El miedo al avión
Hace algunos años, en un vuelo regular Madrid-Nueva York, se nos informó, al poco tiempo del despegue, que teníamos que realizar un aterrizaje forzoso en las Azores por "un problema técnico menor". Una joven libanesa que viajaba sola entró en una crisis de pánico que requirió atención médica, primero, e improvisada atención psicológica, después: juegos de cartas, de barcos, cánticos, charlas forzadas para conseguir un relato sobre su vida en Líbano; estrategias varias, en fin, de un grupo de pasajeros que trataban de producir en ella algún tipo de comportamiento distinto, incompatible con su intensa reacción de miedo.Esta experiencia, traumática para ella, inexplicablemente menos traumática para otros -¿por qué ante la misma experiencia unas personas responden con temor y otras no?, ¿por la existencia de factores de predisposición debidos a diferencias en la labilidad del sistema nervioso, en el nivel de activación, en la historia particular de cada uno en relación con sucesos sensibilizadores previos? Seguramente, y también por muchos otros hechos, aún desconocidos-.
Esta experiencia, decía, pudo ser el inicio en este caso de una forma particular de miedo: una intensa reacción emocional a los aviones, desproporcionada en situaciones futuras, objetivamente neutras, que no cederá ante la explicación racional, que se escapa al control voluntario y que suele conllevar una fuerte tendencia a evitar las situaciones que la provocan; en suma, una fobia.
La fobia a los aviones puede producirse, pues, como resultado de la propia experiencia, bien sea una única experiencia intensa, traumática, o un conjunto de sucesos menores, subtraumáticas, con efectos acumulativos.
Reacciones reflejas
La posible asociación entre el uso del avión y la anticipación de un fatal desenlace no es el único mecanismo explicativo de este miedo. Naturalmente, la muerte, una muerte, además, horrorosa y violenta, es el estímulo más temido incondicionalmente, pero hay otros que también producen reacciones reflejas y que, posiblemente, estén también presentes en el avión. Ya en 1924, John Broadhus Watson señalaba que los humanos respondían de modo innato con reacciones de temor ante tres tipos de estímulos: el ruido, la pérdida súbita de apoyo y el dolor, estímulos los tres que real o potencialmente pueden encontrarse en los aviones. Más tarde, Jeffrey Gray ha hecho algunas consideraciones que pueden ser de interés para la comprensión de este temor. Lo que viene a decir Gray es que parece como si viniéramos al mundo dispuestos a asustarnos ante cualquier tipo de estímulos novedosos e intensos -algo de ambos hay en la experiencia aérea-, ante ciertos tipos de interacciones sociales -que en este caso no tienen ningún papel- y ante lo que él llama peligros evolutivos especiales: cuando una situación determinada es frecuentemente responsable de la muerte de una parte considerable de los miembros de una especie, y lo es durante un período de tiempo suficientemente largo, es posible que, a escala evolutiva, los individuos de tal especie vayan desarrollando un miedo innato hacia algunas de las circunstancias características de dicha situación. La ventaja adaptativa de esto es evidente: evitarla.
La muerte ajena
¿Es posible que se esté produciendo algo así en el caso de miedo, observable de modo bastante generalizado, a los aviones? Quizá. Por un lado, todos sabemos que la proporción de personas que mueren por esta causa es ínfima en comparación con otras amenazas de nuestro siglo. Pero, por otro, el horror, la sorpresa y el desconcierto ante la forma de esa muerte podría justificar, quién sabe, tal hipótesis. Todos recordamos las imágenes que hemos visto en los medios de comunicación estos últimos días. Son precisamente esas imágenes las que constituyen la segunda forma de aprender el miedo al avión: permiten la observación de la muerte ajena. Mediante un proceso vicario de aprendizaje se va a asociar fácilmente la situación de viajar en avión -neutra las más de las veces, agradable otras por lo facilitadora de nuevas experiencias, nuevos contactos personales, visitas o reencuentros con países y personas- con una situación aversiva y ansiógena. No es necesario que uno reciba directamente el premio y el castigo; la capacidad humana de procesar información (es decir, de atender a lo que ocurre a otros, de retenerlo, almacenándolo y recordándolo, de anticipar una circunstancia parecida y, finalmente, de vivirla emocionalmente a partir del otro) garantiza, como ha señalado Bandura, una adquisición intensa de reacciones emocionales. La investigación parece, además, señalar que cuanto más posibilidad de identificación exista entre observador y modelo -triste modelo en este caso-, más posibilidad habrá de que se produzca esa respuesta. El trágico acidente del jumbo de Avianca ha causado, probablemente, un impacto especial en nuestro país por la proximidad, la cercanía del suceso y por la circunstancia psicológica de tener conocimiento de algunas de las personas fallecidas, y de las otras que, casi milagrosamente, se han salvado. Todos estos factores facilitan el establecimiento de una reacción aversiva fuerte ante el hecho o la posibilidad de volar.
Ante esta situación, muchas personas optan por una salida: la de evitar en lo posible los viajes en avión, aunque eso suponga un incómodo rodeo, antieconómico en términos de tiempo y, a veces, de dinero, para acudir a los sitíos, e incluso la renuncia a importantes contactos, personales o laborales. Esto no es, por otro lado, sino una tercera manera, si no de aprender, sí de consolidar y mantener la fobia: quien escapa a un estímulo temido nunca se da a sí mismo la oportunidad de extinguir su miedo, es decir, de aprender que no siempre que aparece, la situación que teme aparece de nuevo con ella el estímulo amenazante que provocó todo el proceso. El hecho de no viajar en avión no remedia la ansiedad que éste produce; al revés, la consolida: el alivio inmediato que se siente al evitar una situación ansiógena no hace sino reforzar, mantener aquel comportamiento que ha dado lugar al alivio, siempre agradable, y este comportamiento no es otro que la huida. Si la necesidad de viajar en avión es muy pequeña -en términos psicológicos, si la repercusión que el comportamiento de evitación tiene sobre el repertorio total del individuo no es muy grande-, ésta es, posiblemente, una buena solución; pero si, a pesar de todo, en alguna ocasión uno se ve forzado a volar, la reacción emocional que experimentará no habrá desaparecido; se habrá fortalecido.
Un factor de especial impor-
El miedo al avión
tancia en estos procesos fóbicos es el papel que juegan las representaciones cognitivas, en especial el diálogo interno que una persona mantiene consigo misma en este tipo de situaciones. En general, como ciudadanos medios, nuestra información sobre el funcionamiento de un avión es mínima, lo que facilita enormemente la aparición de creencias ilógicas, irracionales, esos miedos injustificados y absurdos que forman una parte muy importante de las fobias y de las reacciones neuróticas en general. Si suena algo en el avión de modo distinto al que uno ya considera habitual, si tardan más de lo esperado en encenderse los letreros para fumar o desabrocharse el cinturón, si no dan fácilmente entrada para aterrizar, o si suenan repetidamente llamadas a la azafata, todo ello constituye un conjunto de indicios ambiguos que puede acabar en las más catastróficas conjeturas. El problema está en que una información más adecuada acerca del funcionamiento del avión no tendría por qué garantizar siempre una mejora para los pasajeros: la psicología de la personalidad habla de individuos sensibilizadores y de individuos represores como de dos formas opuestas de defensa ante una situación amenazante; los primeros tratarán de estar en contacto con el material temido, buscarán información; los segundos intentarán, por el contrario, reducir su exposición a él y rechazarán la información. La existencia de esas diferencias individuales en las preferencias defensivas es, quizá, responsable de los efectos poco coherentes y contradictorios que se obtienen cuando sístemáticamente se ofrece información (por ejemplo, a enfermos orgánicos sobre las características de una operación que van a sufrir). Otra posible razón de esos efectos confusos está, sin duda, en el tipo de información que se da: solamente si la información técnica puede servirle al individuo de algo para manejarse en caso de que exista un problema, va a suponerle alguna utilidad. De lo contrario, the work of worrying, como lo ha llamado Janis, no parece servir de mucho.Los pasajeros suelen utilizar también ciertas estrategias cognitivas curiosas para defenderse del miedo a la catástrofe aérea. Si sabemos, por ejemplo, que la probabilidad media de que ocurra un accidente fatal es de 1 cada x meses o vuelos, hay quien, si tiene que volar cuando acaba de producirse ya un accidente, trata de convencerse de que la probabilidad de que ocurra el siguiente está ya agotada por cierto tiempo. Naturalmente, esto es una falacia defensiva: si uno tira un dado al aire cuatro veces, puede ocurrir que las cuatro le salga el número uno, aunque la probabilidad de que esto ocurra, hablando de grandes números, sea baja.
La ilusión de control
Existe, sin embargo, un argumento real, no falaz, que no logra contrarrestar el miedo de muchas personas ante los aviones, y es la consciencia de que en cualquier paseo o excursión de fin de semana existen más posibilidades de accidente que en el avión; el hecho de que, a pesar de todo, el riesgo es, todavía, mucho menor que en otros medios de transporte. ¿Cuál es, entonces, la resistencia psicológica a este argumento definitivo? No puede ser otra que la condición de impredictibilidad, de incontrolabilidad, de impotencia, de indefensión y desvalimiento -helplessness- del viajero de avión. Uno, en su propio coche, tiene la percepción, la ilusión de control. Factualmente, el control real y la ilusión de control no son lo mismo; psicológicamente, en cambio, se encuentran muy próximos. Seamos o no libres, estemos o no determinados por nuestras decisiones conscientes, seamos o no responsables de la cosas que nos ocurren, lo cierto es que nos comportamos de modo diferente si creemos que lo somos. La ausencia completa de esa creencia es, muy posiblemente, uno de los componentes fundamentales del miedo a volar. Las ayudas psicológicas para manejar ese miedo nos las ofrece a veces la propia tripulación: las comidas, los refrescos, la música, las películas, no son solamente modos de matar el tiempo; son, también, modos de producir esas respuestas incompatibles con la ansiedad de que hablaba al principio. Por nuestra parte, las lecturas que hacemos, los papeles que repasamos, las anotaciones en las agendas, los whiskies y los intentos de siesta, logrados o no, pueden, a su vez, entenderse como intentos activos de manejo, de coping de una situación que escapa totalmente a nuestro propio control.
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