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Vuelta a la semilla

Al contrario de lo que han hecho tantos escritores buenos y malos en todos los tiempos, nunca he idealizado el pueblo donde nací y donde crecí hasta los ocho años. Mis recuerdos de esa época ―como tantas veces lo he dicho― son los más nítidos y reales que conservo, hasta el extremo de que puedo evocar como si hubiera sido ayer no sólo la apariencia de cada una de las casas que aún se conservan, sino incluso descubrir una grieta que no existía en un muro durante mi infancia. Los árboles de los pueblos suelen durar más que los seres humanos, y siempre he tenido la impresión de que también ellos nos recuerdan, tal vez mejor que como, nosotros los recordamos a ellos. Pensaba todo esto, y mucho más, mientras recorría las calles polvorientas y ardientes de Aracataca, el pueblo donde nací y donde volví hace algunos días después de 16 años de mi última visita. Un poco trastornado por el reencuentro con tantos amigos de la niñez, aturdido por un tropel de niños entre los cuales parecía reconocerme a mí mismo cuando llegaba el circo, tenía, sin, embargo, bastante serenidad para sorprenderme de que nada había cambiado en la casa del general José Rosario Durán ―donde ya, por supuesto, no queda nadie de su familia ilustre―; que debajo de los camellones con que han adornado las plazas éstas siguen siendo las mismas, con su polvo sediento y sus almendros tristes como lo fueron siempre, y que la iglesia ha sido pintada y repintada muchas veces en medio siglo, pero el cuadrante del reloj de la torre es el mismo. “Y eso no es nada”, me precisó alguien: “el hombre que lo arregla sigue también siendo el mismo”.

Es mucho ―yo diría que demasiado― lo que se ha escrito sobre las afinidades entre Macondo y Aracataca. La verdad es que cada vez que vuelvo al pueblo de la realidad encuentro que se parece menos al de la ficción, salvo algunos elementos externos, como su calor irresistible a las dos de la tarde, su polvo blanco y ardiente y los almendros que aún se conservan en algunos rincones de las calles. Hay una similitud geográfica que es evidente, pero que no llega mucho más lejos. Para mí hay más poesía en la historia de los animes que en toda la que he tratado de dejar en mis libros. La misma palabra ―animes― es un misterio que me persigue desde aquellos tiempos. El Diccionario de la Real Academia dice que el anime es una planta y su resina. De igual modo define esta voz, aunque con muchas más precisiones, el excelente lexicón de colombianismos de Mario Alario di Filippo. El padre Pedro María Revollo, en sus Costeñismos colombianos, ni siquiera la menciona. En cambio, Sundenheim, en su Vocabulario costeño, publicado en 1922 y al parecer olvidado para siempre, le consagra una nota muy amplia que transcribo en la parte que más nos interesa: “El anime, entre nosotros, es una especie de duende bienhechor que auxilia a sus protegidos en lances difíciles y apurados, y de ahí que cuando se afirme de alguien que tiene animes se dé a entender que cuenta con alguna persona o fuerza misteriosa que le ha prestado su concurso”. Es decir, Sundenheim los identifica con los duendes, y de modo más preciso, con los descritos por Michelet.

Los animes de Aracataca eran otra cosa: unos seres minúsculos, de no más de una pulgada, que vivían en el fondo de las tinajas. A veces se les confundía con los gusarapos, que algunos llamaban sarapicos, y que eran en realidad las larvas de los mosquitos jugueteando en el fondo del agua de beber. Pero los buenos conocedores no los confundían: los animes tenían la facultad de escapar de su refugio natural, aun si la tinaja se tapaba con buen seguro, y se divertían haciendo toda clase de travesuras en la casa. No eran más que eso: espíritus traviesos, pero benévolos, que cortaban la leche, cambiaban el color de los ojos de los niños, oxidaban las cerraduras o causaban sueños enrevesados. Sin embargo, había épocas en que se les trastornaba el humor, por razones que nunca fueron comprensibles, y les daba por apedrear la casa donde vivían. Yo los conocí en la de don Antonio Daconte, un emigrado italiano que llevó grandes novedades a Aracataca: el cine mudo, el salón de billar, las bicicletas alquiladas, los gramófonos, los primeros receptores de radio. Una noche corrió la voz por todo el pueblo de que los animes estaban apedreando la casa de don Antonio Daconte, y todo el pueblo fue a verlo. Al contrario de lo que pudiera parecer, no era un espectáculo de horror, sino una fiesta jubilosa que de todos modos no dejó un vidrio intacto. No se veía quién las tiraba, pero las piedras surgían de todas partes y tenían la virtud mágica de no tropezar con nadie, de no hacer daño a nadie, sino de dirigirse hacia sus objetivos exactos: las cosas de cristal. Mucho tiempo después de aquella noche encantada, los niños seguíamos con la costumbre de meternos en la casa de don Antonio Daconte para destapar la tinaja del comedor y ver los animes ―quietos y casi transparentes― aburriéndose en el fondo del agua.

Tal vez la casa más conocida del pueblo era una esquina como tantas otras, contigua a la de mis abuelos, que todo el mundo conocía como la casa del muerto. En ella vivió varios años el párroco que bautizó a toda nuestra generación, Francisco C. Angarita, que era famoso por sus tremendos sermones moralizadores. Eran muchas las cosas buenas y malas que se murmuraban del padre Angarita, cuyos raptos de cólera eran temibles; pero hace apenas unos años supe que había asumido una posición muy definida y consecuente durante la huelga y la matanza de los trabajadores del banano.

Muchas veces oí decir que la casa del muerto se llamaba así porque allí se veía deambular en la noche el fantasma de alguien que en una sesión de espiritismo dijo llamarse Alfonso Mora. El padre Angarita contaba el cuento no sólo con una gran convicción, sino con un realismo que erizaba la piel. Describía al aparecido como un hombre corpulento, con las mangas de la camisa enrolladas hasta los codos, y el cabello corto y apretado, y los dientes perfectos y luminosos como los de los negros. Todas las noches, al golpe de las doce, después de recorrer la casa, desaparecía debajo del árbol de totumo que crecía en el centro del patio. Los contornos del árbol, por supuesto, habían sido excavados muchas veces en busca de un tesoro enterrado. Un día, a pleno sol, pasé a la casa vecina de la nuestra persiguiendo un conejo, y traté de alcanzarlo en el excusado, donde se había escondido. Empujé la puerta, pero en vez del conejo vi al hombre acuclillado en la letrina, con el aire de tristeza pensativa que todos tenemos en esas circunstancias. Lo reconocí de inmediato, no sólo por las mangas enrolladas hasta los codos, sino por sus hermosos dientes de negro que alumbraban en la penumbra.

Éstas y muchas otras cosas recordaba hace unos días en aquel pueblo ardiente, mientras los viejos y los nuevos amigos, y los que apenas empezaban a serlo, parecían de veras alegres de que estuviéramos otra vez juntos después de tanto tiempo. Era el mismo manantial de poesía cuyo nombre de redoblante he oído resonar en medio mundo, en casi todos los idiomas, y que, sin embargo, parece existir más en la memoria que en la realidad. Es difícil imaginar otro lugar más olvidado, más abandonado, más apartado de los caminos de Dios. ¿Cómo no sentirse con el alma torcida por un sentimiento de revuelta?

Copyright 1983. Gabriel García Márquez-ACI.

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