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Reflexión en torno a una sentencia discutida

1. Pocas veces se han ofrecido en los últimos años presagios menos esperanzadores sobre la capacidad española para ejercer con mesura y objetividad la crítica desapasionada y responsable como en estos días, con motivo de la sentencia del Tribunal Constitucional en el asunto Rumasa. Que la sentencia sea inapelable no quiere decir que sea infalible, pero una cosa es discrepar de ella razonablemente y otra atacar a fondo el prestigio del Tribunal, cuestionando la esencia misma de la institución:, su objetividad e independencia. Cierto que se han producido matices y diferencias en los juicios y valoraciones, pero, por desgracia, han dominado los menos ecuánimes, tal vez los que respondan a partidismos más intransigentes o a intereses menos presentables.El hecho de que los magistrados discrepantes hayan formalizado un voto particular -que, a su vez, admite muy buena parte de la sentencia, cosa que no se ha valorado suficientemente- está siendo aprovechado con malévolo maniqueísmo para dar por cristalizada una división del Tribunal, pensando posiblemente en próximos contenciosos de anticonstitucionalidad. Los magistrados discrepantes no han hecho otra cosa que expresar sinceramente su parecer en un litigio concreto, y a nadie como a ellos repugnará un halago torpemente encaminado a minar la credibilidad de la alta institución a que pertenecen.

Hay muchas formas de desestabilizar la democracia y, sin duda, una de las más seguras y eficaces es la de contribuir al descrédito de sus instituciones fundamentales. De poco valen las protestas de acatamiento y respeto a la Constitución si se arrojan, nada menos que sobre la que es su intérprete supremo, sospechas de perjurio, parcialidad, tergiversación de funciones, docilidades humillantes e incluso presuntas complicidades.

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2. Produce verdadera vergüenza -que uno bien quisiera llamar ajena- la especial agresividad contra el presidente del Tribunal, profesor García Pelayo, uno de los españoles más honestos, capacitados e independientes de la España actual. La razón no es otra que la de considerársele factor decisivo de la sentencia dictada, ya que su voto de calidad la hizo posible. A estas alturas resulta que la composición del Tribunal es un grave error y que la concesión del voto de calidad a su presidente es abusivo. Parece un poco tarde para plantear esta cuestión por muchos de los que pudieron influir decisivamente en resolverla de otra forma. Que yo sepa, sólo hubo un intento de que el Tribunal se compusiera de un número impar de magistrados, y lo realizó quien estas líneas escribe, en una enmienda ante el Senado.

Es una auténtica tergiversación asegurar que el presidente, con su voto de calidad, convirtió la minoría en mayoría y que debió votar con ésta. El presidente es un magistrado más, elegido entre todos, y no un cargo superpuesto de carácter arbitral, ni representativo de instancia alguna que trascienda del colectivo institucional conjunto. No es que tenga derecho, sino que tiene el deber de pronunciarse en tanto magistrado, sin esquivar su participación en la decisión colegiada, eludiendo su responsabilidad. Al pronunciarse se produjo un empate cuantitativo de pareceres. ¿Dónde estaba la mayoría a que el presidente debió sumarse? ¿Dónde la minoría a la que convirtió en mayoría? ¿Por qué tenía que considerarse obligado no ya a abstenerse -cosa por lo demás repudiable en asuntos tan importantes y legalmente no prevista-, sino a votar en favor de una opinión que no compartía, dando a la sentencia un sentido inverso al que en conciencia consideraba más justo?

3. El Tribunal ha trabajado con intensidad y ofrece ya un apretado repertorio jurisprudencial en el que no faltan temas de gran importancia. De algunas de, sus resoluciones se podrá disentir, con más o menos fundamento, pero hasta ahora no se había puesto en duda su imparcialidad, su capacidad técnica y su independencia. Las sentencias se han dictado a veces por unanimidad y otras por mayoría. En ocasiones se ha dictaminado la constitucionalidad de las normas impugnadas y en otras se han aceptado -en todo o en parte- los recursos de anticonstitucionalidad.

No hace mucho, el Tribunal sentenció la inconstitucionalidad de importantes aspectos de una ley -la LOAPA- consensuada por los dos grandes partidos de las Cortes anteriores. Lo hizo por unanimidad cuando gobernaban ya sólo los socialistas. Asumió la posible insatisfacción de éstos y el riesgo de que sectores sociales y políticos muy sensibles y alertados respecto a concesiones excesivas al proceso autonómico se alarmaran invocando reiterados imperativos nacionales e históricos. Contrasta el respetuoso acatamiento de aquella sentencia por parte de los sectores a que aludo con el paroxismo opositor provocado ahora por la que ratifica la constitucionalidad de la expropiación de Rumasa.

4. Contraponer derecho y política al tratar de la interpretación constitucional es una falacia dialéctica o el enmascaramiento de una postura ideológica, más propia de un incipiente y superado liberalismo formal que de una concepción contemporánea del Estado. Salvo las disposiciones meramente procesales -y no siempre-, toda la normativa constitucional tiene naturaleza política, porque una Constitución no es otra cosa que la ordenación y racionalización de la convivencia humana, desde unos principios, ideas y creencias políticas consideradas legítimas en la circunstancia histórica en que la Constitución se establece.

Es cierto que las palabras tienen por sí mismas un valor inmanente y lógico y que la hermenéutica intrínseca de las que la Constitución contenga forman parte del proceso interpretativo. Pero no puede hablarse de una técnica jurídica que aísle la significación gramatical de los términos normativos al margen de los principios, ideas y creencias para cuya realización se han utilizado. La llamada técnica jurídica o consiste fundamentalmente en obtener el mejor modo de adecuar las normas a la finalidad social y política que las hicieron necesarias y legítimas o puede convertirse en un juego de cábalas para iniciados en extraños ritos de malabarismos semánticos. No es posible abstraer de una norma constitucional su inseparable contenido político, que no es algo extraño ni externo a la propia norma, sino que la configura con todo su valor esencial y, determinante. Lo contrario equivaldría al intento de interpretar un pentagrama por sus rasgos gráficos y no por su expresividad fonética.

Se me objetará que lo que vengo diciendo traslada el tema a un nivel que no es el que se discute. No lo creo así, pues del entendimiento de cómo debe interpretarse la Constitución se deduce que una cosa es acomodar su letra a las ideas, principios y creencias que la naturalizan políticamente, y otra distinta someterla a los criterios del poder dominante. Todo contencioso constitucional implica más o menos directamente al equipo gobernante y al órgano legislativo ante el que parlamentariamente responde. El sentido de una sentencia del Tribunal Constitucional contiene implícitamente -aunque no sea su finalidad- una decisión favorable o crítica respecto al Gobierno y al Parlamento, autores de la norma impugnada. Sería aberrante deducir que para afirmarse el Tribunal en su independencia tuviera que disponerse siempre a sentenciar contra la constitucionalidad de la norma aprobada. Por lo demás, el que se haya impugnado el decreto-ley -acto del Ejecutivo con validez provisional- y no se haya hecho lo mismo con la ley expropiadora -acto del Legislativo con validez permanente- puede inducir a sospechar que los impugnadores se sentían más preocupados por combatir al Gobierno que por la ortodoxia constitucional y la salvaguarda de los derechos y libertades. Eso sí que representaría una recusable politización.

Buen número de catedráticos de derecho político y constitucional desean manifestar su acuerdo con los criterios expuestos en este artículo, lo que celebro y me honra (*). Basta recordar quienes constituyeron el Tribunal para alejar toda sospecha de que ni uno solo de los que figuraban en el escalafón de catedráticos de aquella materia podría sentirse estimulado en su apoyo al Tribunal por solidaridades corporativas.

Si lo hacen, es tan sólo por el convencimiento de que interesa a todos robustecer el prestigio del órgano que tiene como finalidad nada menos que velar por nuestra Constitución, que positiva jurídicamente la ilusión de un pueblo por vivir en un orden político democrático justo y evolucionado.

* Además de Carlos Ollero, catedrático de Teoría del Estado y Derecho Constitucional, suscriben también este texto los catedráticos de Derecho Político y Constitucional Carlos de Cabo, José L. Cascajo, Antonio López Piña, Miguel Martínez, Cuadrado, Raúl Morodo, Manuel Pastor, Julíán Santamaría, Enrique Tierno, Gumersindo Trujillo y Pedro de Vega.

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