Una guerra sin soldados.
En esta guerra que dicen los pesimistas que se avecina ya no le va a quedar al hombre ni el refugio de la literatura, lo último que le quedaba después de haberse demostrado a sí mismo que lo que más le place en este mundo es el juego fascinante de la muerte y de la destrucción. Dudo que los que se apresuran a construirse sus propios refugios antinucleares tengan memoria y discernimiento para entretenerse en estas cosas del espíritu. Esto es lo que deben de intuir aquellos hombres que, si bien no estimulan el disfrute bélico, se aprovechan luego de él para escribir obras portentosas y geniales.En esta guerra que se avecina ya no se va a poder decir, como lo hacía la falsa alumna de García Calvo, que los hombres han caído como moscas a lo largo de la Historia. Y si al hombre le falla la protección del lenguaje, se desmorona. Es una pena que ya no le quede la pequeña reflexión de lo que ha hecho en Occidente frente a los bárbaros orientales. Occidente va a desaparecer, y nosotros sin enterarnos de lo que pretenden los bárbaros orientales, hoy llamados comunistas del otro lado del telón. Y los ex soldados no podrán regresar de las trincheras desesperados hasta el vómito y parir, a falta de otras creaciones más naturales, lo que han visto y lo que han oído entre la pólvora, la dinamita, el fragor de los morteros o el resplandor de las bombas incendiarias. Si en el siglo XIX el hombre llegó a descubrir, después de heroicas matanzas, que la guerra era más bien estúpida, y en el XX se percató de que la muerte sólo es para los estúpidos, ahora todo se va a acabar. La muerte será más muerte. Porque ya no existirá ni la palabra.
Pero el género masculino, que no está muy avezado a reflexionar sobre lo que la cultura ha hecho con él, debe de sentirse satisfecho: el genial plan de destrucción que inició en las cavernas, cuando la mujer estaba más entretenida en hacer sobrevivir lo que paría en lugar de preocuparse del arte o de la religión, está alcanzando la perfección de la novena maravilla. Claro que gracias a este espíritu heroico y emprendedor tenemos la Capilla Sixtina en lugar de la alfarería, un arte más doméstico y silencioso; más femenino, por así decirlo.
El drama es que, sin palabras, después de la guerra, ¿qué clase de literatura se puede concebir? Todo se va a desarrollar en las ciudades, se acabó el paisaje heroico o antiheroico habitual. Se acabaron los soldados, las trincheras, las emboscadas y los altiplanos por donde otear la llegada parsimonioso, del enemigo. Ni siquiera la guerra se va a poder observar con un microscopio, como hiciera Fabrizzio del Dongo en la batalla de Waterloo o el príncipe Andrei en el campo de batalla ruso. Ni siquiera se verá el cielo alto con nubes grises que pasan dulcemente, ni siquiera se reflexionará sobre la zafiedad y el engaño, excepto) aquel cielo infinito que veía el príncipe ruso tras los embates de los soldados de Napoleón... Ni tampoco va a tener sentido la sarcástica frase de Céline: "Cuando) se carece de imaginación, morir es cosa de nada; cuando se tiene, morir es cosa seria". Las batallas verbales entre científicos pesimistas y científicos optimistas no nos dejan resquicio para imaginar nada. Nos explican cómo nos han programado la muerte. Ni un último gesto de dignidad nos van a dejar.
Milan Kundera, arrebatado por este pertinaz idealismo que acostumbran a tener los escritores, afirmaba no hace mucho en este periódico que "con Homero, con Tolstoi, la guerra tenía un sentido inteligible: se combatía por la bella Helena o por Rusia. El soldado Chveik y sus compañeros van hacia el frente sin saber por qué y, lo que es todavía más chocante, sin que les interese". La afirmación de Kundera es cierta sólo en parte: los soldados, que no eran ni el príncipe Andrei ni Fabrizzio, han solido ir a la guerra sin saber por qué desde tiempos de Ulises y Agamenón. Lo que pasa es que no tenemos pruebas, como tampoco tenemos pruebas de lo que pensaba realmente Penélope de las salidas hacia el mundo de su marido, Ulises, el más antiguo de todos los ejecutivos. Céline sabía algo más: sabía que no le interesaba el juego de la guerra, pero que tampoco interesaba a sus generales. Es un paso hacia adelante pero siempre hay una constante: todos los hombres tienen que probar antes lo que significa la destrucción y la violencia, mientras que a muchas mujeres esto no les despierta ningún tipo de curiosidad. Tienen suficiente con asegurarse que sus hijos, a los que han dado la vida, sobrevivan. La curiosidad de las mujeres suele ir por caminos más prácticos, aunque menos grandiosos. La democracia sirvió para que nos enteráramos de los intereses de los buenos soldados como Chveik, pero las palabras sirven a veces de panacea para la hipocresía más refinada.
Ahora, los hombres que escriben con las mejores intenciones pretenden que un papel detenga el rearme nuclear. La intención es loable, pero no se va hasta el fondo. Los señores de la guerra siguen existiendo, aunque hoy se nos aparezcan menos valientes: por ejemplo, los generales de la OTAN en Europa tienen ya preparado su bunker antinuclear en Bélgica. Está claro que ellos piensan sobrevivir aunque los rusos invadan Europa. Y estos rusos son tan producto de su imaginación como los bárbaros orientales; para crear una guerra siempre hace falta un chivo expiatorio.
Pero la maquinaria burocrático-militar ya no nos puede engañar. No sólo va a ser una guerra sin soldados, sino que ya no hay una fe que defender, ni unas ideas, ni una civilización determinada. Pero tampoco se atisba una nueva moral, o quizá no tengamos el coraje de advertir que todo empezó el día en que el hombre se dedicaba a cazar mamuts que no servían para nada mientras las mujeres criaban a los hijos y cultivaban la tierra. Eso sí, nos cuentan lo que nos va a ocurrir, sabemos lo que es un Persing 2, un misil de crucero o un SS-20. También vamos a saber quién nos apunta y a quién apuntamos. Por ejemplo, algunos de los misiles que serán instalados en Greenham Common podrían apuntar a la ciudad de Leningrado, donde sus ciudadanos sufrieron un asedio de 1.000 días por las tropas nazis. Conozco personalmente a algunos de sus habitantes y me obligan a pertenecer al bloque que les amenaza.
Sabemos que una bomba de un solo megatón puede ocasionar instantáneamente la muerte de un millón y medio de personas en un radio de 113 kilómetros cuadrados. En Leningrado ya murió un millón de personas de hambre y frío durante la segunda guerra mundial. Sabemos ya que unas pocas horas de guerra nuclear alterarían los códigos genéticos, que se provocarían millones de tumores letales y que quedarían afectados todos los elementos de la biosfera. En otras palabras, nos han explicado muy bien que no habría aire para respirar ni agua que beber ni pan que comer. Pero nadie me ha contado a santo de qué hay que amenazar a los habitantes de Leningrado... Por otra parte, los grandes imperios se desmoronan antes por las colonias, y a Estados Unidos le conviene que todo empiece en Europa. Esto se entiende, pero no está clara la actitud de los gobernantes europeos: o son masoquistas o son cínicos, son imbéciles.
Podríamos creer, como este magnífico perdedor que es Yasir Arafat, que cuanto más oscura es la noche, más cerca está el amanecer. O pensar, como Günther Grass, que ha comenzado la destrucción de la humanidad.
Pero quizá ambas actitudes partan del impenitente idealismo masculino. Quizá sería mejor preguntarse si todo empezó con la caza del mamut o en la invención del mito de la bella Helena para poder ejercer el despiadado derecho de conquista...
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