El uno
A Edwin Moses, actual récord mundial de 400 metros vallas, no le ha ganado nadie en todo el mundo desde 1977. Es decir, que entre los 4.500 millones de habitantes no existe uno que consiga vencerle. Se dice pronto. Fíjense que se trata de un ser carnal. Es decir, que tiene que comprarse ropa, cortar se las uñas y mirar si está a punto el agua cuando se prepara una infusión. Encima se ha casado. Pero ni aun así existe un solo individuo en el planeta que haya logrado ganarle. O, lo que parece lo mismo, pero no lo es: este tipo ha derrota do a la humanidad entera.¿Qué se hace cuando se ha llegado a este punto? ¿Se trasforma el uno en un personaje voraz, un gigante insaciable que ulula ante el firmamento para llamar a otro nuevo y desconocido contrincante? ¿O se trata de un ser persuadido de haber sido rozado por un fulgor y acepta con docilidad ser su instrumento?
Estar competitivamente a la cabeza de la humanidad o del barrio no es tanto tener a la humanidad -o al barrio- tras de sí como debajo de sí. Para alcanzar la marca que Moses exhibe ha debido arrasar las marcas que como patrimonio poseían sus rivales. Es el primero no por aclamación, sino por demolición. Sus éxitos se corresponden tanto con los fracasos de los otros que no existe su alegría sin el correlato de una aflicción, su suma sin una resta. El ganador es un depredador, al que sólo puede tranquilizar la idea de actuar forzado y en legítima defensa. De no haber ganado él, le habrían ganado los otros. Es así como el ganador es un preso de su presa. Y es así como se autoexime y se siente a salvo. De hecho no existe una celebración que se parezca más a la de la salvación de un terrible siniestro que la que interpretan los deportistas cuando se abrazan tras el éxito. Ganar es haberse librado de una calamidad, acaso de la misma muerte.
Hay a quienes les gusta sobre todas las cosas ganar. Les subyuga como subyuga un crimen. Pero el ganador sólo obtiene la recompensa cuando ha llegado al punto de Moses. Cuando, a partir de saberse antonomásicamente uno, no se ve obligado a afrontar otra lucha que la del propio conocimiento. A salvo ya de ese oscuro deterioro que supone afirmarse a costa de la mengua y la confusión de los otros.
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