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Nueva catástrofe en Madrid

Una bombonera en el infierno

Maderas, terciopelos, barandillas historiadas y una araña enorme, un manojo de lágrimas, colgando sobre la pista de baile, en el piso inferior. El escenario de teatrito, las mesas coquetonas. Tulipas y dorados, cortinas. Algo de polvera de dama un poco entrada en años, algo de caja de bombones forrad a de seda, algo de casa de citas novecentista para esparcimiento -de prohombres locales. Algo, también, del music-hall dicharachero que fue, de nombre Lido, antes de ser transformado en discoteca. Antes de convertirse en tea.Alcalá 20 formaba parte del pequeño pero abarrotado Olimpo de las noches madrileñas. Ocupaba, en las últimos semanas, el lugar de honor, en un terreno en el que los favoritos nacen, se desarrollan y mueren en períodos muy cortos: tal es la voracidad de los frecuentadores. Había sido inaugurado en su nueva modalidad en los últimos días del último septiembre, y ya sucedió bajo el signo urbano, con la actuación de Pulgarcito, un rockero que solía amenizar el paso de los viandantes en la calle de Preciados.

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A partir de aquí, Alcalá 20 fue una mezcla, una amalgama de lo que esta ciudad da y recibe constantemente. Al decorado antiguo, recuperado casi sin retoques, se le pegaba, como un lunar postizo y excitante, la última de las músicas en lata o las actuaciones de grupos jóvenes en sus comienzos. Alcalá 20 vino a heredar el público que durante el verano había movido el cuerpo y bebido cerveza en vasos de papel, al aire libre, en La Fiesta -que es, con Morasol, de los mismos propietarios- Pero era mucho más.

Era un enclave único, que recogía no sólo a modernos que leen La Luna o a punkies más o menos descolgados de Rock-Ola; a Alcalá 20 llegaban, también, muchos espectadores de los cines y teatros cercanos, gentes de edad media, de condición media, que consumían la última copa; y oficinistas que celebraban allí sus despedidas de soltero, y matrimonios jóvenes de esos que salen con parejas amigas. A última hora, a eso de las tres, travestidos y trabajadoras de acera llegaban con su carga de pestañas postizas y rodillas castañeantes al aire, desafiando con sus voces la obra del pinchadiscos. La tremenda vitalidad del noctámbulo madrileño explica que mucha gente se quedara hasta el cierre, como en la trágica cita con la muerte del viernes.

Estaba, la discoteca, en el centro del culto a la reconversión. El antiguo teatro de cabaret convertido en discoteca, como Morasol ha reconvertido el cine que fue, del mismo nombre, en un estallido de neón y música ensordecedora, como Factory conserva aún vestigios del cine Espronceda, como La Fiesta, que sólo puede funcionar con un buen clima, mantiene su estructura de burdel al aire libre. Formaba parte, la discoteca lamida por las llamas, robada de su vida en una madrugada traicionera, de ese gusto madrileño por volver a ser lo que se fue sin dejar de seguir con la oreja pegada al hoy.

Alcalá 20 sacaba energía de su diversidad, así como otras salas la sacan de su especialización en un solo público. Aunque las atracciones fueran, sobre todo, de tipo juvenil: ya se anunciaba, para el primer trimestre de 1984, un concurso de música pop, con premio de un millón de pesetas y la publicación de un disco que hubiera incluido los temas clasificados en los cinco primeros lugares. Todo estaba mecido, sin embargo, en ese decorado antiguo, de bombonera, que ardió como el infierno cuando saltó la chispa.

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