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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un Congreso casi inútil

EL XI Congreso del PCE no ha hecho sino reflejar, en una etapa todavía mas avanzada de crispación y enfrentamiento, la profunda crisis por la que atraviesan los comunistas españoles desde que su legalización, en vísperas de las primeras elecciones democráticas, hizo aflorar sus latentes conflictos internos. Esta asamblea plenaria ha servido, sin duda, para evitar la catástrofe que la derrota de la actual dirección hubiera implicado. Pero los comunistas salen de su XI Congreso casi con los mismos problemas y diferencias con que entraron hace unos días en el Palacio de Exposiciones. El desarrollo y los resultados del debate no han ayudado a cicatrizar las heridas ni han propiciado la reconciliación. Por lo demás, la política de brazos de madera para las votaciones puesta en práctica por tos carrillistas en las asambleas preparatorias de Madrid y Valencia, de cuyas delegaciones fueron excluidas las minorías, han des figurado la representatividad proporcional del XI Congreso. En cualquier caso, la victoria de Gerardo Iglesias permite a los comunistas albergar al menos una esperanza de recuperación. La oposición interior de los carrillistas, atrincherada en la dirección de diez Comités Regionales, dificultará seriamente la labor de la nueva dirección. Recordemos, sin embargo, que en la actual mayoría del Comité Central figuran, paradójicamente, los hombres y mujeres que mas se destacaron, hasta el otoño de 1981, en la defensa de las posiciones oficiales y en las batallas contra los renovadores. A Gerardo Iglesias le apoyan ahora la flor y nata de la vieja guardia comunista (Dolores Ibárruri, Simón Sanchez Montero, Francisco Romero Marín, Lucio Lobato, etc.), los dirigentes históricos de Comisiones Obreras (encabezados por Marcelino Camacho y Nicolás Sartorius), cargos municipales ampliamente votados (como Julio Anguita) y representantes del mundo intelectual (como Jordi Solé-Tura, Enrique Curiel y Andreu Claret). La oposición externa, agrupada en el proyecto prosoviético animado por Ignacio Gallego, constituirá el segundo gran obstáculo para los objetivos de Gerardo Iglesias. Esa latente amenza explica, sin duda, las apreciables concesiones que el XI Congreso del PCE ha hecho, en el terreno de la política internacional, a las tesis prosoviéticas. Tanto Gerardo Iglesias como Santiago Carrillo tuvieron muy presente, en sus intervenciones, el inconfesado propósito de acortar discrepancias y tender puentes hacia los eventuales seguidores de Ignacio Gallego, a fin de evitar la cristalización definitiva de ese nuevo partido comunista.

Dejando al margen la escisión abiertamente prosoviética, la dramática encrucijada en la que se halla situado el PCE, desgarrado en dos corrientes -gerardistas y carrillistas- cuyas señas de identidad ideológica no son fáciles de distinguir, tal vez necesite para ser explicada la toma en consideración de factores que desbordan el análisis político y la interpretación doctrina¡. Una hipótesis complementaria podría ser las resistencias de Santiago Carrillo a analizar los errores de cálculo y las apuestas perdidas a lo largo de los últimos ocho años. Los hombres y mujeres de la actual dirección, carrillistas hasta hace un año, habrían conservado, empero, la lucidez y la inteligencia necesarias para proceder a esa revisión crítica que la realidad impone, aun a costa de reconocer su propia responsabilidad en la adopción de las políticas equivocadas del pasado. La tendencia de Santiago Carrillo y de sus actuales seguidores a rechazar cualquier crítica a su gestión y a sostener que no fueron ellos, sino los hechos, los que se equivocaron en los últimos años adquiere en ocasiones tintes casi enfermizos. La discusión librada en el XI Congreso sobre el análisis de la transición, el modelo de partido, la caracterización del Gobierno socialista y la situación internacional sólo se entiende sobre el trasfondo de la lucha por el poder dentro de la organización y de esa esa intolerancia de los carrillistas para reconocer sus propios errores.

El pronunciado viraje dado por Santiago Carrillo en la fase inicial de la transición, con su aceptación de la forma monárquica de gobierno y la bandera bicolor y su decisión de jugar sinceramente dentro del marco de la legalidad democrática, ayudó de manera considerable a facilitar la puesta en marcha de la reforma pactada, que transformó sin excesivos traumas el anterior régimen autoritario en un sistema pluralista de libertades. Esa es una deuda que la democracia española tendrá siempre pendiente con el antiguo secretario general del PCE. Durante la primera legislatura, la participación de los comunistas en la ponencia constitucional, su apoyo a los Pactos de la Moncloa, la permanente propuesta de un Gobierno de concentración y el acuerdo implícito -y en ocasiones explícito- con el Gobierno Suárez vigorizaron la imagen del PCE como una fuerza política respetable y abiertamente comprometida con el sistema. En paralelo, las modificaciones de caracter programático y doctrinario, que incluyeron la renuncia al marxismo-leninismo, las críticas á la Unión Soviética y el abandono de otros postulados típicos de la III Internacional, acentuaron el progresivo distanciamiento del PCE de sus orígenes históricos.

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Pero la adopción de esa nueva línea estratégica y el remozamiento externo del edificio ideológico no tuvieron para el PCE los resultados electorales y políticos apetecidos. Ya en junio de 1977 las expectativas despertadas por la sostenida y esforzada oposición de los comunistas al franquismo -otra deuda que la España democrática debe reconocer- habían quedado defraudadas. Aunque el argumento del voto del miedo' sirvió en aquella ocasión a Santiago Carrillo para rehuir un sereno examen de los hechos, la catástrofe del 28 de octubre de 1982 puso de relieve la magnitud de los errores de análisis y de comportamiento cometidos por los líderes comunistas, en especial su incapacidad para remozar su equipo dirigente y para sintonizar con esas nuevas generaciones de españoles que se identificaban, sin embargo, con el socialismo renovado. Las tentativas de disputar al PSOE su espacio electoral, mimetizando su programa y sus consignas, y de pactar con el centrismo para atrapar a los socialistas en una garra de tenaza terminaron en el fracaso. Durante la segunda legislatura, Adolfo Suárez, primero, y Leopoldo Calvo Sotelo, después, prescindieron de los servicios ofrecidos por el PCE a cambio de su reconocimiento como una fuerza honorable. Y el electorado, en el momento de depositar el voto en las urnas, optó por el programa de socialismo democrático defendido por el PSOE y rechazó la copia alternativa ofrecida por el PCE.

La sustitución de Santiago Carrillo por Gerardo Iglesias en la secretaría general, en noviembre de 1982, sólo podía ser operativa a costa de un examen crítico del inmediato pasado que sirviera de base a profundas transformaciones. Las expulsiones de los renovadores, la crisis del PSUC, las escisiones prosoviéticas y el descenso de militancia probaban que los cambios ideológicos y programáticos del eurocomunismo llevaban emparejada una dialéctica interna que, mas allá de los movimientos tácticos, había subvertido desde las raíces la concepción tradicional del PCE. A partir del momento en que el nuevo secretario general rechazó la bicefalia dictada por Santiago Carrillo, y trató de abrir el proceso de revisión, la guerra era inevitable. La apreciable recuperación registrada por el PCE en los comicios locales de mayo y el ligero aumento de su militancia en los primeros mieses de 1983 mostraron, a la vez, las posibilidades de avances electorales, que el eventual desgaste del Gobierno socialista podría facilitar.

La ofensiva de Carrillo contra Gerardo Iglesias se explica, así, en la doble perspectiva de su regreso al poder dentro de la organización y de la eventual recuperación electoral del PCE. El endurecimiento de las posiciones ideológicas, el desplazamiento hacia un prosovietismo disfrazado, los llamamientos a la disciplina interna y la oposición frontal al Gobierno de Felipe González son simples secuelas de esa toma de posición previa. No es fácil que los trabajadores españoles puedan ser convencidos de que el Gobierno de Felipe González es mas de derechas que los de Suárez y Calvo Sotelo. Y todavía mas difícil resulta suponer que un PCE desgarrado y desunido, como consecuencia de los esfuerzos de Santiago Carrillo por regresar al poder, tuviera en el futuro grandes posibilidades de atraerse los votos de quienes, desde la izquierda, se sientan desilusionados, en 1986, de la gestión de Felipe González. Sobre todo si se recuerda que las luchas intestinas entre gerardistas y carrillistas no hacen sino preparar el escenario para la irrupción en la escena política española de ese partido comunista prosoviético cuya bandera Ignacio Gallego ya ha alzado.

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