería. Vaya usted a saber".
Se niega a hacer hipótesis de cualquier índole y asegura que es incapaz de leer los periódicos. Afirma que cada día se enfrenta con ellos, los abre y empieza a leer, pero luego no puede ya más y los deja, como ahora.
"Mire, yo no tengo sospechas de nadie ni oculto ningún nombre. La doctora de Vilanova i la Geltrú es eso, una doctora, de pitonisa y de medium, nada, nada de nada. Y lo que se ha dicho de que mi esposa estaba enferma o deprimida, nada. Me gustaría que la hubieran conocido, tan animosa, todo muy bien, nada que indicara que tenía que morir. Mire, lo de Diego de Araciel, fueron allí mi mujer y mi hija. Fueron una vez para preguntar cuándo saldría yo de la prisión y nada más".
Vuelve a suspirar. Parece un marinero sin barco y sin puerto. "¿Qué puedo hacer yo?", se pregunta y se constesta a sí mismo, diciendo que no le salé del corazón, que está demasiado cansado. Luego, finaliza repitiendo incansablemente: "Mis hijos, mis hijos..." Le han interrumpido unos suaves golpes dados en el cristal.
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