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La Navidad, ¿para que?

Creyentes y no creyentes, al acercarse estos días dejan a un lado su bronca manera de ver la vida, producto de un mundo duro y sin perspectiva de porvenir. La infancia se nos hace próxima, y las pequeñas naderías de la vida adquieren una importancia que en otros tiempos del año no valoramos. Se hace realidad por unos días la frase del economista Schumacher: "Lo pequeño es hermoso", que la tuvo por lema de su economía de dimensión humana, que podría hacernos salir del atolladero en que nos encontramos los hombres hoy.La Navidad tiene un simbolismo que vivimos todos los humanos estos días de modo más o menos consciente: lo pequeño se hace grande, y la tristeza resbala sobre nuestros cansados hombros, hundidos a causa de la lucha por la vida, que enseña desde niños nuestra sociedad como único camino para abrirse paso en ella.

La irrupción del cristianismo fue una revolución dentro del ambiente de las religiones históricas. Todas ellas predicaban la esclavitud en el trabajo, en favor del dominador de las masas embrutecidas, y a favor del sacrificio, en pro de los detentadores del poder eclesiástico. El trono despótico y el altar tiránico, que ahorrojaban a los hombres sencillos, se unían entre sí para impedir un rayo de alegría y de esperanza.

La tierra no era nuestra, sino de los poderosos de la espada o del espíritu, siempre unidos en ese césaro-papismo que no dejaba un resquicio de gozo ni de esperanza.

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La revolución del cristianismo fue la que deshizo esta prisión que no dejaba vivir a la generalidad de los humanos. Y la Navidad fue su más expresiva manifestación. Lo divino se hizo tierra en esta religión. Dios ya no era el sátrapa oriental que explotaba las pobres masas a su favor y castigaba al que se salía del estrecho marco por él construido para los creyentes. Dios se hizo Padre, que esperaba al hijo -hiciera lo que hiciese- con los brazos abiertos. O se convirtió en el Hermano, de carne y hueso como nosotros, que nace en un pesebre, como un ser olvidado y sin afanes de poder.

En aquellos tiempos -y hoy es preciso volver a recordarlo- empieza a sonar el grito de Nietzsche, pero sin acritud ni violencia: "¡Permaneced fieles a la tierra!". Es el programa de una religión distinta, que no aplasta durante nuestro paso por el mundo ni libera sólo cuando estemos en el cielo. El autor de su libro sagrado, la Biblia, repite siete veces la expresión: "Y vio Dios que lo hecho era bueno". No daba pie a ningún maniqueísmo ni a ningún gnosticismo: todo estaba ahí ante nuestros ojos sencillos; resumiendo nuestro código moral en una frase bien poco recordada: "Enseñoread la tierra". ¿Cómo?, con un amor concreto "que edifica no sólo en el corazón, sino en buena piedra", como recordaba el benedictino P. Moore. Así fomentó un ciudadano que era un trabajador sencillo, que se encontraba cerca de su obra y de las cosas todas -al pintar el cuadro o construir la catedral-. No era ya el orgulloso ciudadano libre de la antigua Grecia, o de la antigua Roma, en la que el elegante Cicerón decía: "Todos los artesanos hacen un oficio sucio, porque nada digno puede salir de, un taller".

El cristianismo no era una idea, y menos una ideología. Un católico británico de la época de Bemard Shaw, Hillaire Belloc, lo decía claramente: "El cristianismo no es la encamación de una idea, sino la plenitud de este hecho cristiano que es la Encarnación". Y la Navidad es lo que recuerda.

Santo Tomás en el siglo XIII había perdido el sentido de este simbolismo, porque veía al hombre ideal como un pensador, y Lutero, por su parte, sólo vio en el hombre al trabajador. Lo mismo que, en versión laica, hicieron después Descartes -ante todo estaba el pensamiento- y Marx -que ante todo ponía al trabajo- Se habían olvidado ya de la alegría religiosa de la Biblia, con un David cantando y bailando, o la actitud lúdicra de los cristianos de los primeros siglos, que llegaron a estar en la Edad Media celebrando las fiestas de locos, que fueron la entronización de lajarana y de las imitaciones burlescas hasta de lo más sagrado, y sobre todo de lo eclesiástico. No habíamos llegado ni a los Cristos llorosos de la época de san Francisco, ni menos a los tétricos pintores y escritores religiosos de nuestra España de"hace tres siglos. La seriedad religiosa de aquellas épocas olvidaba lo que recuerda recientemente el jesuita padre Bernard Basset: "Un Dios que no se divierte con las travesuras de sus hijos difícilmente podría ser el padre de un hogar dichoso". Y nada digamos de aquellos padres puritanos de hace un siglo, y menos, que decían a sus hijos: "No estás en el mundo para divertirte".

Justamente es lo contrario: el cristianismo descubre al homo ludens, con su liturgia primitiva, con sus expresiones religiosas populares y con su modo de valorar las cosas pequeñas y cotidianas.

Un solo griego -el más olvidado de todos en la filosofía occidental-, Heráclito, decía: "El curso del mundo es un niño que juega, que coloca aquí y allá las piezas de su rompecabezas". Esto es lo que recupera el cristianismo de la Navidad, el de aquellos primeros siglos en los que no teníamos que confesar nada más que tres pecados: el adulterio, el homicidio y la apostasía, o sea, la ruptura pública con los hermanos en la fe y con el respeto que les debíamos. Era una época en que Dios era todavía bello, y no hacía de caballero de la triste figura, producto de las teologías escolásticas que inspiraron nuestro catecismo Ripalda, el que martilleaba nuestros infantiles oídos hace todavía bien pocos años con sus tristezas morales y religiosas.

Recojamos con los pies en la tierra el mensaje de alegría de la Navidad sin estar aterrados por las congojas producidas por el rastrero mundo actual, que no deja resquicio para la fantasía, porque todo está en los números de la economía, de la organización y de la informática. Estamos oliendo a muerto porque no tenemos ya vuelo de imaginación para salir de nuestro prosaismo rebajador. Y, sin embargo, el maestro de ciencia-ficción (que es nuestra inocente escapatoria muchas veces) señalaba: "La capacidad.de fantasear es la capacidad de supervivencia".

Por eso tiene razón el comunista religioso de la época de Marx Wilhelm Weitling: "La religión no debe ser destruida, sino más bien utilizada para liberar a la humanidad, porque el cristianismo es la religión de la libertad". Aunque esta libertad no la fomenten muchos cristianos de ahora, y menos sus jerarcas.

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