Conjuro de fechas

Nos está costando acabar con él, con este monstruo que se nos desvela cada vez más voraz, progresivamente feroz en su agonía, como una Moby Dick empeñada en arrastrar al capitán Acab a su sepulcro de agua. Nos está costando acabar con este 1983, año nefasto, pródigo en esquelas y en zozobras, un año de mal auspicio y mala leche. Qué le habremos hecho nosotros para que nos trate de esta forma.Ya sé, ya sé que el calendario no es más que una suprema convención, un artificio consensuado. Pero quién puede evitar la tentación antropomórfica de pensar que el 83 es un mal bicho. Hasta Tierno, de natural tan mesurado, síndico mayor y cervantino, se ha rendido ante el espanto de los días y ha dicho que es menester que este año acabe.
Sequías y riadas, humeante chatarra de avión envuelta en carne, fuegos letales. Qué azote de año: 1983 parece hijo de un berrinche de los dioses, de una pataleta de los hados. Es tan antiguo nuestro intento de controlar lo incontrolable, el ingenuo combate humano contra el azar, que ya en la Biblia se habla de años de vacas gordas o famélicas, como si la desgracia acabara mágicamente allá donde se acaban los guarismos. Ni qué decir tiene que 1983 ha sido un año no ya de reses flacas, sino sin duda glosopédicas.
Y así estamos todos, aguantando la respiración para ver si se acaban de una vez estos doce meses de tendencias criminales. Así estamos todos, aniñados, cruzando los dedos, dispuestos a creer en el conjuro de las fechas. Vivimos un diciembre supersticioso, una ola de religiosidad numérica, y hasta las personas más pragmáticas se sorprenden a sí mismas anhelando que este 1983 se acabe. La esperanza es siempre irracional.
No he visto un fin de año más deseado. Es como si de repente nos hubiéramos vuelto todos locos, crédulos seguidores de un esotérico culto al calendario. Atravesamos de puntillas los últimos días del mes inflamados de fe en el futuro. Soñar no cuesta nada y es un consuelo: el próximo 1984 va a ser espléndido.
Y que mi admirado Orwell se fastidie.
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