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Reportaje:

UGT y Gobierno socialista, unas relaciones apasionadas

La central socialista y el Ejecutivo han sufrido tres grandes enfrentamientos

Nicolás Redondo, secretario general de la UGT, lo decía hace unos meses, después de la celebración del último congreso de la central socialista: "No temo tanto que UGT se gubernamentalice como que nuestros sindicalistas caigan en la tentación de, ante cualquier problema, levantar el teléfono y llamar al compañero ministro para que resuelva cualquier problema. Eso es lo que más temo".Tal vez por eso se dice que Nicolás Redondo no es hombre que coja, a la mínima, el teléfono para llamar al compañero Felipe. Sólo en casos muy determinados las relaciones han sido directas y rápidas entre el secretario general y el presidente de Gobierno. Habitualmente, es un ministro quien se ocupa de trasladar las preocupaciones de UGT al seno del Gobierno.

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Pero las comunicaciones entre la central socialista y el Gobierno no son, más de un año después de su subida al poder, todo lo buenas que cabría esperar. En demasiadas ocasiones los choques entre el sindicato y el Ejecutivo han estado a punto de hacer saltar chispas. El primer encontronazo serio había de venir precisamente de un ministro que, tradicionalmente, había estado estrechamente vinculado a la UGT: Joaquín Almunia.

El primer conflicto

Uno de los aspectos más conflictivos de la negociación del Acuerdo Interconfederal de 1983 (AI83), estuvo centrado en la reducción de la jornada. Los representantes de la patronal y de los sindicatos, en unas conversaciones en las que la presión indirecta del Gobierno -no sentado en aquella mesa- se hacía sentir más que en anteriores pactos, tuvieron en cuenta la futura ley que el Gobierno socialista había anunciado como inmediata.

Aunque aún no ha podido saberse con exactitud qué tipo de compromisos se asumieron bajo la mesa, parece que la reducción de jornada jugó un importante papel como contrapartida a los incrementos salariales pactados. Los empresarios confiaban en que la ley no saldría hasta después del verano, con lo que, entre unas cosas y otras, su aplicación no se llevaría a cabo hasta, prácticamente, finales de año. Su incidencia sería, pues, casi nula a lo largo de 1983. Los sindicalistas debían confiar en que, por el contrario, la ley habría de salir en el BOE mucho antes.

Tuvieron razón los sindicalistas. Antes del verano el Ministerio de Trabajo reducía la jornada a 40 horas semanales, y algún empresario llegó a insinuar que el Gobierno rompía, con esta decisión, un compromiso asumido durante las negociaciones del Acuerdo Interconfederal. La batalla abierta entre patronal y sindicatos por los criterios de aplicación de la ley fueron resueltos por una norma del Ministerio de Trabajo que venía a dar la razón a las tesis empresariales.

En San Bernardo 20, sede de la UGT, temblaron aquel día las paredes. Joaquín Almunia, aquel muchacho simpático y amable, de calva apostólica y barba revolucionaria, había dejado a la UGT en una difícil situación. Los dirigentes de la central socialista se lanzaron a tumba abierta a criticar la norma de Trabajo, al ministro de Trabajo, al Gobierno y a todo el que se pusiera por delante. Ya, entonces, se empezó a hablar de "la insensibilidad" del Gobierno por UGT. Y Joaquín Almunia era recibido en congresos ugetistas entre el silencio y el murmullo.

Fue el preludio de otros enfrentamientos. Las hostilidades estaban abiertas y aunque, íntimamente, dirigentes de UGT reconocieran que "tampoco está tan mal que se marquen las distancias", el marcaje llevaría, en meses posteriores, a situaciones excesivamente crispadas.

Fue, sin duda, el preludio de enfrentamientos más duros, sazonados de agrias críticas a ministros y actitudes gubernamentales, que la UGT se veía imposibilitada de asumir. Bien estaba que la política de nombramientos en el sector público hubiera levantado ronchas en algunos sectores de la central socialista, que veían confirmados en los cargos a las mismas o parecidas personas con las que habían tenido que lidiar en el pasado, pero se hicieran públicamente planteamientos y afirmaciones que contradecían y desmentían los más elementales principios por los que había venido luchando la UGT; era demasiado.

Segundo conflicto

En ello influía, además, el estrecho control que sobre la central socialista mantenía Comisiones Obreras, vigilando constantemente cualquier síntoma de connivencia entre el Gobierno y la UGT. Las acusaciones de sindicato gubernamental pesaban como una losa sobre las decisiones y las palabras de los dirigentes de la Unión General de Trabajadores. Así las cosas, en la Universidad de Verano de Santander, representantes de¡ Gobierno lanzan la afirmación de que el Ejecutivo está estudiando la introducción del despido libre.

Felipe González ya había hablado de la necesaria flexibilización del mercado de trabajo, cosa que UGT estaba dispuesta a asumir, aunque con ello rechinaran las bisagras de la organización. Pero el despido libre, hablar desde el Gobierno socialista del despido libre en un país con unas relaciones laborales tradicionalmente paternalistas y con más de dos millones de parados, acrecentó, tenía, necesariamente, que levantar ampollas.

Las críticas de UGT fueron duras. Hubo declaraciones públicas de dirigentes sindicales que amenazaban con todas las medidas de presión. Y en las comidas privadas, los principales líderes llegaban a comentar, entre sonrisas, al periodista amigo "llistillos y progres que son esos chicos que en su vida han estado en un fábrica y que no han salido jamás de un despacho". Ataques que no iban tanto contra los ministros, cuyo pedigree era suficientemente conocido y reconocido, pero dardo que, envenenado, iba dirigido contra asesores, hombres de confianza, directores generales y validos.

Al disgusto provocado por estas declaraciones, vino a sumarse el que se produciría como consecuencia de nuevas declaraciones de ministros muy bien considerados en los círculos más exquisitos del país. Ante la estupefacción de los hombres de UGT, se afirmaba que el Gobierno no negociaría ni con sindicatos ni con patronal su programa económico, que los líderes sindicales contaban como un elemento de primera importancia para establecer las relaciones laborales en los próximos años.

Nicolás Redondo destapó nuevamente la caja de los truenos y recordó que Felipe González, precisamente el 1 de mayo, en la fiesta de UGT, había anunciado que convocaría con carácter inmediato a sindicatos y patronal para iniciar la concertación social. Con unas Comisiones Obreras presionando detrás, Nicolás Redondo acusó de arrogancia al Gobierno y enumeró todos los actos de soberbia que había cometido desde su llegada al poder. Miguel Boyer se configuraba como otro de los ministros poco queridos en los círculos sindicales. El responsable del área económica iba avanzando en su programa sin que, aparentemente, le importara demasiado lo que pudiera pensar la central socialista.

Se rumoreaba que todas las filtraciones de proyectos de flexibilización del mercado de trabajo salían del Ministerio de Economía, cuyos responsables defendían a ultranza la necesidad de un nuevo marco (le relaciones laborales.

Tercer conflicto

Pero donde la guerra se hizo más abierta, el momento de crisis más profundo, la vez en que sindicato y Gobierno estuvieron a punto de devolverse las cartas y los retratos, estuvo, sin duda, en las negociaciones de la reconversión industrial.

UGT, con el riesgo de desgaste que comportaba, había venido manteniendo un papel moderador en el tema de la siderurgia. Las negociaciones de la reconversión industrial arrancaban con la premisa fundamental de la central socialista de que no hubiera rescisiones de contratos para los trabajadores excedentes.

En un primer momento, el propio ministro de Industria, Carlos Solchaga, según fuentes del propio sindicato, había dado seguridades a UGT en cuanto a que la ley de reconversión -finalmente, decreto-ley- respetaría las reivindicaciones de los sindicatos. Las conversaciones entre las partes se vieron inmediatamente enturbiadas por el enfrentamiento entre el ministro y el secretario general de CC OO del Metal, Juan Ignacio Marín. La decisión de Solchaga de vetar en la mesa al representante de Comisiones coloca nuevamente a UGT en una dificil situación. Un veto sin condiciones obligaba a la central a abandonar, en solidaridad con los compañeros de CC OO, las conversaciones.

Los representantes de la central socialista intentan convencer a Solchaga de lo peligroso de una decisión semejante y consiguen que el ministro matice sus condiciones. Ello, unido a que ELASTV no se muestra partidaria de abandonar las conversaciones, les sirve como protexto para continuar en las mismas. No obstante, bajo cuerda, y a pesar de las razones de una y otra parte, algún ugetista tiene aún clavado en lo más profundo un cierto remordimiento.

Las conversaciones, pues, prosiguieron sin CC OO y se cerraron sin que hubiera acuerdo en el tema de los excedentes de plantilla. Industria mantenía el criterio de que habría de irse a la rescisión de contratos y que en el decreto-ley así había de recogerse. La noche antes de que el Consejo de Ministros discutiera el proyecto de Industria fue, posiblemente, uno de los más largos en la sede de la Unión General de Trabajadores. "Algún día", dice uno de los principales dirigentes de la central socialista, "habrá que contar qué resortes se movieron, qué conversaciones se celebraron, qué gestiones hicimos para evitar que las rescisiones de contratos aparecieran en el texto aprobado por el Gobierno".

Lo que sí ha contado alguno es una reunión en la que tres ministros -presumiblemente Boyer, Almunia y Solchaga- escucharon las razones de la Unión General de Trabajadores para que no hubiera rescisiones de contratos y en la que ellos explicaron las suyas, y de la que Carlos Solchaga, ministro de Industria y Energía, salió defendiendo a ultranza las tesis de Boyer en la reconversión industrial.

La lucha por la reconversión industrial no acabó en la mesa de negociaciones y los enfrentamientos, consecuencia de ellas, no terminaron con su aprobación en Consejo de Ministros. En el mismo Parlamento, Nicolás Redondo pidió, previamente a la votación de la ley, una reunión del Grupo Socialista, que, de haberse celebrado, comentan algunos, hubiera hecho cambiar el resultado de su votación. En aquella ocasión, diputados socialistas llegaron a cuestionar la autoridad de Nicolás Redondo. La reunión, finalmente, no se produjo.

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