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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Jubilación y fondos de pensiones

LOS CIUDADANOS españoles han vivido durante mucho tiempo en la esperanza de que sus contribuciones a la Seguridad Social les garantizarían en la vejez unas pensiones equiparables en poder adquisitivo a las de sus salarios o sueldos en épocas de trabajo activo. Esta creencia se ha mantenido pese a que desde hace al menos cinco años los persistentes déficit de la Seguridad Social, malamente ocultos tras el velo de las crecientes transferencias presupuestarias del Estado, indicaban ya el inminente peligro de que la cuerda, de tanto estirarse, terminara por romperse. El ministro de Trabajo ha recordado oportunamente que desde 1977 hasta la fecha el número de personas ocupadas y cotizantes de la Seguridad Social ha disminuido en un 8,6%, mientras que las prestaciones para clases pasivas aumentaban en un 37,6%. Los gastos de pensiones de jubilación han crecido, en conjunto, tres veces más rápidamente que la recaudación proporcionada por las cuotas de la Seguridad Social. Si esta tendencia se acelerase, el sistema acabaría en la bancarrota y los jubilados tendrían en el futuro enormes dificultades para percibir pensiones mínimamente satisfactorias. La discusión teórica sobre la naturaleza jurídica de los títulos que los pensionistas pueden esgrimir ante la Seguridad Social y el Estado para reclamar el pago de esas retribuciones perdería todo sentido ante un sistema en quiebra, incapaz materialmente de hacer frente a sus obligaciones.Esta justificada alarma, consecuencia de una situación financiera cuyas responsabilidades últimas corresponden a quienes diseñaron alegremente un sistema de previsión providencial sin reparar en que el crecimiento económico podía quedar interrumpido, pone de relieve la urgencia de crear fondos de previsión que puedan garantizar de manera efectiva el pago de las pensiones futuras. Conviene, ante todo, aclarar que los sistemas de prestaciones complementarias hoy existentes en España, es decir, prácticamente todas las mutualidades, no son fondos de pensiones en sentido estricto. Según algunas estimaciones, en España existe actualmente un millón de personas beneficiarias de percepciones complementarias dé tipo mutualista. En algunos sectores, como el financiero, tales complementos engloban a todos sus empleados. Pero esas pensiones complementarias se satisfacen con cargo a los resultados de cada ejercicio, y no con cargo a dotaciones de un fondo específicamente creado para esa finalidad. Ni siquiera sectores con beneficios regulares, como la banca y las cajas de ahorro, han capitalizado fondos de pensiones propiamente dichas. De esta forma, el futuro de las mutualidades y de las prestaciones complementarias para los pensionistas corre riesgos equivalentes al sistema entero de la Seguridad Social.

Son varias las razones que explican la ausencia en España de una institución tan generalizada en los países desarrollados como son los fondos de pensiones. Figura en primer lugar el ingenuo optimismo del anterior régimen sobre las posibilidades de una continuidad indefinida de la prosperidad económica que hubiera permitido a la Seguridad Social hacer frente a todos sus compromisos a lo largo de los tiempos. Otro motivo es la ausencia de estímulos económicos y jurídicos para su constitución. Nuestro sistema, en lugar de incentivar la constitución de fondos de previsión, ha exteriorizado sus recelos hacia esa figura a través de la penalización impositiva de quienes pretendían crear reservas para ese propósito y exonerarlas total o parcialmente de la fiscalidad del Estado. Ésa es la razón de que los dineros destinados en nuestras empresas a pensiones complementarias no estén claramente diferenciados en sus balances. En los casos de las compañías multinacionales que operan en España, la falta de transparencia en la constitución de estos fondos tal vez se deba al temor de que el Estado pueda desviarlos hacia un destino ajeno a la finalidad para que fueron constituidos (como por ejemplo la financiación de la reestructuración industrial).

En definitiva, el paso de un sistema de previsión por reparto de los resultados anuales, tal y como funciona actualmente en España, a un sistema de previsión basado en el ahorro y en el rendimiento de esos capitales tropieza con un número nada desdeñable de dificultades técnicas y jurídicas. Naturalmente, el paso previo para lograr esa mutación sería un cambio radical en las actitudes de los agentes económicos. Se trataría, en suma, de fomentar el tránsito desde una forma de organización económica anclada en el consumo y protegida por el Estado hacia otra configuración en la que el ahorro y la previsión-esfuerzo individual tuvieran una importancia mayor. Es cierto que una consecuencia de esa reforma sería que el nivel de vida sufriría una amputación transitoria como resultado de los sacrificios de un mayor ahorro, recuperable sólo en el momento de la jubilación. Pero, dejando a un lado arbitrismos o demagogias, no se adivina ninguna otra fórmula realista capaz de garantizar una mínima estabilidad de ingresos a quienes, después de una vida activa, deseen vivir tranquilamente su retiro. De nada vale esgrimir las expectativas de las épocas de prosperidad, aunque estén formalmente acuñadas como derechos adquiridos, cuando el deudor, en este caso la sociedad entera, no puede cumplir sus compromisos a consecuencia de factores históricos tan poderosos como la crisis económica mundial, el desempleo generalizado y las transformaciones de la pirámide demográfica.

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